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—En realidad, si quieres mecas, deberías ver mi colección de muñecas.

¿Mecas? ¿Muñecas? Costaba dominar a la gente si uno no sabía de qué hablaba. Retrocedió:

—Me refería a que hay un montón de cosas que los fanáticos del futuro predijeron y que no han llegado a materializarse. Como los coches aéreos.

Miri alzó la vista de la comida humeante. En una esquina de la bandeja había realmente un cuenco de helado.

—Tenemos taxis aéreos. ¿Te valen?

—No del todo. —Luego se sorprendió a sí mismo—. ¿Cuándo podré ver uno? —El Robert de antaño hubiese considerado el interés por cualquier ingenio mecánico algo infantil.

—¡Cuando quieras! ¿Qué tal después de la cena? —La última pregunta iba dirigida tanto a Alice como a Robert.

Lo que hizo que Alice sonriese con más naturalidad.

—Quizás este fin de semana.

Comieron en silencio. Me gustaría saborearlo.

Luego Alice pasó a un tema que evidentemente se había estado reservando.

—¿Sabes?, Robert, he dado una ojeada a los informes de tus médicos. Casi estás recuperado del todo. ¿Has pensado en retomar tu carrera?

—Vaya, pues sí. Lo pienso continuamente. Tengo nuevas ideas para escribir… —Hizo un gesto expansivo y se sorprendió del súbito temor que sentía—. Eh, no te preocupes, Alice. Tengo mi obra literaria. Recibo ofertas de trabajo de facultades de todo el país. Me iré de aquí en cuanto pueda plantar los pies firmemente en el suelo.

Miri dijo:

—¡Oh, no, Robert! Puedes quedarte con nosotros. Nos gusta tenerte aquí.

—Pero, en este momento, ¿no crees que deberías estar abriéndote más activamente al mundo exterior? —dijo Alice

Robert la miró con tranquilidad.

—¿A qué te refieres?

—Bien, ya sabes que tu última sesión con Reed Weber es el próximo martes. Estoy segura de que hay muchas habilidades que te gustaría dominar. ¿Has considerado matricularte en algunas clases? Fairmont tiene varios cursos especiales…

La coronel Alice desarrollaba bastante bien la operación, pero no había contado con la chica de trece años sentada junto a Robert. Miri intervino con:

—Ya. Son los cursos formativos. Algunos viejos y un montón de adolescentes tontos. Es aburrido, aburrido, aburrido.

—Miri, hay habilidades básicas…

—Reed Weber ya se ha ocupado de muchas de ellas. Y yo puedo enseñar a Robert cómo vestir. —Le tocó el brazo—. No te preocupes, Robert. Una vez que aprendas a vestir, podrás aprender lo que quieras. Ahora mismo estás atrapado; es como ver el mundo por un agujerito, lo que puedan ver tus ojos desnudos… y lo que puedas obtener de lo que ves. —Señaló el pliego que llevaba en el bolsillo de la camisa—. Con algo de práctica deberías poder ver y oír tan bien como cualquiera.

Alice negó con la cabeza.

—Miri, hay mucha gente que no usa lentillas ni vestibles.

—Sí, pero no son mi abuelo. —Y alzó retadora la barbilla—. Robert, deberías vestir. Pareces un tonto caminando por ahí con esa página en la mano.

Alice parecía dispuesta a poner más objeciones, pero al final se apoyó en el respaldo observando a Miri con una mirada que Robert fue incapaz de interpretar.

La niña no pareció notarlo. Inclinó la cabeza y se tocó un ojo.

—Ya sabes lo que son las lentillas, ¿no? ¿Quieres ver una? —Apartó la mano del ojo. En la yema del dedo medio tenía un diminuto disco del tamaño y la forma de las lentes de contacto que él conocía. No esperaba nada más, pero… se inclinó y miró más de cerca un momento. No era completamente transparente. En su superficie se agitaban chispas de colores.

—La uso con seguridad máxima. No verías los destellos, si no. —La diminuta lente se nubló y luego se puso blanca—. Vaya. Se ha apagado. Pero ¿pillas la idea? —Se la volvió a meter en el ojo y le sonrió. Parecía que tuviera una enorme catarata.

—Deberías ponerte una nueva, cariño —dijo Alice.

—Oh, no —dijo Miri—. En cuanto se caliente me durará el resto del día. —De hecho, la «catarata» iba desapareciendo y volvía a verse el iris marrón oscuro de Miri—. ¿Qué te parece, Robert?

Es un sustituto bastante desagradable para lo que puedo hacer simplemente leyendo la página.

—¿Eso es todo?

—Hum, no. Es decir, ahora mismo podemos darte una camisa de Bob y una caja de lentillas. Lo complicado es aprender a usarlas.

La coronel Alice dijo:

—Sin cierto control es como la televisión de antaño pero mucho más molesto. No te gustaría que te quitasen el control, Robert. ¿Qué te parece esto? Te conseguiré prendas de entrenamiento y esa caja de lentillas que te decía Miri. Mientras tanto, considera la idea de asistir a Fairmont, ¿vale?

Miri se inclinó y le sonrió a su madre.

—Estoy segura de que dentro de una semana estará vistiendo. No le harán falta esas clases para perdedores.

La verdad era que había tenido ofertas de trabajo. Su regreso se había difundido por la red y le habían escrito de doce facultades. Cinco querían simplemente que fuese a dar una charla, tres le ofrecían trabajo como artista residente durante un semestre, y el resto no eran de primera categoría. No era precisamente la acogida que Robert había esperado para uno de los «gigantes literarios del siglo» (citando a un crítico).

Temen que siga siendo un vegetal.

Así que Robert congeló las ofertas y siguió trabajando en su obra. Demostraría a los incrédulos que seguía teniendo la cabeza de siempre… y de paso les pasaría la mano por la cara, hasta lograr el reconocimiento que merecía.

Pero el progreso era lento en el frente de la poesía. El progreso era lento en muchos frentes. Ya tenía una cara de aspecto juvenil. Reed decía que un éxito tan completo era una rareza, que Robert era perfecto para el proceso Venn-Kurasawa. Maravilloso. Pero seguía teniendo una coordinación espástica y continuamente le dolían las articulaciones. Lo más ignominioso era que todavía tenía que ir a mear varias veces por la noche. Seguro que eran las Parcas recordándole que seguía siendo un viejo.

El día anterior había sido su última visita a Weber. El tipo tenía una mente servil, que se ajustaba perfectamente a la ayuda servil que ofrecía. Supongo que le echaré de menos. Sobre todo porque ahora tenía otra hora diaria sin nada que hacer.

Y el progreso era sobre todo muy lento en el frente de la poesía.

Para Robert, los sueños nunca habían sido una gran fuente de inspiración (aunque en varias entrevistas muy difundidas había afirmado lo contrario). Pero los intentos de crear estando totalmente despierto eran el último recurso de las mentes pedestres. Para Robert Gu, la verdadera creatividad a menudo llegaba tras una buena noche de sueño, justo al despertar. Ese momento era una fuente tan segura de inspiración que, cuando le costaba escribir, a menudo seguía el camino pedestre por la tarde y luego, a la mañana siguiente, todavía adormilado, repasaba lo hecho. En ese momento, con la frescura inestable de la conciencia recuperada, las respuestas eran obvias. En sus años en Stanford había preguntado por ese fenómeno a filósofos, religiosos y científicos. Le habían dado un centenar de explicaciones, que iban desde la psicología freudiana hasta la mecánica cuántica. La explicación no importaba; a él le iba bien «dormir el problema».

Después de años de demencia, todavía poseía ese don matutino. Pero su control del proceso era tan errático como siempre. Algunas mañanas estaba lleno de ideas para «Secretos del regresado» y su revisión de «Secretos del moribundo». Pero ninguna de sus tormentas de ideas era poética. Tenía las ideas. Incluso las estrofas, conceptualmente. Pero no encontraba las palabras y las frases para convertir las ideas en belleza. Quizás estuviese bien así. De momento. Después de todo, hacer que las palabras cantasen constituía el máximo y más puro talento. ¿No tenía lógica que ésa fuese la última habilidad que recuperara?