Pero alguien lo había visto, se lo habían arrebatado. Este hombre había compartido con ella algo intensamente íntimo. Con gratitud hacia Mr. Ramsay, con gratitud hacia Mrs. Ramsay, agradecida a la ocasión y al lugar, concediendo que el mundo poseía un poder que ella no le hubiera atribuido, el poder de que una pudiera pasar por aquella larga galería ya no sola sino del brazo de alguien -el sentimiento más extraño y más alegre de su vida-, echó el pestillo de la caja de pinturas con más fuerza de la necesaria, y al cerrarla pareció rodear mediante un círculo eterno la propia caja de pinturas, el jardín, a Mr. Bankes y a esa malvada villana, a Cam, que pasaba corriendo.
10
Porque a Cam le había faltado una pulgada para rozar el caballete al pasar; no se fijó en Mr. Bankes ni en Lily Briscoe; a Mr. Bankes le habría gustado tener una hija, y extendió la mano; tampoco se fijó en su padre, a quien también le faltó una pulgada para rozarlo; ni en su madre, que gritó cuando pasaba: «¡Cam!, ¡ven un momento!» Se fue como un pájaro, un bala, una flecha; impulsada por qué deseo, disparada por quién, dirigiéndose hacia dónde, ¿quién sabría decirlo? ¿Qué?, ¿cómo?, pensaba Mrs. Ramsay sin dejar de mirarla. Quizá fuera algo de su imaginación: una concha, una carretilla, un reino de hadas en la otra punta del seto; o quizá lo hiciera por el placer de ir aprisa, nadie lo sabía. Pero cuando por segunda vez Mrs. Ramsay gritó: «¡Cam!», el proyectil detuvo la carrera, y Cam se acercó hacia su madre remoloneando, arrancó una hoja de paso.
En qué estaría soñando, se preguntaba Mrs. Ramsay, viéndola absorta, ante ella, pensando en sus cosas; tuvo que repetir el recado: pregúntale a Mildred si han regresado Andrew, Miss Doyle y Mr. Rayley. Parecía como si las palabras cayeran en un pozo, en el que, aunque estuvieran claras, las aguas fueran extraordinariamente distorsionantes, de forma que, incluso mientras descendían, se viera cómo se movían formando un dibujo sobre el suelo de la mente de la muchacha. Pero ¿qué clase de recado podría dar Cam a la cocinera?, se preguntaba Mrs. Ramsay. A decir verdad sólo tras paciente espera, y tras escuchar que había una anciana en la cocina, con las mejillas muy rojas, bebiendo sopa de un tazón, pudo Mrs. Ramsay, con paciencia, hacer aflorar ese instinto de loro que había recogido las palabras de Mildred con la suficiente precisión como para reproducirlas ahora en una cantilena incolora. Cam, mientras movía los pies, repitió las palabras: «No, no han vuelto, y le he dicho a Ellen que recoja el servicio del té.»
Minta Doyle y Paul Rayley no habían regresado. Mrs. Ramsay pensaba que eso sólo podía interpretarse de una forma.
Lo ha aceptado o lo ha rechazado. Esto de salir a pasear después de almorzar, incluso aunque fuera en compañía de Andrew, ¿qué otra cosa podría querer decir?, excepto que ella había decidido, correctamente, pensó Mrs. Ramsay (y le tenía mucho afecto a Minta), aceptar a ese buen hombre, que quizá no fuera el más brillante; pero, claro, pensó Mrs. Ramsay, dándose cuenta de que James le pedía que siguiera leyéndole el cuento del pescador y su esposa, en el fondo del corazón preferiría infinitamente los tontorrones a los que escribían tesinas; por ejemplo, a Charles Tansley. En todo caso, fuera lo que fuera, en estos momentos ya había sucedido.
Siguió leyendo: «A la mañana siguiente la mujer se despertó antes, acababa de amanecer, y desde la cama veía el hermoso paisaje ante ella. Su marido comenzaba a desperezarse…»
Minta, ¿sería capaz de rechazarlo? No, desde luego, si aceptaba vagabundear sola por los campos con él -Andrew seguro que estaría buscando cangrejos-, aunque quizá Nancy estuviera con ellos. Intentó recordar la imagen del grupo junto a la puerta de entrada tras el almuerzo. Estaban allí, mirando hacia el cielo, preocupados por el tiempo, y ella dijo, en parte para vencer la timidez de ellos, en parte para animarlos a salir (tenía en estima a Paul):
– No hay ni una nube en muchas millas -tras lo cual advirtió cómo el insignificante Charles Tansley, que los había seguido, sofocaba una risita. Pero lo había hecho intencionadamente. No sabía con certeza si Nancy estaba con ellos o no; en su mente, dirigía alternativamente la mirada a uno y otra.
Siguió leyendo: «"¡Ah!, mujer -dijo el hombre- ¿y para qué quiero ser rey? Yo no quiero ser rey. «Muy bien -dijo la esposa-, si tú no quieres ser rey, yo sí quiero ser reina; ve a ver al pez, porque quiero ser reina.»
«Entra o sal, Cam», le dijo, sabiendo que Cam se había quedado atrapada por la palabra «pez», y que dentro de poco estaría importunando a James, y discutiendo con él. Cam echó a correr. Mrs. Ramsay siguió leyendo, aliviada, porque James y ella compartían los mismos gustos, y se sentían a gusto juntos.
«Y cuando llegó al mar, estaba de color gris oscuro, de lo más profundo del agua subía un olor a putrefacción. Se acercó al agua, y se quedó en pie, y dijo:
"Pero ¿qué es lo que quiere?", dijo el pececito.» Ahora, ¿dónde estarían?, se preguntaba Mrs. Ramsay, que se entretenía fácilmente con sus pensamientos mientras leía, porque el cuento del pescador y su esposa era como el bajo que acompañaba una canción, que de vez en cuando, de forma inesperada, se convertía en la propia melodía. ¿Cuándo habría que decírselo a ella? Si no hubiera pasado, tendría que hablar muy en serio con Minta. Porque no podía dedicarse a vagabundear por el campo, aunque Nancy estuviera con ellos (intentó de nuevo, sin éxito, visualizar las espaldas de los que iban por el camino, para contarlas). Era responsable ante los padres de Minta: el búho y la badila. Le vinieron a la mente los motes mientras leía. El búho y la badila, a decir verdad, se sentirían muy ofendidos si les contaran, y seguro que se lo contarían, que a Minta, cuando estuvo con los Ramsay, la habían visto, etcétera, etcétera, etcétera. «Él llevaba peluca en la Cámara de los Comunes, y ella le ayudaba muy bien en las recepciones», repitió esto, pescándolo del fondo de los recuerdos, en una ocasión en que al regresar de una fiesta había dicho eso para divertir a su marido. Vaya, vaya, se dijo Mrs. Ramsay, ¿cómo es que esa pareja había tenido una hija tan incongruente como ésta? ¿Esta marimacho de Minta, que llevaba agujeros en las medias? ¿Cómo lograba vivir en aquella atmósfera portentosa en la que la doncella cambiaba la arena que había desperdigado el loro, y la conversación se ceñía de forma estricta a los méritos, interesantes acaso, pero, no obstante, limitados, del ave mencionada? Sí, la había invitado a almorzar, a tomar el té, a cenar, y finalmente la había invitado a quedarse con ellos en Finlay, lo cual había acarreado algún malentendido con el búho, con la madre, y más visitas, más charlas, y más cambios de arena, y en realidad, al final de todo, había dicho tantas mentiras acerca de los loros como para que le durasen toda la vida (eso es lo que le había dicho a su marido aquella noche cuando regresaban de la fiesta). Sin embargo, Minta había venido… Sí, había venido, pensó Mrs. Ramsay, sospechando que había alguna espina en la madeja de estos pensamientos; y al desenredarla se encontró con que era ésta: una mujer la había acusado en una ocasión «de robarle el afecto de su hija»; alguna palabra de Mrs. Doyle le había hecho recordar esa acusación. El deseo de- dominar, el deseo de intervenir, de hacer que la gente cumpliera su voluntad: ésa era la acusación que le hacían, y ella pensaba que era muy injusta. ¿Cómo impedir «ser así» para los demás? No podían acusarla de querer impresionar a nadie. Incluso ella misma se avergonzaba a veces de lo descuidada que iba. Tampoco era dominante ni tiránica. Era más cierto si se referían a su actitud respecto de los hospitales, el alcantarillado, la lechería. Sobre asuntos como ésos sí que se mostraba apasionada, y le habría gustado, si hubiera podido, coger a la gente del cuello y obligarlos a ver las cosas. No había un hospital en toda la isla. Eso sí que era una desdicha. La leche que te dejaban a la puerta en Londres estaba de color pardo a causa de la suciedad: debería prohibirlo la ley. Una granja modelo, y un hospital aquí: esas dos cosas sí que le habría gustado poder hacerlas ella. Pero ¿cómo? ¿Con todos los niños a su cuidado? Cuando fueran mayores, quizá entonces tuviera tiempo; cuando estuvieran todos en el colegio.