Lily Briscoe se daba cuenta de todo. Sentada frente a él, ¿no veía, como en una radiografía, en la oscura tiniebla de su carne, las costillas y fémures del deseo del joven de hacerse visible: esa delgada niebla con la que la convención había recubierto su deseo de participar en la conversación? Pero pensaba, entrecerrando los rasgados ojos, y recordando que se burlaba de las mujeres, «no saben pintar, no saben escribir», ¿por qué tengo que ayudarle a consolarse?
Hay un código de conducta, ella lo sabía, en cuyo artículo séptimo (debe de ser) se dice que en ocasiones como ésta compete a la mujer, se dedique a lo que se dedique, ir a ofrecer ayuda al joven que se siente enfrente de ella, para que pueda exhibir y aliviar los fémures, las costillas de su vanidad, su urgente deseo de afirmarse; como, en verdad, es deber de ellos, reflexionaba, con su honradez de solterona, ayudarnos, por ejemplo, en el caso de que el metro se incendiara. En ese caso, ciertamente, esperaría que Mr. Tansley me rescatase. Pero ¿qué pasaría si ninguno de los dos hiciéramos lo que se esperaba? Se sonrió.
– No querrás ir al Faro, ¿no?, ¿Lily? -dijo Mrs. Ramsay-. Acuérdate del pobre Mr. Langley; ha dado la vuelta al mundo en varias ocasiones, pero me confesó que nunca lo había pasado tan mal como cuando mi marido lo llevó allí. ¿Es usted buen marino, Mr. Tansley? -preguntó.
Mr. Tansley levantó un martillo, lo blandió en el aire, pero, al bajarlo, dándose cuenta de que no debía aplastar una mariposa con semejante instrumento, sólo dijo que no se había mareado nunca. Pero en esa oración, compacta como la pólvora, había dejado otra información: que su abuelo había sido marino; su padre era farmacéutico; y él se había labrado su propio futuro con sus propios medios; estaba muy orgulloso de ello; él era Charles Tansley, algo de lo que al parecer nadie se daba cuenta, aunque muy pronto todos lo sabrían. Su desdén los contemplaba desde una gran distancia de ventaja. Hasta casi podía sentir pena por estas personas tan finas, con su cultura, que uno de estos días ascenderían al cielo como balas de algodón o barricas de manzanas; muy pronto, mediante la pólvora que había en el interior de Charles Tansley.
– ¿Me llevará Mr. Tansley? -dijo Lily, con rapidez, con amabilidad, porque, por supuesto, si Mrs. Ramsay le hubiera dicho, como, de hecho, le había dicho: «Me ahogo, querida, en un mar de llamas. A menos que apliques algún ungüento balsámico en este momento, y le digas algo amable a ese joven de ahí, la vida se estrellará contra los arrecifes: a decir verdad ya oigo chirridos y murmullos. Tengo los nervios tensos como cuerdas de violín. Un toque más, y saltan», cuando Mrs. Ramsay hubo dicho todo esto, con la mirada, por supuesto, no menos de cincuenta veces, Lily tuvo que renunciar al experimento -qué es lo que sucedería si decidiera no ser buena con aquel joven-, y decidió ser buena.
Juzgando adecuadamente el cambio de humor -ahora se dirigía hacia él de forma amistosa-, se aplacó su ataque de egotismo, y le dijo que se había caído de una barca cuando era un bebé; y que su padre había tenido que pescarlo con un bichero; y que así es como había aprendido a nadar. Tenía un tío torrero en algún faro escocés, dijo. Había estado con él en una ocasión, durante una tempestad. Esto lo dijo en voz alta, durante un silencio. Escucharon todos que había acompañado a su tío en un faro durante una tempestad. Ay, pensaba Lily Briscoe, al ver que la conversación seguía este curso tan prometedor, advirtió que Mrs. Ramsay le estaba agradecida (porque Mrs. Ramsay se sintió autorizada a hablar de nuevo con quien quisiera), ay, pensaba, pero ¿cuánto me habrá costado esta gratitud? No había sido sincera.
Había recurrido al truco de siempre: ser buena. Nunca lo conocería. Y él nunca la conocería a ella. Las relaciones humanas eran siempre así, pensaba, y eran peores (salvando a Mr. Bankes) las relaciones entre hombres y mujeres; inevitablemente, aquéllas eran siempre muy insinceras. Entonces vio con el rabillo del ojo el salero, que había dejado ahí para que le recordara algo, y recordó que el día siguiente tenía que colocar el árbol en una posición central, y se sintió tan animada al pensar en que al día siguiente podría pintar que se rió en voz alta de lo que Mr. Tansley estaba diciendo. Que no deje de hablar en toda la noche si lo desea.
– Pero ¿cuánto tiempo tienen que estar en el Faro? -preguntó. Él se lo dijo. Estaba sorprendentemente bien informado. Como estaba agradecido, como le gustaba ella, como empezaba a divertirse, era el momento, pensó Mrs. Ramsay, de regresar a aquel lugar soñado, aquel lugar irreal pero fascinante, el salón de los Manning de hace veinte años; donde una podía moverse sin problemas ni preocupaciones, porque no había un futuro del cual preocuparse. Sabía cómo les había ido a cada uno de ellos, y cómo le había ido a ella. Era como releer un buen libro, porque sabía cómo acababa el cuento, porque había ocurrido hacía veinte años, y la vida, que se derramaba profusamente incluso en esta sala, sabe Dios hacia dónde, estaba allí sellada, y era como un lago, apacible, contenida en el interior de las orillas. Decía que habían preparado una sala para el billar, ¿era cierto? ¿Querría William seguir hablando de los Manning? Ella sí quería. Pero no, había algún motivo por el cual él ya no se sentía nada animado. Lo intentó. Pero él no respondió. No podía obligarlo. Se sintió decepcionada.
– Estos chicos son una desgracia -dijo, con un suspiro. Él dijo algo acerca de que la puntualidad es una de esas virtudes menores que sólo se adquieren cuando uno ya no es niño.
– Si se adquiere -dijo Mrs. Ramsay con el único fin de rellenar un vacío, pensando en que Lily estaba convirtiéndose en una solterona. Consciente de su traición, consciente del deseo de ella de hablar de algo más íntimo, pero sin ganas de hacerlo, se le representaron todas las cosas desagradables de la vida: estar allí sentada, esperando. Quizá los demás estuvieran contando algo interesante, ¿de qué hablaban?
Que la temporada de pesca había sido mala, que los hombres emigraban. Hablaban de salarios y del paro. El joven insultaba al Gobierno. William Bankes, pensando en lo satisfactorio que era poder dedicarse a algo semejante cuando la vida íntima era desagradable, le oyó decir que se trataba de «uno de los decretos más escandalosos de este Gobierno». Lily escuchaba, Mrs. Ramsay escuchaba, todos escuchaban. Pero, ya aburrida, Lily pensaba en que había algo de lo que carecían esas palabras; Mrs. Bankes pensaba en que faltaba algo. Mientras se recogía el chal, Mrs. Ramsay pensaba en que faltaba algo. Todos ellos, escuchando atentamente, pensaban: «a los cielos pido que no tenga que dar mi verdadera opinión sobre esto»; porque todos pensaban: «Los demás se sienten igual. Están irritados e indignados con el Gobierno por lo de los pescadores, pero, yo, en el fondo, no siento nada acerca de ello.» Pero quizá, pensaba Mr. Bankes, mirando a Mr. Tansley, sea éste el hombre. Siempre se esperaba al hombre. Había siempre una oportunidad. En cualquier momento podía aparecer un nuevo dirigente; un hombre genial, porque la política no dejaba de ser como las demás actividades. Probablemente a nosotros, los anticuados, nos parecerá desagradable, pensaba Mr. Bankes, intentando ser comprensivo; porque sabía, a través de una curiosa sensación física, como si se le encresparan los nervios de la columna vertebral, que era parte interesada, en cierta medida, porque tenía celos; en parte, más probablemente, por su trabajo, por sus opiniones, por su ciencia; y por lo tanto no era persona muy receptiva, porque Mr. Tansley parecía decir: Han desperdiciado ustedes sus vidas. Están equivocados todos ustedes. Pobres viejos caducos, se han quedado ustedes en el pasado. Parecía demasiado poseído, este joven; y no tenía modales. Pero Mr. Bankes se vio obligado a reconocer que tenía valor, tenía talento, manejaba los datos con aplomo. Quizá, pensaba Mr. Bankes, mientras Mr. Tansley insultaba al Gobierno, haya mucho de cierto en lo que dice.