«Mirad la casita», dijo, mientras señalaba, haciendo mirar a Cam. Ella se irguió de mala voluntad, y miró. Pero ¿cuál era? No sabría decir cuál era la casa, allí, en la falda de la colina. Todo parecía lejano, en paz y extraño. La costa parecía muy cuidada, lejana, irreal. La poca distancia que habían recorrido navegando los había alejado mucho, y le había hecho cambiar de aspecto, tenía ahora un aspecto bien cuidado, aspecto de algo que se retrae, algo en lo que uno ha dejado de participar. ¿Cuál era la casa? No sabía identificarla.
«Pero un mar más airado me acogió a mí», murmuraba Mr. Ramsay. Había hallado la casa, y al verla se había visto a sí mismo allí; se había visto paseando por la terraza, solo. Paseaba de un lado a otro entre los grandes jarrones; y se le veía muy envejecido, vencido. Aquí, sentado en la barca, se le veía vencido, se encogió, comenzó al momento a representar su papeclass="underline" el papel de un infeliz, un viudo, un desposeído; y así conjuraba todo el ejército de quienes se compadecían de él; representaba ante sí mismo, en la barca, una breve tragedia, una tragedia que le exigía estar decrépito y exhausto y tener penas (elevó las manos y vio lo descamadas que estaban, para confirmar su sueño); y a continuación le venía con abundancia la compasión de las mujeres, y se imaginaba cómo lo consolarían v se condolerían de él, y obteniendo de este sueño la idea del exquisito placer del cariño de las mujeres, suspiró, y dijo dulcemente y apesadumbrado:
Todos oyeron con claridad las tristes palabras. Cam se sobresaltó un poco. La sorprendió, se encolerizó. El movimiento atrajo la atención de su padre; hizo un movimiento involuntario; de repente, exclamó: «¡Mirad! ¡Mirad!», con tanta vehemencia que James también volvió la cabeza para mirar hacia la isla por encima del hombro. Todos miraban. Miraban hacia la isla.
Pero Cam no veía nada. Pensaba en cómo se habían borrado todos esos senderos que cruzaban el césped, densamente poblados con las vidas que habían vivido sobre ellos, habían desaparecido, eran el pasado, eran lo irreal, lo real ahora era esto: la barca y la vela con el remiendo, Macalister con los pendientes, el ruido de las olas; todo esto era lo real. Pensando en esto, murmuraba ella para sí: «Morimos, a solas», porque las palabras de su padre no dejaban de dar vueltas y más vueltas en su mente; cuando su padre, viendo que miraba como sin ver, comenzó a burlarse de ella. ¿Es que no conocía los puntos cardinales?, preguntaba, ¿la brújula? ¿No distinguía el norte del sur? ¿Es que de verdad pensaba que vivían allí? Volvía a señalar, y le mostraba dónde estaba la casa, allí, entre aquellos árboles. Le gustaría que ella fuera más precisa, le decía: «Vamos a ver, ¿dónde está el este, y dónde está el oeste?», le decía, medio riéndose de ella, medio riñéndola, porque no podía comprender qué clase de mente sería la suya, si es que no era completamente imbécil, que no conocía los puntos cardinales. Y ella no lo sabía. Y viendo cómo miraba, sin ver, pero con ojos asustados, y con la mirada dirigida hacia donde no estaba la casa, Mr. Ramsay olvidó su sueño: cómo paseaba de un lado a otro entre los jarrones de la terraza, cómo se extendían los brazos para acogerlo. Pensaba, las mujeres son siempre así; la inconcreción de sus mentes no tiene remedio; era algo que nunca había podido entender, pero así era. Así había sido ella, su propia mujer. No podían conseguir que hubiera algo que se quedara firmemente grabado en sus mentes. Pero no debía haberse enfadado con ella, lo que es más, ¿es que en el fondo no era eso lo que le gustaba de ellas? Era parte de su extraordinario encanto. Haré que ella me sonría, pensaba. Parece asustada. Era tan callada. Cerró la mano, y decidió que su voz y su cara y todos los rápidos gestos expresivos que le habían obedecido y habían hecho que le gente se apiadara de él y lo alabaran durante todos estos años se sosegaran. Conseguiría que le sonriera. Encontraría algo agradable que decirle. Pero ¿qué? Porque, absorto en sus tareas, como lo estaba, había olvidado qué clase de cosas se decían. Estaba el cachorro. Tenían un cachorro. ¿Quién lo atendía hoy?, preguntó. Sí, pensaba James implacable, viendo el perfil de la cabeza de su hermana contra la vela, ahora cederá. Se quedaría solo para luchar contra el tirano. Quedaría él solo para continuar la lucha, para hacer honor al pacto. Cam no será capaz de enfrentarse con la tiranía hasta morir, pensaba sombrío, observando la cara, triste, hosca, débil. Y como con frecuencia sucede cuando una nube cae sobre la verde falda de una colina y desciende la presión barométrica y ahí en medio de las demás colinas está la pena y la tristeza, y parece como si las demás colinas reflexionaran sobre la mala suerte de la nublada, de la ensombrecida, con piedad o maliciosamente regocijadas por su pena, de igual forma, Cam se sentía triste, sentada ahí, en medio de gentes en calma, decididas, y se preguntaba que cómo respondería a su padre respecto del cachorro; cómo resistirse a esta petición: perdóname, atiéndeme; mientras que James, el legislador, con las tablas de la sabiduría eterna abiertas sobre las rodillas (la mano sobre el timón se había convertido en algo simbólico para ella), decía: Resiste. Lucha. Tenía razón, era justo. Porque debían luchar contra la tiranía hasta la muerte, pensaba ella. De todos los valores humanos, era el de la justicia el que más reverenciaba. Su hermano era lo más parecido a un dios; su padre, a alguien que solicitara algo con humildad. Ante quién se rendiría, pensaba, sentada entre ambos, mirando hacia la costa, cuyos puntos eran completamente desconocidos para ella, y pensando en cómo el jardín y la terraza y la casa se habían difuminado, y ahora habitaba allí la paz.
«Jasper», dijo de forma hosca. Él cuidará del cachorro.
¿Qué nombre iba a ponerle?, su padre persistía. Él había tenido un perro de niño, se llamaba Frisk. Se rendirá, pensaba James, mientras veía cómo le cambiaba la cara, un cambio que recordaba de otras ocasiones. Ellas bajan la mirada, pensaba, miran las labores o cualquier otra cosa. Luego, de repente, la levantan. Hubo un destello azul, recordaba él, y entonces una, que se sentaba a su lado, se rió, se rindió, y él se enfadó mucho. Debió de haber sido su madre, pensaba, tejiendo en la silla baja, y su padre en pie, junto a ella. Comenzó a buscar en la infinita serie de impresiones que el tiempo había depositado en su cerebro: hoja tras hoja, pliegue sobre pliegue, delicada, incesantemente; entre aromas, sonidos (voces, ásperas, huecas, cariñosas), entre las luces que se movían, entre las escobas que barran, entre el ir y venir de la mar, advertía la presencia de un hombre que iba de un lado a otro, y de repente se quedaba inmóvil, erguido, junto a ellos. Mientras tanto, advirtió, Cam mojaba los dedos en el agua, y miraba fijamente la costa, y seguía callada. No, no se rendirá, pensó él; es diferente, pensaba. Muy bien, si Cam no quería contestar, no la molestaría más, decidió Mr. Ramsay, palpándose los bolsillos en busca de un libro. Pero ella sí que quería responder; deseaba, con pasión, poder derribar algún obstáculo que estorbaba su lengua, y quería poder decir: Ah, sí, Frisk. Lo llamaré Frisk. Incluso quería poder decir, ¿era ése el perro que se encontró en el camino después de haberlo perdido en el páramo? Pero, hiciera lo que hiciera, no se le ocurría decir nada parecido a eso; había decidido cumplir con lealtad el pacto, querría hacer llegar a su padre, sin que James lo advirtiera, una muestra privada del amor que sentía hacia él. Porque pensaba, mientras jugaba con el agua (el hijo de Macalister había cogido una caballa, y daba coletazos en el suelo, había sangre en las agallas), porque pensaba, mientras miraba a james, quien, a su vez, no apartaba la ecuánime mirada de la vela, o dirigía la vista fugazmente al horizonte, tú no estás expuesto a correr este riesgo, a esta intensidad y división de sentimientos, a esta tentación extraordinaria. Su padre se palpaba los bolsillos; un segundo más, y hallaría el libro. Porque nadie la atraía más; sus manos le parecían hermosas, y sus pies, y su voz, y sus palabras, y su prisa, y su genio, y sus rarezas, y su pasión, y lo de decir sin miramiento ante cualquiera lo de morimos a solas, y su lejanía. (Ya había abierto el libro.) Pero lo que no dejaba de ser intolerable, pensaba, sentada rígida, y viendo cómo el hijo de Macalister sacaba el anzuelo de las agallas de otro pez, era esa crasa y ciega tiranía suya que había envenenado su infancia, y había levantado amargas tempestades; de forma tal que incluso ahora se despertaba en medio de la noche, temblando de ira, y recordaba alguna orden de él, alguna insolencia: «Haz esto», «Haz aquello»; su autoridad: su «Obedéceme».