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Pronto llegarían, le decía Mr. Ramsay al bueno de Macalister, pero sus hijos verían cosas sorprendentes. Macalister dijo que había cumplido setenta y cinco en marzo; Mr. Ramsay tenía setenta y uno. Macalister dijo que nunca había ido al médico, que tenía la dentadura completa. Y así es como me gustaría que vivieran mis hijos: Cam estaba segura de que eso es lo que estaba pensando su padre, porque le dijo que dejara de arrojar migas del emparedado a la mar, y añadió, como si estuviera pensando en los pescadores y en sus hábitos, que si no lo quería, lo que tenía que hacer era volver a envolverlo. No debía desperdiciarlo. Lo dijo con un conocimiento tan seguro, como si tuviera conocimientos precisos acerca de todo lo que ocurría en el mundo, que lo guardó al momento, y entonces él le dio, de su propia bolsa, un pastelillo de jengibre, como si fuera un noble español que ofreciera una flor a una dama en la reja (tan floridos eran sus modales). Pero era un hombre descuidado, sencillo, que comía pan con queso; y no obstante era el guía de una expedición en la que, por lo que ella sabía, podían ahogarse.

– Ahí se hundió -dijo de repente el hijo de Macalister.

– Hubo tres ahogados en este mismo sitio en el que estamos -dijo el viejo. Él mismo los había visto agarrados al palo mayor. James y Cam temían que Mr. Ramsay, que miraba al sitio que señalaban, estuviera a punto de empezar a declamar:

Pero un mar más airado me acogió a mí.

Si lo hiciera, no lo soportarían, empezarían a chillar, no podrían soportar otro estallido de aquella pasión que hervía en su interior; pero ante su sorpresa, lo único que dijo fue: «¡Ah!», como si estuviera pensando: ¿Por qué armar tanto jaleo por esto? Es natural que los hombres se ahoguen en las tormentas, pero es un asunto sencillo, y en el fondo de la mar (sacudía las migas del emparedado sobre ellos), después de todo, no había mas que agua. Luego, tras haber encendido la pipa, sacó el reloj. Lo miró con atención, como si hiciera, quizá, algún cálculo aritmético. Y exclamó con expresión triunfaclass="underline"

– ¡Muy bien! James los había llevado como un piloto profesional.

¡Vaya!, pensaba Cam, dirigiéndose en silencio a James. Al final te has salido con la tuya. Porque sabía que esto es lo que había estado deseando James, y sabía que ahora que lo tenía estaba tan contento que no la miraría a ella, ni a su padre, ni a nadie. Estaba sentado con la mano en la barra del timón, atento, con aspecto hosco, fruncía levemente el entrecejo. Estaba tan contento que no le dejaba ni a ella ni a nadie que le quitaran ni un gramo de satisfacción. Su padre lo había alabado. Tenía que pensar que le era indiferente. Pero te has salido con la tuya, pensaba Cam.

Habían cambiado la derrota, navegaban ahora rápidamente, con ligereza, sobre largas olas que se reemplazaban con un movimiento extrañamente armónico y excitante, junto al acantilado. A la izquierda se veía una hilera de piedras de color pardo bajo el agua, el agua se hacía más transparente, algunas rocas eran verdes; sobre una, una roca más alta, había una ola que rompía sin cesar, y brotaba una columna de gotas que caían como una ducha. Se escuchaba el pías de la ola, y el rumor de las gotas que caían, y una especie de rumor y siseo de las olas que rodaban, jugaban y salpicaban las rocas, como si fueran animales salvajes libres, que perpetuamente corrieran y jugaran de esta forma.

Ahora se veían dos hombres en el Faro, los observaban, se disponían a recibirlos.

Mr. Ramsay se abotonó el abrigo, se subió los bajos de los pantalones. Cogió el paquete grande, mal envuelto, con papel de estraza, el que había preparado Nancy, se sentó con él en las rodillas. Así, dispuesto a desembarcar, se sentó mirando hacia atrás, a la isla. Su mirada penetrante quizá podía ver con claridad la forma diminuta, semejante a una hoja, que se erguía sobre un plato dorado. ¿Qué es lo que veía?, se preguntaba Cam. Todo era confuso para ella. ¿En qué estaría pensando ahora?, se preguntaba. ¿Qué buscaba, tan decidido, tan tenaz, tan callado? Lo observaban, ambos, sentado con la cabeza descubierta, con el paquete sobre las rodillas, mirando fijamente, sin desviar la mirada, la frágil sombra azul que parecía como el vapor de algo que se hubiera quemado. ¿Qué quieres?, les gustaría preguntarle. Ambos querían decir: Pídenos, y te lo daremos. Pero no les pidió nada. Se quedó sentado, mirando la isla, y podría estar pensando: Morimos, a solas cada uno, o podría estar pensando: He llegado. Lo he hallado; pero no dijo nada.

Se puso el sombrero.

– Traed esos paquetes -dijo, señalando con un movimiento de la cabeza hacia las cosas que había preparado Nancy para que llevaran al Faro.

– Los paquetes para los del Faro -dijo. Se levantó y se dirigió a la proa de la barca, erguido, alto, y tal parecía como si, pensaba james, estuviera diciendo: «Dios no existe»; y Cam pensaba, parece como si fuera a dar un salto en el vacío; ambos se levantaron para saltar tras él; saltó, con ligereza, como un joven, con el paquete; llegó a la piedra.

13

«Debe de haber llegado», dijo Lily Briscoe en voz alta, sintiéndose de repente muy cansada. Porque el Faro era ahora casi invisible, casi se había disuelto en una niebla azul, y el esfuerzo de fijar la mirada en él, y el esfuerzo de imaginárselo desembarcando allí, que parecían ser ambos el mismo esfuerzo, habían cansado su cuerpo y su mente de forma extraordinaria. Ah, sí, pero se sentía aliviada. Fuera lo que fuera lo que hubiera querido darle por la mañana, cuando se separó de ella, al final se lo había dado.

«Ha desembarcado -se dijo en voz alta-. Ha concluido.» Entonces, el bueno de Mr. Carmichael, avanzando como una ola, resoplando ligeramente, con el aspecto de un viejo dios pagano, descuidado, con algas en el pelo y el tridente en la mano (en realidad, una novela francesa), se acercó donde ella. Se quedó junto a ella, al borde del jardín, apenas moviéndose, y dijo, haciendo una visera con la mano sobre los ojos:

– Ya habrán desembarcado -ella pensaba que tenía razón. No necesitaban hablar. Habían estado pensando en lo mismo, y él le había respondido sin necesidad de hacer la pregunta. Se quedó allí, extendiendo las manos sobre las debilidades y el sufrimiento de la humanidad; pensaba que él observaba, de forma tolerante, compasiva, este destino final. Ha cumplido, pensaba ella, cuando cayó blandamente la mano de él, como si hubiera visto que el hubiera dejado caer desde su altura enorme un ramo de violetas y asfódelos que, tras revolotear lentamente, yacieran finalmente sobre la tierra.

Rápidamente, como si algo se lo hubiera recordado, se volvió hacia el lienzo. Ahí estaba, el cuadro. Sí, eran todos azules y verdes, con líneas que se prolongaban, se cruzaban, que pretendían algo. Lo colgarán en alguna buhardilla, pensaba, lo destruirán. Pero, y eso, ¿qué importaba?, se preguntó, mientras cogía el pincel de nuevo. Miró otra vez a los peldaños: estaban vacíos; miró hacia el lienzo: era borroso. Con repentina deliberación, como si durante un segundo hubiera visto con absoluta claridad, trazó una línea, en medio. Estaba hecho, había terminado. Sí, pensó, dejando el pincel, extraordinariamente fatigada, ésta ha sido mi visión.

***