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Había dejado caer las flores de la cesta, las arrojó y esparció por el jardín, y, con desgana y titubeante, pero sin preguntas ni quejas -¿no poseía la facultad de obedecer los dictados de la perfección?-, se fue. Campo abajo, cruzando los valles, blanca, adornada con flores, así es como le habría gustado pintarla. Las olas sonaban con agrio ruido en las rocas bajo ella. Se fueron, los tres juntos, Mrs. Ramsay iba a la cabeza, caminando más aprisa que los demás, como si confiara en ver a alguien a la vuelta de la esquina.

De repente, la ventana a la que miraba se iluminó con alguna luz que se había encendido en el interior. Por fin había entrado alguien en la sala, alguien se había sentado en el sillón. Por el amor de Dios, rogaba, que se quede ahí en el sillón, y que no se sienta obligado a venir a hablar conmigo. Misericordiosamente, quienquiera que fuese se había quedado en el interior, y se había acomodado de forma que por una verdadera suerte proyectaba una sombra en forma de triángulo irregular sobre el escalón. Alteraba un tanto la composición del cuadro. Era interesante. Podría ser útil. Estaba volviéndole la inspiración. Tenía que seguir mirando, sin relajar ni un segundo la intensidad de la emoción, la determinación de no dejarse desanimar, de no dejarse engañar. Había que sujetar la escena, así, como si estuviera en un tomo de ebanista, y no podía consentir que nada lo estropeara. Lo que quería una, pensaba, cogiendo intencionadamente pintura con el pincel, era mantenerse a la altura de las experiencias ordinarias de la vida, sentir sencillamente que esto es una silla, que eso es una mesa, y, sin embargo, a la vez, quería sentir: Esto es un milagro, es un éxtasis. Quizá después de todo podría resolverse el problema. Ay, pero ¿qué es lo que había sucedido? Una sombra blanca había pasado por el cristal de la ventana. El viento debió de haberse movido en el interior de la habitación. Le dio un salto el corazón, y se apoderaron de ella los nervios, se sintió mal.

«¡Mrs. Ramsay! ¡Mrs. Ramsay!», gritaba, sintiendo que volvía a ella el antiguo horror: querer y querer y no tener. ¿Es que aún tenía ese poder? Luego, al calmarse, tranquilamente, también eso se convirtió en parte de la vida cotidiana, estaba a la altura de la silla, de la mesa. Mrs. Ramsay -era eso parte de la perfecta benevolencia con la que siempre había considerado a Lily- se sentaba allí con toda sencillez, en el sillón; las agujas destellaban de vez en cuando, tejía el calcetín de color castaño rojizo, proyectaba una sombra sobre el escalón. Allí es donde se sentaba.

Como si tuviera algo más que pudiera compartir, pero apenas fuera capaz de dejar el caballete, tan absorta estaba en las ideas que ocupaban su cabeza, por causa de lo que estaba viendo, Lily fue más allá de donde estaba Mr. Carmichael, con el pincel, hasta el borde del jardín. ¿Dónde estaba la barca en estos momentos? ¿Mr. Ramsay? Lo necesitaba.

12

Mr. Ramsay casi había acabado el libro. Sobrevolaba la página la mano, como si aguardara para descender el momento preciso en que hubiera terminado. Allí estaba sentado, sin sombrero, el viento lo despeinaba, estaba francamente desprotegido. Parecía muy viejo. Parecía, pensaba James, al ver la cabeza recortada contra el Faro, o ante la inmensidad de las aguas que se perdían en el horizonte, como una piedra en medio de la arena de la playa; parecía como si se hubiera convertido físicamente en lo que en el fondo de sus mentes ellos pensaban que era: en aquella soledad que era para ambos la verdad más cierta.

Leía con gran rapidez, como si tuviera ganas de llegar al final. A decir verdad, estaban ya muy cerca del Faro. Ahí se erguía, desnudo y derecho, deslumbrantemente blanco y negro, y podían verse las olas deshaciéndose en agujas blancas, como cristal que se arrojara contra las rocas. Veía una las ventanas con toda claridad; una pincelada blanca en una de ellas, y una gavilla de verde sobre la roca. Había salido un hombre que los miraba a través de un catalejo, y había entrado de nuevo. Así que esto era, pensaba James, el Faro que había estado viendo durante todos estos años desde el otro lado de la bahía; era una torre desnuda sobre una roca pelada. Le complacía. Confirmaba algún oscuro sentimiento acerca de su propio carácter. Las ancianas, se decía, pensando en el jardín de casa, estarían arrastrando las sillas por el césped. La buena de Mrs. Beckwith, por ejemplo, siempre estaba diciendo lo bonito que era esto, y lo bonito que era lo otro, y que deberían estar contentos por poder ser tan felices, pero, de hecho, james pensaba, mirando cómo se levantaba el Faro sobre la roca, es así. Veía cómo su padre leía con pasión, con las piernas recogidas. Compartían ese conocimiento. «Navegamos en medio de una tempestad, nos hundimos», comenzó a recitar para sí, murmurando, justo como lo hacía su padre.

Parecía como si hiciera siglos que nadie hubiera hablado. Cam estaba cansada de mirar hacia la mar. Pasaban flotando trocitos de corcho negro. Los peces en el fondo de la barca estaban muertos. Pero su padre seguía leyendo, y James lo miraba, y ella lo miraba, y habían prometido que se enfrentarían con la tiranía hasta morir, pero él seguía leyendo muy ajeno a lo que ellos pensaban. Así es como se escapa, pensaba ella. Sí, con aquella frente despejada, la nariz grande, manteniendo ante sí con firmeza aquel librito moteado, así se escapaba. Ya podía uno pretender cogerlo, porque él, como un pájaro, extendía las alas, se alejaba planeando, para posarse fuera de tu alcance, sobre alguna estaca solitaria. Se quedó mirando la inmensa extensión de agua. La isla se había convertido en algo tan diminuto que apenas parecía una hoja ahora. Parecía el extremo superior de una roca que corriera el peligro de ser cubierta por una ola en cualquier momento. Sin embargo, era en esta minúscula fragilidad donde había todos estos caminos, esas terrazas, estos dormitorios; tantas cosas incontables. Pero como, justo antes de dormir, las cosas se simplifican solas, de forma que sólo una, de toda la miríada de detalles, tiene poder para hacerse valer; de igual forma, creía, mirando soñolienta hacia la isla, todos esos caminos y terrazas y dormitorios se desvanecían y desaparecían, y no quedaba nada sino un incensario de color azul celeste que se movía de un lado a otro en su mente. Era un jardín colgante, era un valle, lleno de pájaros, de flores, de antílopes… Se dormía.

– Vamos -dijo Mr. Ramsay, cerrando el libro de repente.

– Vamos, ¿adónde?, ¿a qué extraordinaria aventura? Se despertó sobresaltada. ¿A desembarcar en cualquier lugar, a subir a cualquier lugar? Porque tras este inmenso silencio las palabras los sobresaltaban. Pero era absurdo. Tenía hambre, había dicho él. Era la hora del almuerzo. Además, mirad, había dicho. Ahí está el Faro.

– Casi hemos llegado.

a-Lo está haciendo muy bien -dijo Macalister, alabando james-, la maneja muy bien.

Pero su propio padre nunca lo alababa, se dijo James de forma sombría.

Mr. Ramsay abrió el paquete, repartió los emparedados. Ahora era feliz, comiendo pan y queso con los pescadores. Le habría gustado vivir en una casita de campo, holgazanear por la bahía, y escupir como los demás marinos, pensaba James, viendo cómo partía el queso en finas láminas amarillas con la navaja.

Está bien, así es, pensaba Cam, mientras desprendía la cáscara del huevo duro. Se sentía ahora como cuando entraba en el estudio, y los mayores leían The Times. Ahora puedo seguir pensando en lo que quiera, no me despeñaré por un barranco, ni me ahogaré, porque está ahí, no me quita ojo, se dijo.

A la vez navegaban tan aprisa junto a los acantilados que era excitante, parecía como si estuvieran haciendo dos cosas a la vez; comían unos emparedados al sol aquí, y se dirigían a puerto en medio de una gran tormenta, tras haber naufragado. ¿Durará el agua? ¿Durarán las provisiones?, se preguntaba, contándose un cuento, pero muy consciente a la vez de la verdad.