La clemátide era de color violeta intenso, la pared era sorprendentemente blanca. Creía que era poco honrado no reflejar fielmente el violeta intenso y el blanco sorprendente, puesto que así los veía; aunque la moda era, desde la visita de Mr. Paunceforte, ver todo con matices pálidos, elegantes, semitransparentes. Y además del color estaba lo de la forma. Veía ella todo con tanta claridad, con tanta seguridad, cuando dirigía la mirada a la escena; pero todo cambiaba cuando cogía el pincel. Era en ese momento fugaz que se interponía entre la visión y el lienzo cuando la asaltaban los demonios, que, a menudo, la dejaban a punto de echarse a llorar, y convertían ese trayecto entre concepción y trabajo en algo tan horrible como un pasillo oscuro para un niño. Le sucedía con frecuencia: luchaba en inferioridad de condiciones para mantener el valor; tenía que decirse: «Lo veo así, lo veo así», para atesorar algún resto de la visión en el corazón, una visión que un millar de fuerzas se esforzaba en arrancarle. Así, de aquella forma desabrida y destemplada, cuando comenzaba a pintar, se apoderaban de ella estas fuerzas, y se le venían otras cosas a la mente: su propia incompetencia, su insignificancia, lo de cuidar a su padre en su casa cerca de Brompton Road; y tenía que hacer un gran esfuerzo para dominarse y para no arrojarse a los pies de Mrs. Ramsay (gracias a Dios que hasta el momento había sabido resistirse a estos impulsos) y decirle, ¿qué se le podría decir?: «¿Estoy enamorada de usted?» No, no era verdad. ¿«Estoy enamorada de todo esto», señalando con la mano el seto, la casa, los niños? Era absurdo, era imposible. No podía decirse lo que una quería decir. Dejó los pinceles con mucho cuidado en la caja, bien ordenados, y dijo a William Bankes:
– De repente hace frío. Parece como si el sol calentara menos -dijo, mientras examinaba los alrededores (porque todavía lucía el sol): la hierba que era todavía de un color verde oscuro, mate; el follaje de la casa en el que lucían estrellas de las flores de la pasión de color púrpura; los grajos que dejaban caer indiferentes graznidos desde el alto azul. Pero algo se movía, algo destellaba, algo movía un ala de plata en el aire. Después de todo, estaban en septiembre, a mediados de septiembre, y eran más de las seis de la tarde. Echaron a caminar por el jardín en la dirección de costumbre, cruzaron el campo de tenis, dejaron atrás la hierba de la pampa, llegaron a la abertura en el espeso seto, flanqueada por dos liliáceas como barras al rojo vivo que brillaran intensamente entre las que las aguas azules de la bahía parecían más azules que nunca.
Iban al mismo lugar casi todas las tardes, como si los moviera alguna necesidad. Era como si el agua se llevara flotando los pensamientos que se hubieran estancado en la tierra seca, y les pusiera velas, y otorgara a los cuerpos alguna suerte de alivio físico. En primer lugar, el rítmico latido del color inundaba la bahía de azul, y el corazón se ensanchaba con ello, y el cuerpo se echaba a nadar; sólo que al instante siguiente se arrepentía, se detenía y se volvía rígido ante el erizado color negro de las rugosas olas. Luego, tras el peñasco negro, casi todas las tardes se levantaba un chorro irregular, y sólo había que quedarse esperando para sentir la alegría de su presencia: un surtidor de agua blanca; y además, durante la espera, se quedaba uno mirando la llegada de las olas sobre la pálida playa semicircular, una tras otra, que dejaban tras de sí una delicada película de madreperla.
Se sonreían, allí en pie. Compartían cierta hilaridad, provocada por el movimiento de las olas; después era el nítido curso de un velero lo que provocaba la hilaridad: describía su trayecto una curva en la bahía, se detenía, se estremecía, amaba las velas; después, como si obedecieran una intuición propia para completar el cuadro, tras ese movimiento elegante, miraban a las lejanas dunas, y, en lugar de alegría, descendía sobre ellos cierta tristeza… porque las cosas estaban ya en parte completas, y en parte porque los paisajes lejanos parecen sobrevivir a los observadores un millón de años (pensaba Lily), y parecían estar ya en comunión con un cielo que contemplase la tierra en perfecto reposo.
Mientras miraba hacia las lejanas dunas, William Bankes pensaba en Ramsay: pensó en una carretera en Westmorland, pensó en Ramsay dando zancadas solo, en algún camino, rodeado de esa soledad que parecía serle natural. Pero de repente hubo una interrupción, recordaba William Bankes (un hecho real), una gallina, que extendía las alas para proteger a los polluelos, ante lo cual Ramsay se paró, señaló con el bastón, y dijo: «Bonito…, bonito.» Una rara luz de su corazón, eso es lo que había pensado Bankes, algo que demostraba su sencillez, su comprensión hacia lo humilde; pero le parecía como si su amistad hubiese terminado allí, en aquel camino. Después, Ramsay se había casado. Y todavía más tarde, con unas cosas y otras, la amistad se había quedado sin sustancia. De quién había sido la culpa, no sabría decirlo; sólo que, tras cierto tiempo, la repetición había ocupado el lugar de la novedad. Se reunían para repetir. Pero en este mudo coloquio que sostuvo con las dunas mantuvo que, por su parte, su afecto hacia Ramsay de ninguna manera había disminuido; pero allí, como el cuerpo de un joven que hubiera reposado en la turba durante un siglo, con los labios de color rojo vivo, estaba su amistad, con su intensidad y su realidad preservadas más allá de la bahía, entre las dunas.
Le preocupaba esta amistad, y quizá estaba preocupado también porque quería descargar su conciencia de esa imputación que se le había hecho de que era un ser apagado y consumido -porque Ramsay vivía entre un perpetuo bullicio de chiquillos, mientras que Bankes no sólo no tenía hijos, sino que además era viudo-, y quería que Lily Briscoe no desdeñase a Ramsay (a su manera, un gran hombre), y que comprendiese cómo estaban las cosas entre ellos dos. Su amistad había comenzado hacía muchos años, pero se había esfumado en un camino de Westmorland, cuando la gallina extendió las alas sobre los polluelos; después Ramsay se había casado, y sus caminos se habían apartado; había habido, ciertamente, sin culpa de ninguno de los dos, una tendencia a la repetición en sus encuentros.
Sí. Así había sido. Terminó. Volvió la espalda al paisaje. Al volverse, para regresar por el mismo camino, cuesta arriba, Mr. Bankes advirtió cosas que no le habrían llamado la atención si las dunas no le hubieran mostrado el cuerpo de su amistad, con los labios rojos, preservado entre la turba…, por ejemplo: Cam, la más joven, hija de Ramsay. Cogía flores de mastuerzo marítimo junto a la orilla. Era libre y valiente. Y no quería darle «una flor al señor», aunque se lo había pedido la niñera. ¡No, no y no!, ¡no quería! Cerraba el puño. Daba patadas en el suelo. Mr. Bankes se sintió viejo y triste, acaso eso le había hecho sentirse equivocado respecto a su amistad. Seguro que era un individuo apagado y consumido.
Los Ramsay no eran ricos, y no era poca maravilla que pudieran arreglárselas. ¡Ocho hijos! ¡Alimentar a ocho hijos con los recursos de la filosofía! Aquí había otro, éste era Jasper, pasaba por allí, iba a disparar a los pájaros, dijo, indiferente; le dio la mano a Lily, se la estrechó como si fuera una manivela; esto movió a Mr. Bankes a decir, con amargura, que era ella la preferida. Y había que considerar lo de la educación (cierto: Mrs. Ramsay quizá tuviera algo que decir), por no hablar de cuántos zapatos y calcetines exigían estos «muchachotes»; todos eran de buena estatura, desgarbados, despreocupados. En cuanto a lo de saber quién era cada uno, y quién era mayor o más joven que los demás, eso sí que no sabría decirlo. En privado los llamaba como a los reyes y reinas de Inglaterra: Cam, La Malvada, James, El Despiadado; Andrew, El Justiciero; Prue, La Bella -porque Prue era hermosa, pensó, no podía evitarlo-; Andrew tenía talento. Mientras caminaba por el camino, y Lily Briscoe decía sí y no, y se mostraba de acuerdo con los comentarios (porque ella estaba enamorada de todos, estaba enamorada de este mundo), y él juzgaba el asunto de Ramsay, se apiadaba de él, lo envidiaba, como si lo hubiera visto desprenderse de todas aquellas glorias de aislamiento y austeridad que lo habían coronado en la juventud, y se hubiera cargado irrevocablemente de nerviosos cuidados y de cloqueantes costumbres hogareñas. Algo le daban, William Bankes lo reconocía; habría sido agradable que Cam le hubiera puesto una flor en el abrigo, o que se le hubiera acercado a mirar por encima del hombro una estampa de la erupción del Vesuvio, como hacía con su padre; pero también, los amigos de toda la vida no podían evitar pensarlo, lo habían destruido un poco. ¿Qué es lo que pensaría ahora un desconocido? ¿Qué pensaba esta Lily Briscoe? ¿Quién no se daba cuenta de que empezaba a tener manías, excentricidades, rarezas?, ¿quizá, incluso, flaquezas? Era sorprendente que un hombre de su inteligencia se rebajase de esa forma -quizá ésta era una forma muy grosera de decirlo-, que dependiera tanto de las alabanzas de los demás. -¡Ah -dijo Lily-, pero piense en su obra!