– Ah, Mr. Tansley -dijo-, lléveme al Faro. Me encantaría ir.
Mentía para que él lo advirtiera. No decía lo que pensaba, para fastidiarlo, por algún motivo. Se reía de él. Llevaba los viejos pantalones de franela. No tenía otros. Se sentía mal, aislado, solo. Sabía que ella intentaba tomarle el pelo por algún motivo; no quería ir al Faro con él; lo despreciaba, al igual que Prue Ramsay, igual que todos los demás. Pero no iba a consentir que unas mujeres le hicieran pasar por tonto, así es que se dio la vuelta en la silla, miró por la ventana, con un movimiento brusco, y con grosería le dijo que haría demasiado malo para ella mañana. Se mareará.
Le molestaba que ella le hubiera hecho hablar así, porque Mrs. Ramsay estaba escuchando. Si pudiera estar en la habitación, trabajando, pensaba, entre libros. Sólo ahí se hallaba a gusto. Nunca había debido ni un penique a nadie; desde los quince años no le había costado a su padre ni un penique; incluso había ayudado a los de casa con sus ahorros; pagaba la educación de su hermana. No obstante, sí que le habría gustado saber contestar a Miss Briscoe de forma correcta, le habría gustado no haber respondido de esa forma tan tosca. «Se mareará.» Le gustaría haber podido pensar algo que decir a Mrs. Ramsay, algo que demostrara que no era sólo un pedantón. Eso es lo que se pensaban que era. Se dirigió hacia ella. Pero Mrs. Ramsay hablaba con William Bankes de gente a quien él no conocía.
– Sí, ya puede llevárselo -dijo, interrumpiendo la conversación con Mr. Bankes, para dirigirse a la sirvienta-. Debe de hacer quince, no, veinte años, que no la veo -decía, dándole la espalda, como si no pudiera perder ni un minuto de esta conversación, absorta, al parecer, en lo que decían. ¡Así que había tenido noticias de ella esta misma tarde! Carrie, ¿vivía todavía en Marlow?, ¿todo seguía igual? Ay, recordaba todo como si hubiera ocurrido ayer: lo de ir al río, el frío. Pero si los Manning decidían ir a algún sitio, iban. ¡Nunca olvidaría cuando Herbert mató una avispa con una cucharilla en la orilla del río! Todo seguía como entonces, murmuraba Mrs. Ramsay, deslizándose como un fantasma entre las sillas y mesas de aquel salón junto a las orillas del Támesis donde hacía veinte años había pasado tanto, ay, tanto frío; pero ahora regresaba como un fantasma; y se sentía fascinada, como si, aunque ella hubiera cambiado, sin embargo, aquel día concreto, ahora tranquilo y hermoso, se hubiera conservado allí, durante todos estos años. ¿Le había escrito la propia Carrie?, le preguntó.
– Sí, me cuenta que están preparando un nuevo salón para el billar -dijo. ¡No! ¡No! ¡Eso es imposible! ¡Preparar un nuevo salón para el billar! A ella le parecía imposible.
Mr. Bankes no advertía que hubiera nada tan raro en ello. Ahora estaban en muy buena situación económica. ¿Quería que le diera recuerdos a Carne?
– ¡Ah! -exclamó Mrs. Ramsay, con un leve sobresalto. No -añadió, pensando en que no conocía a esta Carrie que se hacía preparar una nueva sala para el billar. Pero cuán extraño era, repitió, ante la divertida sorpresa de Mr. Bankes, que todo siguiera igual allí. Porque era algo extraordinario pensar que habían podido seguir viviendo allí todos estos años, cuando ella no había pensado en ellos ni una sola vez. Lo llena de acontecimientos que había estado su propia vida duran- te este mismo tiempo. Aunque quizá Carrie Manning tampoco había pensado en ella. Era una idea rara, le disgustaba.
– La gente pierde las relaciones muy pronto -dijo Mr. Bankes, sintiendo, no obstante, cierta satisfacción porque él sí que conocía tanto a los Manning como a los Ramsay. Él no había olvidado las relaciones, pensó, dejando la cuchara, y limpiándose escrupulosamente los labios. Pero quizá él no era un hombre común, pensó, respecto de estos asuntos; nunca le gustó atarse a una rutina. Tenía amigos entre toda clase de gentes… Mrs. Ramsay tuvo que interrumpir la atención para decirle algo a la sirvienta acerca de que mantuvieran la comida caliente. Por esto es por lo que prefería cenar solo: estas interrupciones le fastidiaban. Bueno, pensaba Mr. Bankes, con una actitud fundada en una cortesía exquisita, y extendiendo los dedos de la mano izquierda sobre el mantel, al igual que un mecánico examina una herramienta reluciente y dispuesta para ser usada en un intervalo de ocio, tales son los sacrificios que hay que hacer por los amigos. A ella no le habría gustado que rechazara la invitación. Pero no le había merecido la pena. Mientras miraba la mano, pensaba en que si hubiera cenado solo, en estos momentos, estaría a punto de haber concluido, ya podría estar trabajando. Sí, una tremenda pérdida de tiempo. Todavía no habían llegado todos los niños.
– ¿Podría subir alguien a la habitación de Roger? -decía Mrs. Ramsay. Qué insignificante era todo esto, qué aburrido es todo, pensaba él, comparado con lo otro, con el trabajo. Aquí estaba, tabaleando con los dedos sobre el mantel, cuando podría estar… vio su propio trabajo como a vista de pájaro. ¡Vaya si era perder el tiempo! Aunque, es una de mis más antiguas amigas. Debo de ser uno de los fieles. Pero ahora, en este preciso momento la presencia de ella no le decía nada; su belleza lo dejaba indiferente; lo de estar sentada junto a la ventana con el niño: nada, nada. Deseaba estar solo, y coger de nuevo el libro. Se sentía incómodo, se sentía falso; lo hacía sentirse así el hecho de estar sentado junto a ella, y no sentir nada. Lo cierto es que él no disfrutaba con la vida familiar. Cuando se hallaba uno en estas circunstancias es cuando se preguntaba, ¿es para que progrese la raza humana para lo que se toma uno tantas molestias? ¿Es eso tan deseable? ¿Somos una especie atractiva? No tanto, pensaba, mirando a los desaseados niños. Su favorita, Cam, pensaba, estaba en la cama. Preguntas necias, preguntas vanas, preguntas que no se hacían cuando había algo que hacer. ¿Es esto la vida? ¿Es aquello? No había tiempo para pensar cosas como ésa. Pero aquí estaba haciéndose estas preguntas, porque Mrs. Ramsay daba instrucciones a las criadas, y también porque le había llamado la atención, pensando en la reacción de Mrs. Ramsay al enterarse de que Carne Manning seguía viva, que las amistades, incluso las mejores, fueran tan frágiles. Nos separamos insensiblemente. Se lo reprochó de nuevo. Estaba sentado junto a Mrs. Ramsay, y no había nada que decir, no sabía qué decirle.
– Cuánto lo siento -dijo Mrs. Ramsay, dirigiéndose por fin a él. Se sentía envarado y estéril, como un par de zapatos que se hubieran mojado, y luego se hubieran secado, y fuera imposible meter los pies en ellos. Pero no hay remedio, hay que meter los pies. Tenía que obligarse a hablar. Si no tenía cuidado, ella advertiría su falsedad: que ella no le importaba nada; y eso no sería nada grato, pensaba. De forma que, con cortesía, dirigió la cabeza hacia ella.
– Cómo debe de detestar cenar en medio de este tumulto -le dijo, sirviéndose, como solía hacer cuando tenía la cabeza en otra cosa, de sus modales de alta sociedad. Cuando había una disputa de idiomas en alguna reunión, la presidencia recomendaba, para lograr la armonía, que se usara sólo el francés. Quizá el francés no era muy bueno. Puede que en francés no se hallen las palabras del pensamiento que se quería expresar; sin embargo, hablar francés impone una suerte de orden, cierta uniformidad. Contestándole en la misma lengua, Mr. Bankes dijo:
– No, no, de eso nada.
Mr. Tansley, que no conocía de esta lengua ni siquiera sus más conocidos monosílabos, tuvo la sospecha de que no era sincero. Vaya si decían tonterías, pensó, los Ramsay; y se abalanzó sobre este nuevo ejemplo con alegría, redactando mentalmente una nota, que un día de éstos leería a uno o dos de sus amigos. Entonces, en compañía de quienes le permitían a uno decir lo que quisiera, describiría de forma sarcástica lo de «la temporada con los Ramsay», y las necedades que decían. Merecía la pena ir una vez, diría, pero no repetir. Qué aburridas eran las mujeres, diría. Desde luego, Ramsay se lo merecía, por haberse casado con una mujer hermosa, y por haber tenido ocho hijos. Sería algo parecido a esto, pero ahora, en este momento, sentado, con un asiento vacío junto a él, nada parecido a esto había ocurrido. Todo eran jirones y fragmentos. Se sentía extremadamente, incluso físicamente, incómodo. Quería que alguien le diera la oportunidad de reafirmarse. Lo necesitaba con tanta urgencia que hacía movimientos nerviosos sobre la silla, miraba a una persona; luego, a otra; intentaba participar en la conversación, abría la boca, volvía a cerrarla. Hablaban de las pesquerías. ¿Por qué nadie le preguntaba su opinión? ¿Qué sabían ellos de pesquerías?