Pero ¿en el pie de quién estaba pensando?, ¿en qué jardín había pasado todo esto? Porque uno tenía escenarios para estos acontecimientos: había árboles, flores, cierta clase de luz, unas cuantas figuras. Todo tendía a aparecer en un jardín donde no hubiera esta tristeza, y donde no hubiera esto de mover tanto las manos; la gente hablaba con un tono de voz común. Estaban todo el día entrando y saliendo. Había una anciana que cotilleaba en la cocina, y la brisa movía las cortinas dentro y fuera de las ventanas; todo se movía, todo crecía; y sobre aquellos platos y bandejas y aquellas altas flores rojas y amarillas podía tenderse un velo muy fino, como una hoja de parra, al anochecer. Las cosas se quedaban aún más quietas y oscuras al anochecer. Pero el velo que parecía una hoja de parra era tan fino que las luces lo levantaban, las voces lo arrugaban; a través de él podía ver cómo se agachaba una figura, escuchaba, se acercaba, se alejaba; escuchaba el rumor de un vestido, el sonido metálico de una cadena.
Era en este mundo donde una rueda le aplastaba el pie a alguien. Algo, recordaba, se detenía y se cernía oscuramente sobre él; se quedaba inmóvil; algo se movía en el aire, incluso allí algo estéril y agudo descendía, como una hoja, una cimitarra, cortando hierbas y flores, incluso en aquel mundo, derribándolas, ajándolas.
«Lloverá -recordaba a su padre diciéndolo-. No podréis ir al Faro.»
El Faro era entonces una torre brumosa, plateada, con un ojo amarillo que se abría de repente, delicadamente, al anochecer. Ahora…
James miraba al Faro. Veía las rocas, blancas de espuma; veía la torre, erguida, recta; veía que tenía ventanas; veía incluso ropa tendida sobre las piedras, puesta a secar. De forma que, por fin, esto era el Faro, ¿no?
No, lo otro también era el Faro. Porque nada era sencillamente una sola cosa. También el otro era el Faro. A veces costaba verlo desde el otro lado de la bahía. Al anochecer levantaba uno la mirada y veía cómo el ojo parpadeaba, y la luz parecía llegar hasta ellos en aquel jardín soleado y fresco en el que se sentaban.
Pero se detuvo. Siempre que decía «ellos» o «alguien», y comenzaba a oír el rumor de alguien que se aproximaba, el sonido de alguien que se marchaba, se volvía hipersensible respecto de quien lo acompañara. Ahora era su padre. El dolor podía ser agudo. Porque en cualquier momento, si seguía sin soplar el viento, su padre cerraría el libro de golpe, y diría: «¿Qué es lo que ocurre?, ¿por qué estamos aquí perdiendo el tiempo?, ¿eh?», como aquella vez en la terraza, cuando dejó caer la hoja sobre ellos, y ella se había quedado rígida, y si hubiera tenido un hacha a mano, un cuchillo, cualquier objeto afilado, lo habría cogido y le habría travesado el corazón a su padre. Su madre se había puesto rígida, luego el brazo se había relajado, de forma que se dio cuenta de que ya no le escuchaba a él, en cierta forma se había levantado y se había marchado a algún lugar lejano, y lo había dejado allí, en el suelo, impotente, ridículo, con las tijeras en la mano.
No venía ni un soplo de aire. El agua se reía y gorgoteaba en el fondo de la barca donde dos o tres caballas movían las colas a un lado y otro en un charquito de agua que no llegaba a cubrirlas. En cualquier momento, Mr. Ramsay (James casi no se atrevía a mirarlo) se daría cuenta, cerraría el libro, diría algo ofensivo; pero, de momento, seguía leyendo, y James, furtivamente, como si bajara la escalera descalzo, con miedo de despertar al perro si chirriaba un peldaño, seguía pensando en cómo sería ella, en dónde habría ido aquel día. Había comenzado a seguirla de habitación en habitación, y por fin llegaron a una habitación de luz azul, como si se reflejase en millares de platos de porcelana, en la que hablaba con alguien; él escuchaba. Hablaba con una criada, y decía, con toda sencillez, lo que pensaba. «Esta noche necesitaremos la fuente grande. ¿Dónde está… la azul?» Sólo ella decía la verdad; sólo a ella se le podía decir. Ése era el origen de su perenne atractivo para él, era consciente de que su padre le había adivinado los pensamientos, los ensombrecía, los hacía ajarse, le hacía titubear.
Por fin dejó de pensar; estaba ahí sentado al sol con la mano en la barra del timón, mirando fijamente al Faro, incapaz de moverse, incapaz de sacudirse los granos de tristeza que, uno tras otro, se depositaban en su mente. Parecía que lo ataba una maroma, y que su padre había hecho el nudo, y sólo podía sacar un cuchillo y hundirlo… Pero en aquel momento la vela comenzó a moverse poco a poco, se hinchó lentamente; la barca sintió un sacudida, comenzó a moverse, apenas consciente, dormida; de repente se despertó, salió disparada entre las olas. Fue un alivio extraordinario. Todos parecieron perder importancia relativa ante los demás, y parecían estar bien, y los sedales se tensaron formando un ángulo agudo en los costados de la barca. Pero su padre no pareció haber advertido nada. Sólo hizo un gesto misterioso con la mano derecha en el aire, y la dejó reposar de nuevo sobre la rodilla, como si estuviera dirigiendo alguna sinfonía secreta.
9
[La mar estaba inmaculada, pensaba Lily Briscoe, todavía allí, vigilando la bahía. La mar se extendía como si fuera seda sobre la bahía. La distancia tenía un gran poder; se los había tragado, pensaba, se habían ido para siempre, se habían convertido en parte de la naturaleza de las cosas. Hasta el vapor había desaparecido, pero el gran bucle de humo aún flotaba en el aire, y, amado como una bandera, parecía una despedida triste.]
10
Así era, pues, la isla, pensaba Cam, volviendo a meter los dedos en el agua. Nunca la había visto desde la mar. Así es como se veía desde la mar, sí, con un entrante en medio, y dos acantilados casi verticales, y la mar entraba por ahí, y luego se extendía durante millas y más millas a ambos lados de la isla. Era muy pequeña; con una forma que recordaba vagamente a una hoja sujeta por un extremo. Así que nos subimos a una barquita, pensaba, comenzando a contarse un cuento de aventuras en el que se escapaba de un barco que se hundía. Pero la mar discurra entre sus dedos, y se desvanecía tras ellos una colonia de algas; no quería contarse un cuento de verdad, lo que quería era la sensación de aventura, de huida de algo, porque pensaba, mientras avanzaba la barca, en cómo la irritación de su padre con lo de los puntos cardinales, la terquedad de James con su pacto, y su propia angustia, cómo todo había desaparecido, todo había quedado atrás, ahora ondeaba en el pasado. ¿Qué había, pues, a continuación? ¿Adónde iban? De su mano, hundida en la mar, procedía todo un surtidor de contento ante la idea del cambio, de la escapada, de la aventura (de estar viva, de estar ahí). Las gotas que procedían de esta repentina e impremeditada fuente de contento caían aquí y allá, en la oscuridad, en las formas dormidas de su propia mente; formas de un mundo nonato, pero que se movía en la oscuridad, cogiendo aquí y allá un chispa de luz: Grecia, Roma, Constantinopla. Con lo pequeña que era, con forma como de hoja sujeta por un extremo, y con el dorado rocío de las aguas que la rodeaban, ¿tenía, se preguntaba, su lugar en el universo también esta islita? Pensaba que los sabios ancianos podrían haberla informado. A veces hacía como si se hubiera extraviado en el jardín, para ver qué hacían. Y allí estaban (podría tratarse de Mr. Carmichael, o de Mr. Bankes, muy viejos, muy solemnes) sentados uno enfrente de otro en las tumbonas. Se oía el rumor de las páginas de The Times, que sostenían ante sí, cuando entró desde el jardín, y todo era confusión, acerca de algo que alguien había dicho acerca de Jesucristo; acerca de un mamut que habían encontrado en unas excavaciones en alguna calle de Londres, ¿cómo había sido Napoleón? Después cogían todo esto con sus manos limpias (llevaban ropas de color gris, olían a brezo), y se sacudían las migas a la vez, pasando hojas, cruzando las piernas, y diciendo algo, muy breve, de vez en cuando. En una suerte de éxtasis, ella cogía un libro de la estantería, y se quedaba allí, mirando cómo escribía su padre, tan regular; y lo pulcramente que llegaban los renglones de un extremo al otro de la página, con una tosecilla de vez en cuando; o decía algo, muy breve, al caballero que se sentaba enfrente. Pensaba, allí, en pie, con el libro abierto, que aquí podría dejar una que se abriera cualquier pensamiento como una planta bien regada, y si se abría bien, ante estos caballeros que fumaban, tras las sonoras hojas de The Times, entonces es que era un pensamiento correcto; y mientras veía cómo escribía su padre en el estudio, pensaba (sentada ahora en la barca) que era adorable, que era el más sabio; no era vanidoso, no era un tirano. A decir verdad, cuando la veía leyendo un libro, con mucha amabilidad, le preguntaba: ¿Qué más quieres leer?