«Buenas tardes, Mrs. McNab», solía decir.
La trataba bien. Les caía bien a las niñas. Pero, sí, habían cambiado muchas cosas desde entonces (cerró el cajón); muchas familias habían perdido a sus seres más queridos. Ella había muerto; a Mr. Andrew lo habían matado; Miss Prue también había muerto, decían, al dar a luz; pero todo el mundo había perdido a alguien durante estos años. Los precios habían subido de una forma lamentable, y no bajaban. Sí que la veía todavía con aquel guardapolvo gris.
«Buenas tardes, Mrs. McNab», saludaba, y le decía a la cocinera que le ofreciese un tazón de leche, se daba cuenta de que lo necesitaba, cargada con la pesada bolsa por toda la cuesta desde el pueblo. Todavía la veía, inclinada entre las flores (y cruzaba las paredes del dormitorio, el tocador, el lavabo, desvaída e intermitente, como un rayo amarillo o el círculo al final del telescopio, una dama con un guardapolvo gris, inclinada entre las flores, y Mrs. McNab trastrabillaba y se movía mientras quitaba el polvo, mientras ordenaba las cosas).
¿Cómo se llamaba la cocinera? ¿Mildred? ¿Manan?: algo parecido. Ay, se le había olvidado: cómo se le olvidaban las cosas. Temperamental, como todas las pelirrojas. Mucho se habían reído juntas. Siempre era bien recibida en la cocina. Les hacía reír, vaya que sí. Las cosas estaban mejor entonces que ahora.
Suspiró: demasiado trabajó para una sola mujer. Movía la cabeza hacia acá, hacia allá. Este era el cuarto de los niños, pero, estaba húmedo, vaya, se caía la pintura. ¿Por qué colgaron el cráneo de ese animal ahí?, también estaba mohoso. Había ratas en el ático. Había goteras. Pero no hacían nada, no venían. Algunas cerraduras se habían estropeado, las puertas no encajaban. No le gustaría quedarse sola aquí al anochecer. Demasiado para una mujer, demasiado, demasiado. Se quejaba, gruñía. Dio un portazo. Introdujo la llave en la cerradura, cerró, se fue tras haber cerrado, dejó sola la casa.
9
La casa se quedó sola, desierta. Se quedaba como una concha en una duna de la playa: para llenarse de granitos de sal secos, ahora que la había abandonado la vida. Parecía que hubiera descendido una prolongada noche: los aires enredadores, juguetones, los aires con olor a marisma, inquietos, parecían haber triunfado. La cazuela estaba oxidada, la estera estaba deteriorada. Habían entrado sapos. Perezosamente, sin propósito definido, el chal se movía a un lado y a otro. Un cardo se había alojado entre las tejas de la despensa. Las golondrinas anidaban en el salón, el suelo estaba sembrado de paja, el yeso se caía a puñados, se veían las vigas, las ratas se llevaban esto o aquello para roerlo tras los zócalos. De las crisálidas nacían mariposas Vanesa (pavón diurna) que agitaban su vida contra el cristal de la ventana. Las amapolas se sembraban solas entre las dalias; en el césped ondeaban las altas hierbas; sobresalían alcachofas gigantes por encima de las rosas; un clavel reventón florecía entre los repollos; mientras que el delicado golpear de una hierba contra la ventana se había convertido, en las noches de invierno, en un repicar de sólidos árboles y espinosos brezos que volvían verde la habitación en verano.
¿Qué fuerza podría oponerse a la fertilidad, a la insensibilidad de la naturaleza? ¿El recuerdo de Mrs. McNab acerca de una dama, de un niño, de un tazón de leche? Había temblado sobre las paredes como el reflejo de una luz, y había desaparecido. Había cerrado la puerta con llave, y se había ido. Era superior a las fuerzas de una sola mujer, había dicho. Nunca venían. Nunca escribían. Había cosas que se pudrían en los cajones: era una verdadera pena dejarlo así, decía. La casa se había echado a perder. Sólo el rayo del Faro entraba en las habitaciones brevemente, enviaba su mirada fija sobre la cama y la pared en la oscuridad del invierno, miraba con ecuanimidad el cardo y la golondrina, la rata y la paja. Nada los detenía ahora, nada les decía que no. Que soplase el viento, que la amapola brotase donde quisiera, que el clavel confraternizase con el repollo. Que la golondrina anidase en el salón, y que el cardo desplazase las tejas, y que las mariposas tomasen el sol sobre la ajada cretona de los sillones. Que los vasos y la porcelana rotos terminen en el césped para que se enreden en ellos la hierba y las bayas silvestres.
Porque había llegado el momento, esa duda en la que el crepúsculo tiembla y la noche hace una pausa, cuando una pluma sobre un platillo inclina la balanza. Una pluma tan sólo, y la casa, hundiéndose, cayéndose, se habría vencido y se habría precipitado en la más profunda oscuridad. En la habitación destruida, habrían acampado los excursionistas con sus cazos, los amantes habrían buscado refugio en ella, el pastor habría guardado el almuerzo entre ladrillos, y el vagabundo se habría envuelto en su abrigo para protegerse del frío cuando durmiera. Después se habría hundido el tejado; los brezos y la cicuta habrían borrado el sendero, los escalones y las ventanas; habrían crecido, de forma desigual, pero lujuriosamente, sobre el montículo, hasta que algún intruso, que se hubiera extraviado, hubiera podido decir por una liliácea como una barra al rojo vivo entre ortigas, o un trozo de porcelana entre la cicuta, que ahí había vivido alguien, que ahí había habido una casa.
Si la pluma hubiera caído, si hubiera vencido la balanza hacia abajo, toda la casa hubiera caído hasta lo más profundo para hundirse en las arenas del olvido. Pero había allí una fuerza, algo no muy consciente, algo que miraba de reojo, algo que se movía de un lado a otro, algo que no había sido estimulado a trabajar con rituales muy dignos ni con cánticos solemnes. Mrs. McNab gruñía, Mrs. Bast refunfuñaba. Eran viejas, estaban entumecidas, les dolían las piernas. Por fin llegaron con escobas y cubos, se pusieron a trabajar. De repente, ¿podría Mrs. McNab arreglar la casa?, una de las jóvenes había escrito. ¿Podría hacer esto?, ¿podría hacer aquello?, todo aprisa. Pudiera ser que vinieran en verano, habían dejado todo para el final, y esperaban hallar todo como lo habían dejado. Lenta y penosamente, con cubo y escoba, barriendo, sacudiendo, Mrs. McNab, Mrs. Bast, detuvieron el avance de la decadencia y la podredumbre; rescataban del charco del Tiempo, que amenazaba con engullirlos, ya una palangana, ya una alacena; por la mañana rescataban del olvido todo el ciclo de novelas de Waverley y un juego de té; por la tarde restituían al sol y al aire una badila de latón y un juego de morillos de hierro. George, el hijo de Mrs. Bast, cazaba las ratas y cortaba la hierba. Había albañiles. Escoltado por los chirridos de los goznes, por el rechinar de las cerraduras, por los golpes y portazos de maderas hinchadas por la humedad, llegaba un laborioso y oxidado nacimiento; mientras las mujeres, inclinándose, levantándose, gruñendo, cantando, daban portazos y golpes, en el piso de arriba, en las bodegas. ¡Ay, decían, qué trabajo!