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Era tan agradable la mañana, si se exceptuaba una racha de viento de vez en cuando, que el mar y el cielo parecían hechos del mismo tejido, como si hubiera velas en el cielo, o se hubieran caído las nubes al mar. En alta mar, un vapor había enviado al aire un bucle de humo inmenso que se había quedado allí haciendo decorativas volutas, como si el aire fuera una fina gasa que sostuviera las cosas y las retuviera delicadamente en su red, meciéndolas con todo cuidado de un lado a otro. Como con frecuencia sucede cuando hace buen tiempo, los acantilados parecía que fueran conscientes de la presencia de los barcos, como si se enviaran los unos a los otros mensajes secretos. Porque a veces parecía que el Faro estaba muy cerca de la costa, pero hoy, con la calina, parecía estar muy lejos.

«¿Dónde estarán?», pensaba Lily, mirando la mar. ¿Dónde estaba aquel anciano que la había dejado atrás en silencio? ¿que llevaba bajo el brazo un paquete envuelto en papel de estraza? La barca estaba en medio de la bahía.

8

Allí no se dan cuenta de nada, pensaba Cam, mirando hacia la costa, que, subiendo y bajando, parecía estar cada vez más lejos, más tranquila. La mano en el agua dejaba una estela en la mar, al igual que su mente hacía ondas verdes y trazos que se convertían en dibujos, y, paralizada, envuelta en un sudario, se paseaba de forma imaginaria por el submundo de las aguas donde las perlas se arracimaban para formar blanca espuma, donde bajo la luz verde todas las ideas de una se transformaban, y el cuerpo brillaba translúcido, envuelto en una capa de color verde.

Luego cesaba de discurrir el agua en torno a la mano. Se detenía el fluir apresurado del agua; el mundo se llenaba de crujidos y chirridos. Oía cómo las olas rompían y sonaban contra la barca, como si hubieran anclado en un puerto. Todo parecía muy cercano. La vela, sobre la que estaban fijos los ojos de James, como si fuera alguien a quien conociera, estaba completamente fláccida; se habían detenido, y esperaban la llegada de una nueva brisa, bajo el sol ardiente, a millas de distancia de la costa, a millas de distancia del Faro. Parecía como si todo el mundo se hubiera detenido. El Faro se convirtió en algo inmóvil, y la lejana línea de la costa se quedó quieta. El sol calentaba cada vez más, y todo el mundo parecía haberse quedado muy junto, y parecían sentir la presencia de los demás, a quienes casi habían olvidado. El sedal de Macalister se introdujo verticalmente en la mar. Pero Mr. Ramsay seguía leyendo con las piernas cruzadas.

Leía un librito algo desgastado, con las pastas jaspeadas como un huevo de chorlito. De vez en cuando, mientras seguían en la horrible calma, pasaba una hoja. James pensaba que cada página que pasaba se acompañaba de un gesto peculiar que le parecía que se dirigía a éclass="underline" ya con confianza, ya con autoridad, ya con la intención de que la gente se apiadase de él; y todo el tiempo, mientras su padre leía y pasaba hojas sin cesar, James temía que llegara el momento en que levantase la mirada, y preguntase con mal humor por esto o por aquello. ¿Por qué estaban aquí perdiendo el tiempo?, preguntaría, o haría cualquier otra cosa no menos irracional. Si lo hace, pensaba James, sacaré un puñal y se lo clavaré en el pecho.

Todavía conservaba el viejo símbolo de sacar un cuchillo y atravesarle el corazón a su padre. Sólo que ahora, al hacerse mayor, mientras, presa de una rabia impotente, contemplaba a su padre sentado, no era a él, al anciano que leía, a quien quería matar, sino a lo que se cernía sobre él, sin saberlo quizá: aquella violenta e inesperada harpía de negras alas, de picos y espolones fríos y duros como acero, que caía una y otra vez (sentía el pico en las piernas desnudas, donde le había atacado en la infancia), y a continuación se escapaba; pero aquí estaba de nuevo, un anciano, muy triste, que leía un libro. Lo mataría, le atravesaría el corazón. Fuera lo que fuera (y podría ser cualquiera, pensaba, mirando hacia el Faro y hacia la lejana costa), comerciante, empleado de banca, abogado, director de cualquier empresa, se opondría a él, lo seguiría y lo eliminaría. Llamaba tiranía y despotismo a eso de hacer que la gente hiciera algo en contra de su voluntad, a lo de recortar la libertad de expresión. Quién se atrevería a decir: No quiero, cuando él decía: Vamos al Faro. Haz esto. Tráeme aquello. Se extendían las negras alas, y el duro pico desgarraba. A continuación, allí estaba sentado leyendo un libro; y podía levantar la mirada, nunca se sabía, era bastante probable. Podría dirigirse a los Macalister. También podía deslizar un soberano en la mano helada de alguna mujer en cualquier calle, pensaba james; o podría dar gritos de aliento en cualquier deporte de marinos; podría saludar con los brazos, a causa de la emoción; o podía presidir la mesa completamente mudo desde principio al final de la cena. Sí, pensaba James, mientras la barca se mecía y chapoteaba bajo el sol, había un páramo de nieve y piedra, muy solitario y austero; y había llegado a pensar, con frecuencia, en los últimos tiempos, cuando su padre decía algo que sorprendía a los demás, que allí sólo había dos pares de huellas de pisadas: el suyo y el de su padre. Sólo ellos se conocían mutuamente. ¿A qué entonces este terror, este odio? Regresando hacia las muchas hojas que el pasado había acumulado sobre él, escrutando en el corazón de aquel bosque en el que la luz y la sombra se entrecruzarían de forma que distorsionaran toda forma, y se cometieran graves errores, tan cegadores el sol como la oscuridad, buscaba una imagen que enfriara, que aislara este sentimiento, que le diera una forma concreta y simétrica. Supóngase, pues, que, como un niño pequeñito sentado indefenso en la sillita, o sentado sobre las rodillas de alguien, hubiera visto cómo un vehículo aplastaba, sin intención, de forma inocente, el pie de alguien. Supóngase que él hubiera visto el pie antes, sobre la hierba, delicado, íntegro; y después, la rueda; y luego, el mismo pie, amoratado, aplastado. Pero la rueda era inocente. De forma que ahora, cuando se acercaba su padre dando zancadas por el pasillo, levantándolos de madrugada para ir al Faro, le pisaba el pie, se lo pisaba a Cam, lo pisaría a cualquiera. Lo único que podía hacer uno era sentarse y quedarse mirando.