Выбрать главу

Resopló con desdén. Pensaba de este compromiso lo que pensaba de todos los compromisos: que la chica valía demasiado para el joven del que se tratara. Lentamente ella comenzó a pensar: ¿por qué querer que se case la gente? ¿Cuál es el valor, el sentido de las cosas? (Las palabras que se dijeran ahora serían la verdad.) Di algo, pensaba ella, con el único deseo de escuchar la voz de él. Porque la sombra, aquella cosa que los incluía a todos, comenzaba a cerrarse sobre ella de nuevo. Di algo, le suplicaba mudamente, mientras lo miraba, como si le pidiera ayuda.

Él callaba, mientras movía la brújula de un lado a otro suspendida de su cadena, mientras pensaba en las novelas de Scott y en las novelas de Balzac. Pero a través de las paredes crepusculares de su intimidad, porque estaban acercándose, involuntariamente, cada vez más juntos, uno al lado del otro, ella sentía la mente de él como una mano que se alzara y dejara su mente en sombras. Él estaba empezando, ahora que sus pensamientos tomaban un rumbo que a él no le gustaba «pesimismo» lo llamaba él-, a tabalear con los dedos; pero no dijo nada: se llevaba la mano a la frente, enredaba con un rizo del cabello, lo dejaba.

– No acabas el calcetín esta noche, ¿no? -dijo señalando la labor. Eso es lo que ella quería: la asperidad con la que su voz la censuraba. Si dice que está mal ser pesimista, probablemente esté mal, pensaba ella; seguro que el matrimonio saldrá bien.

– No -contestó, alisando el calcetín sobre la rodilla-, no lo termino.

Entonces, ¿qué? Porque se daba cuenta de que él se la había quedado mirando, pero había cambiado la forma de mirar. Quería algo: quería algo difícil de cumplir para ella: quería que ella le dijera que lo amaba. Eso no, no podía. Lo de hablar era mucho más fácil para él que para ella. El sabía decir las cosas; ella, no. Era tan natural que él dijera las cosas; luego, a saber por qué, a él no le gustaba esto, y se lo reprochaba a ella. Decía que era una mujer sin corazón, que nunca le decía que lo amaba. Pero no era eso, no era eso. Era sólo que ella no sabía expresar lo que sentía. ¿No se le habrían quedado migas en la chaqueta? ¿No podía ayudarle? Se levantó, se acercó a la ventana, llevaba en las manos el calcetín de color castaño rojizo, en parte para alejarse de él, en parte porque ahora no le importaba contemplar, mientras él la miraba, el Faro. Porque sabía que él la había seguido con la mirada, la miraba. Sabía también en qué pensaba. Estás más hermosa que nunca. Se sintió muy hermosa. ¿No vas a decirme ni una vez siquiera que me amas? Eso es lo que él estaba pensando, porque estaba nervioso, con lo de Minta y su libro, y porque el día se acababa, y porque habían discutido por lo del Faro. Pero no sabía hacerlo, no sabía decirlo. Entonces, sabiendo que él la miraba, en lugar de decir nada, se dio la vuelta, con el calcetín, se quedó mirándolo. Mientras lo miraba, comenzó a sonreír, porque aunque no había dicho una palabra, él sabía, claro que lo sabía, que ella lo amaba. No podía negarlo. Sin dejar de sonreír, miró por la ventana, y dijo (pensando para sí, No hay nada en la tierra semejante a esta felicidad…):

– Sí, tenías razón. Mañana lloverá -no llegó a decirlo, pero él lo sabía. Lo miró sonriendo. Porque ella había vuelto a triunfar.

II PASA EL TIEMPO

1

– Habrá que esperar a ver qué trae el futuro -dijo Mr. Bankes, que venía de la tenaza.

– Casi no se puede ver de oscuro que está -dijo Andrew, que llegaba de la playa.

– Casi no se distingue la tierra del mar -dijo Prue.

– ¿Dejamos encendida la luz? -dijo Lily mientras se quitaban los abrigos en el interior.

– No -dijo Prue-, no si estamos todos.

– Andrew -gritó Lily-, apaga la luz del recibidor.

Una tras otra se apagaron todas las luces, excepto la de Mr. Carmichael, a quien le gustaba quedarse despierto un buen rato, leyendo a Virgilio, y cuya vela seguía ardiendo un rato después de que las demás se hubieran apagado.

2

Cuando todas las velas se hubieron apagado, la luna se ocultó, y con el tabaleo de una lluvia muy fina sobre el tejado descendió una inmensa oscuridad. Nada, se diría, podría sobrevivir a esta inundación, a esta profusión de oscuridad que, introduciéndose por los ojos de cerraduras y grietas, por debajo de las persianas, penetraba en los dormitorios, se tragaba aquí una jarra con su palangana; allí, un jarrón de dalias amarillas; y más allá, las nítidas aristas y la mole de una cómoda. No sólo eran los muebles los que se disolvían; apenas quedaba nada, mente o carne, de lo que pudiera decirse: «Esto es ella», o «Esto es él». A veces se alzaba una mano, como si fuera a agarrar algo, o a protegerse de algo, o alguien gruñía, o alguien se reía en voz alta, como si compartiera algún chiste con la nada.

Nada se movía en el salón, ni en el comedor, ni en la escalera. Sólo atravesando los goznes oxidados, y por entre la hinchada madera, húmeda del mar, ciertos aires, separados del cuerpo de los vientos (la casa, después de todo, estaba deteriorada), sorteaban las esquinas, y se aventuraban a entrar. Casi podían verse con la ayuda de la imaginación, entrando en el salón, preguntando, admirándose de todo, jugando con el desprendido papel de la pared, preguntándose ¿durará mucho?, ¿cuándo se caerá? Casi podían verse rozando delicadamente las paredes, meditando mientras pasaban, como si se preguntaran si las rosas rojas y amarillas del papel se marchitarían, y preguntándose también (con calma, disponían de mucho tiempo) por las cartas rotas de la papelera, por las flores, por los libros, todos abiertos para ellos, que acaso se preguntarían a su vez: ¿Son aliados estos vientos? ¿Son enemigos? ¿Cuánto tiempo resistirían el sufrimiento?

Guiaba estos vientos alguna luz fortuita de cualquier estrella que luciera de repente, o la luz de un barco errante, o del Faro incluso, cuya pálida huella caía sobre la escalera y la estera; y la luz hacía subir las escaleras a los vientecillos, que investigaban en las puertas de los dormitorios. Pero seguro que ahí tenían que detenerse. Aunque todo lo demás pereciera y desapareciera, aquí había algo permanente. Aquí se les podría decir a esas luces escurridizas, a esos aires torpes, que alientan y se ciernen sobre las propias camas, aquí hay algo que no podéis tocar ni destruir. Tras de lo cual, cansados, fantasmales, como con dedos de pluma, y con la delicada insistencia de las plumas, mirarían una sola vez a los ojos cerrados, a los dedos apenas flexionados, se recogerían la ropa, y, cansados, desaparecerían. Así, investigando, rozando todo, llegaban hasta la ventana del rellano, hasta los dormitorios del servicio, hasta los cuartos del ático; descendían, descoloraban las manzanas de la mesa del comedor, se enredaban con los pétalos de las rosas, juzgaban el dibujo del caballete, rozaban la estera, y traían un soplo de arena al suelo. Al cabo, desistían a la vez, y cesaban de moverse a la vez, suspiraban a la vez, y, a la vez, exhalaban su suspiro de queja carente de sentido, al que contestaba la puerta de la cocina, que se abría de par en par, para dar paso a la nada, dando un portazo.

[Aquí, Mr. Carmichael, que leía a Virgilio, apagaba la vela. Era más de media noche.]

3

Pero, después de todo, ¿qué es una noche? Un espacio muy breve, especialmente cuando oscurece tan temprano, y muy pronto comienzan a cantar los pájaros, los gallos, o a encenderse un débil color verde, o es una hoja la que se da la vuelta en el seno de la ola. La noche, sin embargo, sigue a la noche. El invierno tiene una baraja de noches, y las reparte con justicia, todas iguales; reparte con dedos incansables. Las hay largas y cerradas. Algunas exhiben en lo alto claros planetas, platos brillantes. Los árboles del otoño, expoliados, reciben el reflejo de las deterioradas baldosas que se hallan en los sombríos y fríos nichos de la catedral donde letras de oro sobre páginas de mármol describen las muertes en la batalla, y describen cómo blanquean y arden unos huesos allá lejos, en los desiertos de la India. Los árboles del otoño brillan bajo la luna amarilla, la luz de la luna del equinoccio, la luz que alegra el esfuerzo del trabajo, que pule el rastrojo, que obliga a las olas a lamer la orilla.