Выбрать главу

Todo estaba callado. No se oía a nadie en la casa. Vio cómo dormía el edificio en la primera luz de la mañana, con las ventanas verdes y azules por los reflejos de las hojas. Los delicados pensamientos que había dirigido hacia Mrs. Ramsay parecían rimar con esta casa silenciosa, este humo, este fresco aire del amanecer. Tenue e irreal, este aire era, sin embargo, sorprendentemente puro y embriagador. Confiaba en que nadie abriera una ventana, o saliera de la casa, para que la dejaran en paz con sus pensamientos, para poder seguir pintando. Se volvió al lienzo. Pero, impulsada por alguna clase de curiosidad, atraída por el remordimiento de la compasión que no había sabido manifestar, se acercó unos pasos hasta el borde del jardín, para ver si se veía, abajo, en la playa, cómo se hacía a la mar el grupito. Allí abajo, donde estaban las barcas, algunas tenían las velas recogidas, otras se alejaban poco a poco; era un día de una gran bonanza; había una que se había apartado de las demás. Estaban desplegando la vela en este momento. Decidió que en aquella remota barquita completamente silenciosa se hallaba Mr. Ramsay con Cam y James. Ya habían desplegado la vela, tras unos movimientos de duda, las velas cogieron aire, envueltas en un profundo silencio, y observó cómo la barquita se hacía a la mar con toda deliberación, y dejaba atrás a las demás barcas.

4

Las velas se movían sobre sus cabezas. El agua bañaba los costados de la barca, soñolienta e inmóvil bajo el sol. De vez en cuando las velas se agitaban con una leve brisa, pero cesaba la brisa y cesaba el movimiento. La barca estaba inmóvil. Mr. Ramsay estaba sentado en medio de la barca. Dentro de poco daría señales de impaciencia, pensaba James; y Cam también lo pensaba, mientras miraba a su padre, sentado en medio de la barca, entre ellos (James llevaba el timón, Cam estaba sentada en la proa), con las piernas recogidas. Detestaba perder el tiempo. Seguro que dentro de unos segundos diría algo del niño de los Macalister, que sacó los remos y empezó a remar. Pero su padre, tras unos movimientos nerviosos, lo sabían, sólo se habría quedado contento si hubieran ido volando. No dejaba de buscar una brisa, moviéndose nervioso, diciendo cosas en voz baja, que Macalister y el hijo de Macalister podían oír, y ambos podían sentirse muy mal. Les había hecho venir. Los había obligado. Como estaban enfadados, esperaban que no soplara el viento, que todo le saliera mal, porque los había obligado a ir en contra de su voluntad.

Al bajar a la playa, se habían rezagado, aunque les decía: «Venga, venga», pero sin palabras. Miraban al suelo, como si les hiciera bajar las cabezas una galerna implacable. No podían hablarle. Tenían que caminar, tenían que seguirlo. Tenían que seguirlo con los paquetes envueltos en papel de estraza. Pero habían prometido solemnemente, en silencio, mientras caminaban codo con codo, ayudarse y mantener esta gran alianza: enfrentarse con la tiranía hasta morir. Y allí estaban sentados, una en un extremo de la barca, el otro en el opuesto, callados. No decían nada, sólo lo miraban de vez en cuando, sentado, con las piernas recogidas, el ceño fruncido y los movimientos nerviosos, bisbiseando y hablando solo en voz baja, y esperando impaciente a que soplara el viento. Y ellos querían que siguiera la calma. Querían que le saliera mal. Querían que la excursión fuera un completo fracaso, y que tuvieran que regresar, con los paquetes, a la playa.

Pero ahora, después de que el hijo de Macalister hubiera remado un poco, las velas giraron lentamente, la barca cogió velocidad, se enderezó, salió volando. Inmediatamente, como si se le hubiera quitado de encima un gran peso, Mr. Ramsay estiró las piernas, sacó la petaca, la ofreció con un gruñido a Macalister, y se sintió, se dieron cuenta, muy contento. Ahora ya podían seguir navegando así durante horas, y Mr. Ramsay le haría una pregunta al bueno de Macalister -quizá sobre la galerna del anterior invierno-, y el bueno de Macalister le respondería, y fumarían juntos las pipas, y Macalister cogería una cuerda embreada e intentaría deshacer o hacer un nudo, y el muchacho se dedicaría a pescar, y no dirían ni una sola palabra. James se sentiría en la obligación de no despegar la vista de la vela. Porque si lo olvidaba, la vela se desinflaría, se quedaría fláccida, la barca perdería velocidad, y Mr. Ramsay diría enfadado: «¡Cuidado! ¡Cuidado!» Y el bueno de Macalister, lentamente, miraría hacia atrás. Oyeron cómo le hacía la pregunta sobre la galerna de la pasada Navidad. «Entró por allí», dijo el bueno de Macalister, describiendo la galerna de Navidad, diez barcos buscaron refugio en la bahía; vio «uno ahí, otro allí, otro más allá» (señalaba despacio hacia la bahía. Mr. Ramsay seguía la explicación, volvía la cabeza hacia atrás). Había visto tres hombres aferrados a un mástil. Luego acabó la tempestad. «Por fin la echamos», siguió (pero enfurecidos, callados, sólo cogían alguna palabra de vez en cuando; estaban sentados en los extremos de la barca, unidos por el juramento de luchar contra la tiranía hasta la muerte). Por fin la habían expulsado, habían botado la barca de salvamento, y la habían llevado hasta más allá de la punta… Macalister contaba la historia; y aunque sólo oían alguna palabra de vez en cuando, eran muy conscientes todo el tiempo de la presencia de su padre: cómo se inclinaba hacia delante, cómo su voz armonizaba con la de Macalister; cómo, al chupar de la pipa, y mirando aquí y allá, hacia donde señalaba Macalister, disfrutaba con la idea de la galerna, y de la noche oscura, y de los pescadores luchando. Le gustaba que los hombres trabajaran y se esforzaran en la playa, batida por el viento, durante la noche, oponiendo los músculos y la mente contra las olas y el viento; le gustaba que los hombres trabajaran así, y que las mujeres se quedaran en casa, y se sentaran a la cabecera de las camas de los niños, mientras los hombres se ahogaban, afuera, en medio de la galerna. James podría afirmar, y Cam podría afirmar (lo miraban, se miraban entre sí), por el movimiento, por la atención, por el timbre de la voz, y por el tenue acento escocés que había adoptado, que también a él le hacía parecer un campesino, al preguntar a Macalister sobre los once barcos que se habían recogido en el interior de la bahía. Tres de ellos naufragaron.

Miraba orgulloso en la dirección que señalaba Macalister; y Cam pensaba, sintiéndose orgullosa de él, sin saber muy bien por qué, que si él hubiera estado allí, habría lanzado al agua el bote salvavidas, habría llegado hasta el barco naufragado, pensaba Cam. Era tan valiente, le gustaba tanto la aventura, pensaba Cam. Pero se acordó. Estaba el pacto. Enfrentarse con la tiranía hasta morir. Este dolor los apesadumbraba. Se les había obligado, se les había dado una orden. Los había sometido de nuevo con su malhumor y su autoridad, obligándolos a hacer lo que les decía, esta hermosa mañana; obligándolos a venir, porque así lo quería, para llevar los paquetes, al Faro; a tomar parte en estos ritos en los que le gustaba participar por el propio placer de recordar a los muertos; y ellos lo detestaban, remoloneaban tras de él, había despojado el día de todo su placer.

Sí, la brisa refrescaba. La barca se balanceaba, cortaba el agua en dos, y se derramaba en verdes cataratas, se abría en burbujas, en cascadas. Cam miraba la espuma, la mar con todos sus tesoros; la velocidad la hipnotizaba; y el pacto entre ella y James se debilitaba un poco. Comenzó a pensar: Qué aprisa se mueve. ¿Adónde vamos?, y el movimiento la hipnotizaba; mientras que James, con la mirada en la vela, en el horizonte, llevaba el timón con gesto adusto. Pero comenzaba a pensar también él que mientras llevara el timón podría escapar, podía deshacerse de todo. Podían desembarcar en cualquier parte, ser libres. Ambos, mirándose fugazmente, tuvieron una sensación de huida, de exaltación, a causa de la velocidad y del cambio. Pero la brisa traía idéntica excitación a Mr. Ramsay, y, cuando el bueno de Macalister se volvió para echar el sedal por la borda, gritó: «Morimos», y después, «a solas». A continuación, con el acceso de costumbre de arrepentimiento y timidez se contuvo, y saludó la costa con la mano.