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Ahora se quedó mirando el peldaño del salón. Veía, a través de los ojos de William, la sombra de una mujer, tranquila, callada, que miraba hacia abajo. Allí estaba sentada, meditando, reflexionando (iba de gris aquel día, pensaba Lily). Miraba hacia abajo. Nunca levantaba la mirada. Sí, pensaba Lily, mirando con atención, debo de haberla visto mirar así, pero no iba de gris, ni estaba tan tranquila, ni era tan joven, ni había tanta paz. La imagen aparecía con facilidad. Era asombrosamente hermosa, había dicho William. Pero la belleza no lo es todo. La belleza tenía sus inconvenientes: venía con demasiada facilidad, venía de forma demasiado completa. Detenía la vida: la congelaba. Deliberadamente olvidaba una las inquietudes menores: el sofoco, la palidez, alguna rara distorsión, alguna luz o alguna sombra, todo ello hacía la cara irreconocible durante unos instantes, sin embargo añadía algún rasgo que luego una siempre recordaba. Era más sencillo disimular todo, sin prestar demasiada atención a los detalles, bajo el manto de la belleza. Pero ¿qué aspecto tenía, se preguntaba Lily, cuando se ponía el sombrerito de caza, y cruzaba el jardín corriendo, o reñía a Kennedy, el jardinero? ¿Quién podría describirla? ¿Quién podría ayudarla?

En contra de su voluntad, tuvo que subir a la superficie, y se halló casi fuera de la pintura, mirando a Mr. Carmichael, un poco aturdida, como si las cosas fueran irreales. Estaba en la silla con las manos cruzadas sobre la panza, no leyendo, ni durmiendo, sino tomando el sol como una criatura ahíta de existencia. El libro había caído sobre la hierba.

Quería ir a donde él, y gritarle: «¡Mr. Carmichael!» Entonces él levantaría la mirada benévolo, con aquellos ojos verdes, distraídos y velados como por humo. Pero sólo se despierta a alguien cuando se sabe qué decirle. Ella no quería decir algo, quería decir todo. Esas palabras de nada que rompen el pensamiento y lo desmembran no dicen nada. «Sobre la vida, sobre la muerte; sobre Mrs. Ramsay.» No, pensaba, no puede decirse nada a nadie. La urgencia del momento era la equivocación. Las palabras, atravesadas, se acercaban cimbrando, y se quedaban siempre unas pulgadas por debajo del blanco. Entonces tenía que dejarlo, y volvía a olvidar la idea; y entonces una se volvía como todos los de edad madura: cauta, furtiva, poniendo ceño, siempre con miedos. Porque, ¿cómo pueden expresar las palabras las emociones del cuerpo?, ¿cómo expresar su vacío? (Miraba hacia los escalones del salón, parecían estar extraordinariamente vacíos.) Era la sensación del cuerpo de una, no de la mente. Las sensaciones físicas que acompañaban el vacío de los peldaños se habían convertido de repente en algo muy desagradable. El querer y no tener volvía rígido el cuerpo, lo vaciaba, lo sometía a tensiones. Porque querer y no tener -querer, querer-, ¡cómo le partía el corazón! ¡Ay, Mrs. Ramsay!, gritaba sin palabras a aquella presencia que se sentaba junto a la barca, a aquella abstracción que era ella, la mujer de gris, como si fuera a insultarla por haberse ido, y, tras haberse ido, regresara. Siempre le había parecido que esto de pensar en ella era algo sencillo. Fantasma, aire, nada, algo con lo que podías jugar fácilmente, sin problemas, a cualquier hora del día o de la noche, eso es lo que había sido; y de repente extendía la mano, y te partía el corazón. De repente los vacíos peldaños del salón, el bordado del sillón en el interior, el cachorro que daba traspiés en la terraza, todas las ondas y rumores del jardín se convertían en curvas y arabescos que florecían en torno al centro de un vacío absoluto.

«¿Qué significa esto? ¿Cómo lo explica?», eso quería preguntar, y de nuevo se volvió hacia Mr. Carmichael. Porque todo el mundo parecía haberse disuelto en esta hora del amanecer en un charco de pensamiento, en un profundo cuenco de la realidad, y casi podía una fantasear con la idea de que si Mr. Carmichael hubiera hablado, una lagrimita habría desgarrado la superficie del charco. ¿Y luego? Algo subiría a la superficie. Aparecería una mano, destellaría la hoja de un cuchillo. Era un disparate, por supuesto.

Le vino a la mente la curiosa idea de que, después de todo, quizá él sí que hubiera oído lo que ella no sabía decir. Era un anciano misterioso, con sus hebras rubias en la barba, con su poesía, con sus rompecabezas, serenamente surcando un mundo que había satisfecho todos sus deseos; ella pensaba que no tenía nada más que extender la mano hacia el jardín para asir cualquier cosa que necesitara. Miró el cuadro. Tal vez hubiera sido ésta su respuesta: cómo «tú» y «yo» y «ella» pasan y se desvanecen, nada permanece, todo cambia; pero no cambian las palabras, ni la pintura. Seguro que lo colgarán en algún ático, pensaba; lo enrollarán y lo guardarán tras algún sofá; no dejará de ser verdad, sin embargo, aunque la pintura sea ésta. Podría una decir, incluso de este trazo, aunque acaso no del cuadro, lo que valía era el empeño, que «permanecería para siempre»; iba a decir eso, o, como las palabras dichas le parecían incluso a ella misma demasiado pretenciosas, a insinuarlo, sin palabras, cuando, al mirar el cuadro, se quedó sorprendida al darse cuenta de que no lo veía. Tenía los ojos llenos de ese líquido caliente (no se le ocurrió pensar en las lágrimas al principio) que, sin perturbar la firmeza de sus labios, hacía que el aire fuera más denso, se deslizaba por sus mejillas. No había perdido los nervios, ¡claro que no!, de ninguna forma. Entonces, ¿lloraba por Mrs. Ramsay sin ser consciente de ninguna desdicha? Se dirigió una vez más al viejo Mr. Carmichael. ¿De qué se trataba? ¿Qué quería decir? ¿Es que las cosas podían alargar una mano y asirla a una?, ¿la hoja podía cortar?; ¿la mano, asir?, ¿no había seguridad?, ¿no había forma de aprenderse de memoria los hábitos del mundo?, ¿no había guía, ni refugio, sino que todo era milagro, y saltar desde lo alto de una torre al vacío?, ¿pudiera ser que, incluso para los ancianos, fuera esto la vida?: ¿sorprendente, inesperada, desconocida? Por un momento pensó en que si ambos, aquí, ahora, en este jardín, exigieran una explicación, que por qué era tan breve, tan inexplicable, y lo dijeran con violencia, como hablarían dos seres humanos plenamente desarrollados a quienes no se pudiera ocultar nada, entonces, la belleza aparecería al momento; el espacio se poblaría; los vacíos arabescos compondrían una forma concreta; si gritaran con suficiente energía, Mrs. Ramsay regresaría. «¡Mrs. Ramsay!», dijo en voz alta, «¡Mrs. Ramsay!». Las lágrimas rodaban por su cara.

6

[El hijo de Macalister cogió uno de los peces, y le cortó un cuadrado para cebar el anzuelo. Devolvió a la mar (aún vivo) el cuerpo mutilado.]

7

«¡Mrs. Ramsay! -gritaba Lily-. ¡Mrs. Ramsay!» Pero no sucedía nada. El dolor crecía. ¡Que la angustia la reduzca a una a este grado de imbecilidad!, pensaba. En todo caso, el viejo no la había oído. Seguía tranquilo, amable; y, si una quería verlo así, incluso sublime. ¡Alabados sean los cielos!, nadie había oído ese grito ignominioso, ¡deténte, dolor, deténte! Evidentemente, no se había despedido del sentido común. Nadie la había visto avanzar por la tabla y arrojarse a las aguas de la aniquilación. Seguía siendo una mezquina solterona que sujetaba un pincel en medio del jardín.

Lentamente el dolor de la carencia, y la ira amarga (que hubiera regresado, cuando pensabas que nunca más volverías a sentirte triste por Mrs. Ramsay. ¿La había echado de menos a la hora del desayuno entre tazas de café?, nada) cedían; y de su angustia quedaba, como antídoto, un consuelo que en sí mismo era balsámico, y también, pero más misteriosamente, la sensación de que alguien por ahí, Mrs. Ramsay, aliviada por unos momentos del peso que el mundo había depositado sobre ella, intangible, se había quedado junto a ella, y después (porque era Mrs. Ramsay, radiante de belleza) le había ceñido en la cabeza una corona de flores blancas. Lily apretó los tubos de pintura de nuevo. Se enfrentó con el problema del seto. Era extraño lo claramente que la veía, cruzando con su rapidez de costumbre por los prados, llenos de pliegues, púrpura y delicados, entre cuyas flores, jacintos o lirios, se desvanecía. Era algún truco de su ojo de pintora. Porque, unos días después de haberse enterado de su muerte, se la había imaginado así, con la corona en la cabeza, caminando en silencio junto a su compañero, una sombra en medio de los campos. La mirada, las frases, tenían su poder de consolación. Dondequiera que estuviera, pintando, aquí en el campo o en Londres, se le aparecía esta imagen, y con los ojos entrecerrados buscaba algo en lo que fundar esta visión. Miraba hacia el vagón del ferrocarril, hacia el autobús; cogía un rasgo de la cara o del hombro; examinaba las ventanas de enfrente; miraba hacia Picadilly, punteado de farolas al anochecer. Todo había formado parte de los campos de la muerte. Pero siempre algo -una cara, una voz, un vendedor de periódicos gritando Standard, News-, que brotaba como de la nada, la desdeñaba, la despertaba, exigía de ella y lo conseguía finalmente, un esfuerzo de atención, de forma que había que rehacer perpetuamente la visión. Una vez más, espoleada como lo estaba por una necesidad intuitiva de lejanía y azules, echó una mirada a la bahía bajo ella, convirtiendo en colinas las barras azules de las olas, y en campos pedregosos los espacios purpúreos. De nuevo, algo incongruente la estimuló. Había una mancha de color castaño en medio de la bahía. Era una barca. Sí, al momento se dio cuenta de que era eso. Pero ¿de quién era la barca? Era la de Mr. Ramsay, se dijo. Mr. Ramsay, el hombre que había estado junto a ella, quien había echado a andar, quien había saludado con la mano, solo, encabezando una procesión, con sus bonitos zapatos, solicitando un consuelo que ella le había negado. La barca había llegado al centro de la bahía.