¿Por qué, en este momento tan inadecuado, cuando se inclinaba él sobre el zapato, tenía que sentirse tan afligida por la compasión que sentía hacia él? Inclinada también ella, la sangre afluía a su cara, y, pensando en su insensibilidad (lo había llamado farsante), sentía que se le llenaban de lágrimas los ojos. Así ocupado, le parecía una persona de infinita pasión. Echaba lazos. Compraba zapatos. No había forma de ayudar a Mr. Ramsay en el viaje que bacía. Pero justo ahora cuando sí quería decir algo, cuando quizá lo habría dicho, he aquí que llegaban: Cam y James. Aparecieron en la terraza. Llegaron, despacio, juntos, una pareja seria y melancólica.
Pero ¿por qué venían así? No pudo evitar sentirse enojada con ellos, podrían haber aparecido más alegres; podrían haberle ofrecido lo que, ya que ellos habían venido, ella ya no tendría el momento de ofrecerle. Porque de repente sintió un vacío repentino, una frustración. Sus sentimientos habían aparecido demasiado tarde. Se había convertido en un caballero anciano, muy distinguido, que no tenía ninguna necesidad de ella. Se sintió rechazada. Se colgó una mochila. Compartió los paquetes: eran unos cuantos, mal atados, envueltos en papel de estraza. Tenía todo el aspecto de un explorador que se preparara para una expedición. A continuación, por el camino, tras dar unas vueltas, encabezó la marcha con paso militar, con sus maravillosos zapatos, con los paquetes envueltos en papel de estraza; sus hijos iban tras él. Tenían el aspecto, pensó, de haber sido escogidos por el destino para una tarea de gran importancia; y parecían seguir la llamada del destino; eran todavía lo bastante jóvenes como para seguir de buena voluntad la estela de su padre, con obediencia, pero con una palidez que le hacía sentir que sufrían en silencio un dolor superior a sus años. Dejaron atrás el jardín, Lily pensó que estaba viendo la marcha de una procesión, una procesión ligada por un sentimiento común que la convertía, torpe y fatigada como estaba, en una reducida caravana que la impresionaba de forma extraña. De forma educada, pero muy distante, Mr. Ramsay levantó la mano a modo de saludo cuando desaparecían.
¡Qué expresión la suya!, pensó, hallando al momento la compasión que no se le había pedido que ofreciera. ¿Qué la hacía así? El pensar: una noche tras otra, suponía; pensar acerca de la realidad de las mesas de cocina, añadió, recordando el símbolo que, en la vaguedad de sus ideas acerca de los pensamientos de Mr. Ramsay, le había ofrecido Andrew. (Lo había matado en un abrir y cerrar de ojos la metralla de una granada, recordó.) La mesa era una visión, era algo austero, desnudo, duro, no ornamental. Carecía de color, era todo bordes y ángulos, era fea sin paliativos. Pero Mr. Ramsay no apartaba los ojos de ella, nunca se consentía distracciones o engaños, hasta que su cara también se deterioró, se hizo ascética, y participó de esta belleza sin ornamentos que tan profundamente la había impresionado. Recordó entonces (donde él la había dejado, todavía con el pincel en la mano) que también había habido preocupaciones que lo consumieron, no tan nobles. Ha debido de tener sus dudas acerca de esa mesa, pensaba ella; si se trataba de una mesa de verdad; si se merecía el tiempo que le dedicaba; si, después de todo, sería capaz de hallarla. Había tenido dudas, pensaba; o si no, habría exigido menos de quienes lo rodeaban. De eso es de lo que se quedaban hablando a veces hasta altas horas de la noche, pensaba; y al día siguiente Mrs. Ramsay tenía aspecto de cansancio, y Lily se enfurecía con él por cualquier cosilla sin importancia. Pero ahora no tenía con quién hablar de esa mesa, ni de los zapatos, ni de los lazos; y era como un león que buscase una presa que devorar, y había un toque de desesperación en su cara, de exageración, que a ella le preocupaba, y que le hacía estirarse la falda cuando estaba ante él. Luego recordó, se trataba de una resurrección repentina, un fulgor intenso (cuando alabó los zapatos), una recuperación repentina de vitalidad e interés en las cosas humanas ordinarias, que también cesó y se transformó (porque cambiaba incesantemente, y no ocultaba nada) en esa otra fase última que a ella le parecía nueva, y que, lo reconocía, le hacía avergonzarse de lo irritable que la volvía, cuando parecía como si él se hubiera desprendido de preocupaciones y ambiciones, y, con la esperanza del consuelo, y con el deseo de ser alabado, hubiera entrado en otra región; lo hubiera colocado, como por curiosidad, inmerso en un mudo coloquio, soliloquio o diálogo, a la cabeza de aquella mínima procesión fuera del alcance de una. ¡Qué expresión tan extraordinaria! Sonó un portazo.
3
Así que por fin se han ido, pensó, suspirando a la vez con alivio y decepción. Parecía haber regresado al momento la expresión de felicidad a su cara, como una zarza recién florecida. Se sentía curiosamente indecisa, como si una parte de ella fuera atraída hacia el polo exterior: era un día tranquilo, con algo de calina; el Faro parecía esta mañana hallarse a una gran distancia; el otro polo la fijaba al jardín con perseverancia, de forma irrevocable. Veía el lienzo como si hubiera venido flotando y se hubiera colocado blanco, sin concesiones, directamente ante ella, con su fría mirada en lugar de esta prisa e inquietud; tanta estupidez y desperdicio de emociones; la llamaba imperiosamente, y extendía por su mente en primer lugar la paz, mientras sus desordenadas sensaciones (le había dado pena que por fin se hubiera ido él, pero no le había dicho nada) se alejaran huyendo del campo; a continuación: el vacío. Se quedó con la mirada perdida en el lienzo, con su mirada blanca sin concesiones; después apartaba la miraba del lienzo, se quedaba mirando el jardín. Había algo (se quedó mirando fijamente con sus ojillos orientales, la cara llena de arrugas), algo que recordaba respecto de las relaciones de estas líneas que se cruzaban, que se cortaban entre sí, y también había algo en el volumen del seto con su verde concavidad de azules y castaños; algo que no se le había ido de la cabeza, que había anudado un lazo en su mente de forma que en momentos perdidos, involuntariamente, cuando caminaba por Brompton Road, o cuando se cepillaba el pelo, se hallaba a sí misma pintando este cuadro, mirándolo, y deshaciendo el lazo mentalmente. Pero era completamente diferente lo de imaginar las cosas alegremente lejos del lienzo, frente a la realidad de coger el pincel, y de dejar la primera huella.
Había cogido un pincel que no le convenía, por lo nerviosa que le había puesto la presencia de Mr. Ramsay; y el caballete, clavado en el suelo de cualquier forma, ofrecía un ángulo incorrecto; ahora que ya lo había puesto bien, y al hacerlo había sofocado todas las impertinencias e insignificancias que la distraían y le hacían recordar que era una persona de tal y tal forma, y que conocía a ciertas personas, movió la mano, levantó el pincel. Durante un momento se quedó temblando en un doloroso pero excitante éxtasis, detenida la mano en el aire. ¿Por dónde empezar?: éste era el problema; ¿en qué punto hacer la primera señal? La primera línea sobre el lienzo la comprometía a incontables riesgos, a decisiones con frecuencia irrevocables. Todo esto que parecía sencillo desde un punto de vista teórico, se convertía en algo muy complicado desde el punto de vista práctico; al igual que las olas ofrecerán un dibujo evidente a quien las contemple desde lo alto del acantilado, pero para el nadador que se mueva entre ellas serán valles profundos y crestas llenas de espuma. Pero había que correr el riesgo, hizo la primera mancha.