Aquí, en el jardín, en este césped, pensaba, sentándose, y examinando con el pincel una diminuta colonia de llantenes. Porque el césped estaba descuidado. Sentada aquí en el mundo, pensaba en que no podía desprenderse de esa idea de que todo esta mañana estaba sucediendo por primera vez, o quizá por última vez; al igual que un viajero sabe, incluso medio dormido, con sólo mirar por la ventanilla del tren, que es ahora cuando debe mirar, porque no volverá a ver nunca esta ciudad, o el carro tirado por una mula, o aquella labradora de aquel campo. El jardín era el mundo; allí estaban juntos, en esta condición de exaltación, pensaba, mirando al bueno de Mr. Carmichael, que parecía (aunque no se habían hablado en todo el tiempo) compartir sus pensamientos. Quizá no volvería a verlo. Se hacía viejo. Recordó, sonriendo ante la zapatilla que se movía en la punta del pie, que cada vez era más famoso. Decían que su poesía era «muy hermosa». Seguían publicando cosas que había escrito hacía cuarenta años. Ahora había un hombre famoso que se llamaba Carmichael; se sonrió, pensando en la cantidad de formas que podía adoptar un hombre, cómo era una persona que aparecía en los periódicos, pero también era el mismo que había sido siempre. Parecía que era el de siempre… quizá alguna cana más. Sí, el mismo aspecto de siempre, pero alguien había dicho, lo recordaba, que cuando se enteró de la muerte de Andrew Ramsay (murió instantáneamente, una granada; habría llegado a ser un gran matemático), Mr. Carmichael había «perdido todo interés en la vida». ¿Qué querían decir?, se preguntaba. ¿Había ido a manifestarse a Trafalgar Square armado con un buen palo? ¿Había empezado a pasar páginas y más páginas sin leerlas, sentado en su habitación de St. John's Wood? No sabía qué es lo que había hecho, cuando se enteró de que Andrew había muerto, pero en todo caso ella advertía que algo le había ocurrido. Ellos dos sólo se saludaban con susurros en la escalera, miraban al cielo, decían que haría bueno, o que no haría bueno. Pero ésta era una de las formas de conocerse la gente, pensaba: de conocer el conjunto, no los detalles, sentarse en el jardín de cualquiera, y ver cómo las faldas de una colina se volvían de color purpúreo en una lejanía de brezos. Así es como ella lo conocía. Sabía que en cierta forma había cambiado. Nunca había leído un solo verso de él. No obstante, pensaba que sabía cómo era su poesía, lenta y sonora. Era madura y sabrosa. Trataba del desierto y del camello. De las palmeras y de los crepúsculos. Era extraordinariamente impersonal; algo decía acerca de la muerte; pero decía muy poco sobre el amor. Había una cierta lejanía en él. Necesitaba muy poco de los demás. ¿No había cruzado siempre a trompicones por la puerta de la sala hacia el jardín con el periódico bajo el brazo, intentando evitar a Mrs. Ramsay, a quien por algún motivo no apreciaba mucho? Por ello mismo, ella, por supuesto, siempre intentaba que se detuviera. Él le hacía una reverencia. Se paraba en contra de su voluntad, y hacía una gran reverencia. A ella le fastidiaba que él no quisiera nada de ella, y Mrs. Ramsay le preguntaba si no quería el abrigo, una alfombra, el periódico. No, no quería nada. (Ahora era cuando él se inclinaba.) Había algún rasgo de ella que a él no le gustaba mucho. Quizá era lo dominante que era, lo positiva que era, lo de ir directa al grano. Era muy sincera.
(Un ruido que procedía de la ventana de la sala la distrajo, el chirrido de un gozne. Una leve brisa jugaba con la ventana.)
Debe de haber habido personas a quienes no les gustara ella, pensaba Lily. (Sí, se daba cuenta de que el peldaño de la sala estaba vacío, pero no le afectaba de ninguna manera. Ahora no necesitaba a Mrs. Ramsay.) Había quien pensaba que era demasiado segura, demasiado radical. Quizá incluso su belleza ofendía a algunos. ¡Qué monótono, seguro que era eso lo que decían, siempre igual! Las preferían de otra clase: morenas, animadas. Además era débil con su marido. Le dejaba hacer escenas. Además era reservada. Nadie sabía con exactitud qué es lo que le pasaba. Y en fin (para volver de nuevo a la antipatía de Mr. Carmichael), no podía una imaginarse a Mrs. Ramsay pintando, o tendida, leyendo toda una mañana en el jardín. Era impensable. Sin decir una palabra, la única muestra de su actividad era la cesta que colgaba de su brazo, se iba al pueblo, a ver a los pobres, a sentarse en algún dormitorio diminuto y asfixiante. Una vez tras otra, Lily la había visto irse en silencio en medio de algún juego, de alguna conversación, con la cesta bajo el brazo, muy erguida. Había advertido el regreso. Había pensado, medio riéndose (era tan metódica con lo de las tazas de té), medio emocionada (su belleza le cortaba la respiración a una): hay ojos a los que cierra el dolor que la han contemplado. Ha estado con ellos.
Luego Mrs. Ramsay se sentía fastidiada porque alguien llegaba tarde, o porque la mantequilla estaba rancia, o porque se había desportillado la tetera. Durante todo el rato en que no había dejado de decir que la mantequilla estaba rancia, una pensaba en templos griegos, y en cómo la belleza había residido allí en ellos. Nunca hablaba de ello: se iba, puntual, directa. Su intuición le pedía que se fuera, al igual que las golondrinas buscan el sur; las alcachofas, el sol; se dirigía de forma infalible hacia la especie humana, anidaba en su corazón. Ésta, como todas las intuiciones, apenaba un tanto a quienes no participaban de ella; quizá, a Mr. Carmichael; a ella, por supuesto. Alguna idea tenían ambos acerca de lo ineficaz de la acción, de la supremacía del pensamiento. Su marcha era un reproche hacia ellos, daba un leve cambio al rumbo del mundo, de forma que se veían obligados a protestar, advirtiendo que sus propios juicios desaparecían, y que en vano intentaban asirlos mientras se esfumaban. Charles Tansley también lo hacía: por eso, en parte, no gustaba a nadie. Trastomaba las proporciones del mundo. Qué habría sido de él, se preguntaba, moviendo distraída los llantenes con el pincel. Tenía su puesto de profesor. Se había casado, vivía en Golders Green.
En una ocasión había entrado en una sala, durante la guerra, y él daba una conferencia. Denunciaba algo, condenaba a alguien. Predicaba el amor fraternal. Le sorprendió que hablara de amor a los semejantes quien no sabía distinguir un cuadro de otro, quien había fumado junto a ella picadura de tabaco («a cinco peniques la onza, Miss Briscoe»), quien se dedicaba a decirle que las mujeres no saben escribir, no saben pintar, ¿quizá no tanto porque lo creyera sino porque, por alguna rara razón, deseara creerlo? Ahí estaba, flaco, rojo y tosco, predicando el amor desde un estrado (había hormigas entre los llantenes a las que molestaba con el pinceclass="underline" hormigas rojas, enérgicas, bastante parecidas a Charles Tansley). Se había quedado mirándolo de forma irónica, en la sala medio vacía, llenando de amor todo aquel espacio helado, y, de repente, apareció de nuevo el viejo barril o lo que fuera rodando por las olas, y Mrs. Ramsay que buscaba la funda de las gafas entre las piedras. «¡Vaya!, otra vez las he perdido, ¡qué fastidio! No se moleste, Mr. Tansley, las pierdo a millares todos los veranos», ante lo cual, él apretaba la barbilla contra el cuello, como si temiera que tuviera que dar por buena semejante exageración, pero la aceptara en aquella persona que le gustaba, y le dirigió una sonrisa llena de encanto. Debía de haberse sincerado con ella en alguna de aquellas largas excursiones en las que luego se desperdigaban y regresaban a casa separados. Pagaba la educación de su hermana menor, le había dicho a Lily Mrs. Ramsay. Lo cual hablaba muy elocuentemente en favor de él. La idea que ella tenía de él era grotesca, Lily lo sabía muy bien; movía los llantenes con el pincel. Después de todo, la mitad de las ideas que tenía cualquiera sobre los demás eran grotescas. Servían para fines particulares de cada uno. A ella le servían de chivo expiatorio. Se hallaba a sí misma flagelando sus flacos costillares cuando estaba de mal humor. Cuando quería tomárselo en serio, tenía que servirse de las frases de Mrs. Ramsay, para verlo con los ojos de ella.