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Pero ¿por qué repetir esto una vez tras otra? ¿Por qué esa pretensión de hacer aflorar unos sentimientos de los que carecía? Había una suerte de blasfemia en ello. Todo estaba seco, ajado, consumido. No deberían haberla invitado. A los cuarenta y cuatro una no puede perder el tiempo, pensaba. Detestaba jugar a pintar. Un pincel, lo único de lo que se fiaba en este mundo de lucha, desdicha y caos: con eso no debería jugar una, ni a sabiendas, era algo que detestaba. Pero él la obligaba. No tocarás el lienzo, parecía decirle, cayendo sobre ella, hasta que no me hayas dado lo que quiero de ti. Aquí estaba una vez más, junto a ella, exigiendo, enfadado. Muy bien, pensaba Lily, desesperada, dejando caer la mano izquierda, más sencillo será darlo por concluido. Seguro que podré pintar de memoria esa luz y la expresión entusiasmada, la rapsodia, la entrega que en tantas caras de mujeres había visto (en la de Mrs. Ramsay, por ejemplo) cuando en alguna ocasión como ésta estaban bañadas -podría recordar la mirada de Mrs. Ramsay- en una efusión de consuelo, de complacencia por la recompensa que recibían, y que, aunque ella no entendiera los motivos, era evidente que les otorgaba la más suprema bienaventuranza de la que la naturaleza humana es capaz. Aquí estaba, junto a ella. Le daría lo que pudiera.

2

Parecía haber encogido, pensaba él. Le parecía algo flaca, descamada, pero era atractiva. Le gustaba. En tiempos se había hablado de que quizá acabaría casándose con William Bankes, pero luego no había pasado nada. Su esposa la quería mucho. Durante el desayuno él había perdido un poco los nervios. Pero, pero… éste era uno de esos momentos en que él era presa de esa necesidad inaplazable, una necesidad de la que no era consciente, de acercarse a cualquier mujer, de obligarla, no le importaba cómo, tan grande era la necesidad, a darle lo que quería: consuelo.

¿La cuidaban bien?, le dijo. ¿Tenía de todo?

«Sí, gracias, de todo», dijo nerviosa Lily Briscoe. No, no podía hacerlo. Debería haberse dejado arrastrar por alguna ola de efusión de consuelo: la exigencia de él era tremenda. Pero se quedó quieta. Hubo una horrible pausa. Ambos miraban la mar. ¿Por qué, pensaba Mr. Ramsay, mira la mar si estoy yo aquí? Deseaba que estuviera en calma, para que pudieran desembarcar en el Faro, dijo ella. ¡El Faro! ¡El Faro! ¿Qué tendrá eso que ver?, pensaba él con impaciencia. Al momento, con la fuerza de un ventarrón primigenio (porque él ya no pudo contenerse más tiempo), salió de él un gemido tal que cualquier otra mujer en el mundo habría hecho algo, habría dicho algo…, cualquiera, pero no yo, pensaba Lily, burlándose amargamente de sí misma, que no soy una mujer, sino seguro que soy una solterona seca, malhumorada y gruñona.

Mr. Ramsay suspiró a pleno pulmón. Esperó. ¿Es que no iba a decir nada? ¿Es que no se daba cuenta de qué quería de ella? Entonces le dijo que tenía un motivo personal para desear ir al Faro. Su mujer solía enviar cosas a los de allí. Había un pobre muchacho que tenía coxalgia, el hijo del torrero. Suspiró con todas sus fuerzas. Suspiró de modo significativo. Lo único que Lily deseaba era que esta inmensa inundación de dolor, esta insaciable hambre de consuelo, y esta exigencia de que se rindiera a él incondicionalmente, que, sin embargo, no le impedirían seguir teniendo tristezas para abastecerla durante el resto de su vida, se apartaran de ella (no dejaba de mirar hacia la casa, esperando que de ella procediera alguna interrupción), se desviaran, antes de que la arrastraran sus comentes.

«Estas excursiones -dijo Mr. Ramsay, moviendo la punta del pie sobre el suelo- son muy tristes.» Pero Lily seguía sin decir nada. (Es un mueble, es una piedra, se dijo.) «Cansan mucho», dijo, mirándose las hermosas manos, de forma tan enfermiza que a ella le vinieron náuseas (actuaba, se dijo, estaba interpretándose a sí mismo). ¿Es que no iban a aparecer nunca?, se preguntaba, ya no podía soportar más tiempo el peso de tanta tristeza, no podía soportar, ni por un momento más, los pesados ropajes del dolor (había adoptado una pose de decrepitud superlativa, incluso se movía junto a ella con algo de torpeza).

Seguía sin poder decir nada; parecía como si de repente el mundo entero se hubiera quedado vacío de objetos sobre los que poder hablar; se daba cuenta, con algo de sorpresa, de que la mirada de Mr. Ramsay parecía posarse en la hierba, y parecía descolorarla; y que esa misma mirada arrojaba un velo de luto sobre la figura placentera, soñolienta, rubicunda, de Mr. Carmichael, que leía una novela francesa sentado en una tumbona; como si una vida semejante, que mostraba desafiante su prosperidad ante todo un mundo de dolor, le provocase los más negros de los más negros pensamientos. Mírenlo, parecía decir; y mírenme; aunque, a decir verdad, lo que no dejaba de repetirse era: Piensen en mí, piensen en mí. Ay, si ese bulto pudiera acercarse aprisa, pensaba Lily; si hubiera puesto el caballete una yarda o dos más cerca de él; un hombre, cualquier hombre, hubiera detenido esta efusión, habría impedido estos lamentos. Era una mujer, eso es lo que le enfadaba; una mujer debería haber sabido cómo tratar esto. Esto, lo de quedarse muda, la desacreditaba por completo, sexualmente. Había que decir, ¿qué había que decir? ¡Ah, Mr. Ramsay! ¡Querido Mr. Ramsay! Esto es lo que Mrs. Beckwith, esa educada anciana que hacía dibujos, le habría dicho al momento, acertadamente. Pero no. Ahí estaban los dos, aislados del resto del mundo. Toda aquella inmensa compasión de sí, la necesidad de consuelo que se derramaba y extendía en charcos a sus pies, y todo lo que hacía ella, triste pecadora, era recogerse un poco la falda a la altura de los tobillos, para no mojarse. Se quedó quieta en el más completo silencio, agarrada al pincel.

¡Mil veces fueran loados los cielos! Se oían ruidos en la casa. Debían de estar acercándose James y Cam. Pero Mr. Ramsay, como si supiese que se le acababa el tiempo, ejerció sobre la solitaria figura de ella la fuerza inmensa de su pena quintaesenciada: su fragilidad, su dolor; cuando de repente, al mover la cabeza con impaciencia, con fastidio -porque, después de todo, ¿qué mujer se le iba a resistir?-, se dio cuenta de que no se había echado los cordones de los zapatos. Y eran unos señores zapatos, pensó Lily, mirándolos: esculpidos, colosales; todo lo que llevaba Mr. Ramsay, desde la deshilachada corbata hasta el chaleco en el que algunos botones estaban desabrochados, era innegablemente suyo. Los imaginaba moviéndose por la habitación por decisión propia, expresando en ausencia de él la pasión, la insolencia, el mal humor, el encanto.

«¡Qué zapatos tan bonitos!», exclamó ella. Estaba avergonzada de sí misma. Alabar los zapatos cuando él le había suplicado que consolara su alma; cuando le había mostrado las manos ensangrentadas, el corazón traspasado, y él le había pedido que se apiadara de ello, y, en lugar de eso, decir alegremente: «¡Ah, pero qué zapatos tan bonitos lleva!», merecía, y bien que lo sabía ella, ser correspondido con uno de sus repentinos rugidos de enfado, una aniquilación completa.

En lugar de esto, Mr. Ramsay sonrió. El crespón, el luto, las enfermedades, todo desapareció. Ah, sí, dijo, mostrando el pie para que lo viera ella, eran zapatos de primera calidad. Sólo había un hombre en Inglaterra que hiciera zapatos como éstos. Los zapatos son una de las mayores maldiciones que afligen a la humanidad, dijo. «El objetivo de los zapateros es -exclamó- el de dañar y torturar el pie humano.» Y además son los seres más obstinados y perversos de la humanidad. Había invertido una buena parte de su juventud en conseguir que le hicieran los zapatos como hay que hacerlos. Quería que ella se diera cuenta (levantó primero un pie; luego, el otro) de que nunca antes había visto zapatos como éstos. Además estaban hechos con el mejor cuero del mundo. El cuero, en su mayor parte, no era sino cartón y papel de estraza. Miraba complacido sus zapatos, todavía en el aire. Habían llegado, pensó ella, a una isla soleada donde habitaba la paz, reinaba la cordura, y el sol brillaba para todos por iguaclass="underline" la bendita isla de los zapatos de buena calidad. Sintió que su corazón se apiadaba de él. «Vamos a ver si sabe echar el lazo», dijo. Se burló del torpe lazo. Le enseñó uno de su invención. Una vez echado, ya no se deshacía. Anudó ella tres veces su propio zapato, tres veces lo desanudó él.