Temiendo equivocarse, se quedó mirando a su padre que leía el librito de la cubierta reluciente, moteada como huevo de chorlito. No, estaba bien. Quería decirle a james: Míralo. (Pero James no quitaba ojo a la vela.) Es un animal dañino, contestaría james. Siempre acababa hablando de sí y de sus libros, diría James. Es egotista hasta extremos intolerables. Peor aún, es un tirano. Pero, ¡mira!, decía, mirándolo. Míralo ahora. Veía cómo leía el libro con las piernas recogidas; el libro cuyas hojas amarillentas conocía muy bien, pero no sabía de qué trataba. Era un volumen pequeño, la letra era muy pequeña; en una de las guardas, lo sabía, había escrito que se había gastado quince francos en un almuerzo: tanto el vino, tanto de propina; lo había sumado todo pulcramente al pie de la página. Pero de qué trataba este libro que tenía los cantos fatigados de llevarlo en el bolsillo, eso no lo sabía.
Tampoco sabía nadie en qué pensaba. Pero se quedaba absorto, de forma que cuando levantaba la mirada, como acababa de hacer fugazmente, no era para ver nada, era para fijar más adecuadamente algún pensamiento. Una vez hecho esto, su mente regresaba volando a zambullirse en la lectura. Leía, pensaba ella, como si llevara el rumbo de algo, o como si cuidara de un rebaño de ovejas, o como si ascendiera por un estrecho sendero; a veces iba aprisa y directo, y se abría camino por la maleza; otras veces parecía que una rama lo golpeaba, una zarza lo cegaba, pero no dejaba que eso lo intimidara; seguía avanzando, pasando una página tras otra. Ella seguía contándose un cuento acerca de huir de un barco que había naufragado, porque ella estaba a salvo, mientras que él seguía ahí sentado; a salvo, como se había sentido cuando entró sigilosa desde el jardín, y cogió un libro, y el anciano caballero, bajando el periódico de repente, dijo algo muy breve por encima del periódico acerca de la personalidad de Napoleón.
Miró de nuevo la mar, la isla. Pero la hoja había perdido su filo. Era muy pequeña, estaba muy lejos. La mar era más importante ahora que la costa. Las olas los rodeaban, subiendo y bajando, un tronco rodando en el seno de una ola, una gaviota cabalgando en la cresta de una ola. Por allí, pensó, mojando los dedos en el agua, se hundió un barco, y murmuró, soñolienta, medio dormida, cómo morimos, solos.
11
Tanto es lo que depende, pues, pensaba Lily Briscoe, mirando hacia la mar casi completamente sin manchas, tan delicada que las velas y las nubes parecían incrustadas en el azul, tanto depende, pensaba, de la distancia, de si la gente está cerca de nosotros, o lejos de nosotros; porque sus sentimientos hacia Mr. Ramsay habían cambiado mientras se alejaba navegando más y más por la bahía. Parecía lejano, remoto; parecía cada vez más lejano. Parecía como si la mar, en aquel azul, en aquella lejanía, se los hubiera tragado a él y a sus hijos; pero aquí, en el jardín, a mano, Mr. Carmichael de repente gruñó. Ella se echó a reír. Agarró el libro que se hallaba sobre el césped. Se movió en la tumbona, resoplando como si fuera algún monstruo marino. Esto era diferente, porque estaba muy cerca. Volvía todo de nuevo a la calma. A estas horas ya se habrían levantado todos, supuso, mirando a la casa, pero no vio a nadie. Recordó: siempre se iban corriendo en cuanto terminaban la comida, cada uno a lo suyo. Todo armonizaba con este silencio, con este vacío, con la irrealidad de la madrugada. Era una forma que las cosas tenían a veces, pensaba, demorándose durante un momento, y mirando hacia alguna de las luminosas ventanas, hacia el penacho de humo azuclass="underline" se convertían en algo irreal. A veces, al regresar de un viaje, o tras una enfermedad, antes de que los viejos hábitos hubieran vuelto a aflorar, sentía una la misma clase de irrealidad, una irrealidad muy sorprendente; sentía que había algo que brotaba. La vida en esos momentos era más animada. Podía estar completamente tranquila. Afortunadamente no tenía que decir, muy animada, al cruzar el jardín para saludar a la buena de Mrs. Beckwith, que buscaba un rincón en el que sentarse: «¡Ah, buenos días, Mrs. Beckwith!, ¡Qué día tan maravilloso! ¿Se atreve a sentarse al sol? Jaspers ha escondido las sillas. ¡Voy a buscarle una!»; la cháchara de costumbre. No tenía una por qué abrir la boca. Se dejaba ir, con las velas desplegadas (ya había movimiento en la bahía, las barcas zarpaban) en medio de las cosas, más allá de las cosas. No estaba vacía, sino llena a rebosar. Parecía estar inmersa en alguna clase de sustancia que le llegaba a los labios, parecía moverse, flotar y hundirse en ella; sí, porque estas aguas eran profundas hasta lo insondable. Muchas vidas se habían derramado en ellas. Las de los Ramsay, las de los niños, y toda clase de restos y retales de las cosas. Una lavandera con la cesta; una liliácea como una barra al rojo vivo, los púrpuras y verdegrises de las flores: algún sentimiento común que unía todas las cosas.
Era quizá un sentimiento semejante de algo completo el que, hace diez años, en pie, casi en el mismo lugar donde ahora estaba, le había hecho decir que debía de estar enamorada de este lugar. El amor tiene millares de formas. Pudiera haber amantes entre cuyos dones se contara el de poder elegir los elementos de las cosas, el de ponerlos juntos, para así, dándoles una integridad de la que carecían en la vida real, convertirlos en una escena, o en una reunión de personas (todas ahora desaparecidas o separadas), una de esas confabulaciones en la que se demora el pensamiento, y con la que juega el amor.
Sus ojos reposaban en la mancha de color castaño de la barca de Mr. Ramsay. Llegarán al Faro a la hora del almuerzo, pensaba. Pero el viento había refrescado, y el cielo cambió imperceptiblemente, las barcas habían cambiado de posición, y el paisaje, que el momento anterior parecía fijado para la eternidad, no era nada agradable ahora. El viento había revuelto la estela de humo, había algo desagradable en la nueva posición de las barcas.
La incongruencia ante ella parecía haber alterado alguna armonía de su propia mente. Sintió una pena sorda. Se le confirmó cuando regresó al cuadro. Había desperdiciado la mañana. Por algún motivo no podía lograr ese equilibrio como de filo de navaja de las dos fuerzas enfrentadas: Mr. Ramsay y el cuadro, y el equilibrio era imprescindible. ¿Quizá había algo incorrecto en el dibujo? ¿Era, se preguntaba, que la línea de la tapia necesitaba una interrupción?, ¿era el volumen del arbolado demasiado pesado? Se sonrió irónicamente; ¿es que no se había dicho, al comienzo, que había resuelto el problema?
¿Cuál era, pues, el problema? Tenía que intentar asir algo que la eludía. La eludía cuando pensaba en Mrs. Ramsay, la eludía cuando pensaba en el cuadro. Acudían las palabras. Acudían las imágenes. Hermosas pinturas. Hermosas frases. Pero lo que quería asir era el temblor en los nervios, la cosa en sí, antes de que se convirtiera en otra cosa. Conseguir eso y empezar de cero, conseguirlo y empezar de cero, se decía con desesperación, colocándose con firmeza ante el caballete. Era una máquina triste, una máquina ineficaz, pensaba, el aparato humano, para pintar o para sentir, siempre se estropeaba en el momento crítico; con heroísmo, debe obligarse una a seguir. Se quedó mirando con el entrecejo fruncido. Ahí estaba el seto, no cabía duda. Pero no se conseguía nada pidiendo con insistencia. Lo único que conseguía una era que te deslumbrara el mirar tanto tiempo la línea de la tapia, o el pensar… llevaba un sombrero gris. Era sorprendentemente hermosa. Que venga, pensó, si ha de venir. Porque hay momentos en que una no puede ni pensar ni sentir. Pero sin pensar ni sentir, ¿dónde está una?