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– Mañana no se podrá desembarcar donde el Faro -dijo Charles Tansley, dando palmadas, parado ante la ventana, junto a Mr. Ramsay. Vaya si había hablado más de la cuenta. Habría deseado que ambos los hubieran dejado en paz, a ella y a James, y que hubieran seguido hablando de sus cosas. Se le quedó mirando. Según los niños era un espécimen poco afortunado, un escaparate de irregularidades; no sabía jugar al críquet, era gruñón, arrastraba los pies. Un animal insolente, había dicho Ándrew. Sabían muy bien qué era lo que de verdad le gustaba: pasear eternamente, de acá para allá, de allá para acá, con Mr. Ramsay, y hablar de quién había ganado esto, y quién había ganado aquello; quién era un talento «de primera» para la composición poética en latín; quién era «brillante, pero, en el fondo, superficial»; quién era, sin ninguna duda, el «individuo con más talento de Balliol»; quién había sepultado su genio, por poco tiempo, en Bristol o Bedford, pero de quien no se iba a dejar de hablar en cuanto vieran la luz sus Prolegoma dedicados a alguna rama de las ciencias matemáticas o la filosofía, y de los que Mr. Tansley tenía ya las galeradas de las primeras páginas, por si Mr. Ramsay quería leerlas. De cosas como éstas es de lo que hablaban.

A veces ni ella podía contener la risa. Algo había dicho ella acerca de «unas olas como montañas». Sí, estaba algo borrascoso, había respondido Charles Tansley.

– ¡No se ha calado hasta los huesos? -había dicho ella.

– Algo húmedo, no calado -había respondido Mr. Tansley, pellizcando la manga, tocando los calcetines.

Pero no era eso lo que les preocupaba, decían los niños. No era la cara, ni los modales. Era él, eran sus opiniones. Cuando hablaban de algo interesante, gente, música, historia, cualquier cosa, incluso cuando decían que hacía una buena tarde, y que querían salir a sentarse afuera, lo que les molestaba de Charles Tansley es que no se sentía satisfecho si no daba un rodeo para que fuera lo que fuera lo reflejara a él, y les hiciera sentirse conscientes de su superioridad, hasta conseguir irritarlos con su agria forma de exterminar tanto las flaquezas como la grandeza de la humanidad. Si iba a una exposición de pintura, lo primero que hacía era preguntar por la opinión que les merecía su corbata. Bien sabe Dios, decía Rose, que no era precisamente una corbata que pudiera gustar a cualquiera.

Desaparecían de la mesa tan sigilosamente como ciervos, en cuanto terminaban de comer; los ocho hijos e hijas de Mr. y Mrs. Ramsay se dirigían a sus dormitorios, sus fortalezas en una casa en la que no había ninguna otra intimidad para hablar de nada o de todo: de la corbata de Tansley, de la aprobación de la Ley de Reforma', de las aves marinas y de las mariposas, de la gente; allí caía el sol sobre las habitaciones de los áticos, separadas por una delgada pared que permitía oír las pisadas con toda claridad, y permitía oír también los sollozos de la muchacha suiza cuyo padre agonizaba de cáncer en un valle de los Grisones; caía el sol e iluminaba los palos de críquet, los pantalones de franela, los sombreros de paja, los tinteros, los frascos de pintura, los escarabajos, los cráneos de pajarillos; y extraía el sol de las largas tiras de algas adornadas como con puntillas, pegadas a las paredes, cierto olor a sal y algas, que también se hallaba en las toallas, ásperas de la arena de la playa.

Porfías, divisiones, diferencias de opiniones, prejuicios arraigados en lo más íntimo de cado uno; qué pena que se manifestaran tan pronto, se lamentaba Mrs. Ramsay. ¡Sus hijos!, eran tan críticos. Decían tantas tonterías. Salió del comedor, llevaba a James de la mano, porque no quería ir con los demás. Eso de inventarse diferencias, le parecía una tontería muy, muy grande; ya era bastante diferente la gente sin necesidad de hacer más grandes las diferencias de lo que eran. Las diferencias de verdad, pensaba, junto a la ventana del salón, ya son pero que muy profundas, demasiado. En aquel momento pensaba en las diferencias entre ricos y pobres, superiores e inferiores; los de alta cuna recibían de ella, medio a contrapelo, su respeto, porque también corría por sus venas sangre de aquella noble, aunque algo legendaria, casa italiana, cuyas hijas, repartidas por los salones ingleses a lo largo del siglo XIX, habían ceceado con tanto encanto, y se habían divertido tan alocadamente; y todo su ingenio, aspecto y temperamento procedían de ellas, y no de las indolentes inglesas, ni de las frías escocesas; pero el otro problema lo rumiaba con más detenimiento: ricos y pobres; lo que veía con sus propios ojos, todas las semanas, a diario, aquí o en Londres, cuando visitaba a esa viuda, o iba en persona a ver a aquella esposa luchadora, con la cesta bajo el brazo, con el cuaderno y ese lapicero con el que anotaba en columnas cuidadosamente trazadas los ingresos y los gastos, el empleo y el paro, con la esperanza de dejar de ser una ciudadana particular cuya caridad fuese un ejercicio sentimental para justificarse ante sí misma, o fuese un remedio que curase su curiosidad, y se convirtiese en aquello que su mente nada adiestrada más admiraba: en una investigadora, en alguien que se ocupara de resolver en serio los problemas sociales.

Problemas irresolubles, se le antojaban, allí, en pie, mientras llevaba a James de la mano. La había seguido hasta el salón, el joven ese del que se reían; estaba junto a la mesa, enredando con algo, torpe, se sentía extraño; sabía todo eso sin necesidad de mirar. Se habían ido todos -los niños, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus Carmichael, Mr. Ramsay-, se habían ido todos. De forma que se volvió con un suspiro,

y dijo: «No se aburrirá si le pido que me acompañe, ¿verdad, Mr. Tansley?»

Tenía que hacer un recado en el pueblo; tenía que escribir una o dos cartas, tardaría unos diez minutos; tenía que ponerse el sombrero. Diez minutos más tarde, con la cesta y el sombrero, ahí estaba de nuevo, daba la impresión de estar preparada, preparada para una excursión, que, no obstante, debía aplazar un momento, al pasar por el campo de tenis, para preguntar a Mr. Carmichael, que tomaba el sol con los ojos entomados, amarillos ojos de gato, que al igual que los de los gatos parecían reflejar el movimiento de las ramas o el paso de las nubes, pero no mostraban señal alguna de ninguna clase de pensamiento o de emoción, ni si quería algo.

Porque se trataba de una expedición de las de verdad, dijo ella, riéndose. Iban al pueblo. «¿Sellos, papel de cartas, tabaco?», dijo, detenida junto a él. Pero no, no necesitaba nada. Tenía las manos cruzadas sobre la espaciosa panza, parpadeó, como si hubiera querido corresponder a su amabilidad (era seductora, aunque algo nerviosa), pero fuera incapaz, hundido como estaba en una somnolencia verdegrís en la que incluía a todos, sin necesidad de palabras, en un vasto y benévolo letargo de buenas intenciones, y en el que cabía toda la casa, todo el mundo, porque había dejado caer en el vaso, a la hora del almuerzo, unas gotas de algo que, según los niños, explicaba la presencia de las brillantes hebras de color amarillo canario de la barba y el bigote, los cuales eran, si no se contaban esas hebras, blancos como la leche. No necesitaba nada, susurró.