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Bob hizo algunos recados en la base, repasó el plan de operaciones de Paraguay… y luego volvió a sentarse unos minutos para mirar a su padre.

No siempre te he odiado.

De niño no odiaba al viejo. Quizás eso rio fuese sorprendente. Un niño tiene muy poco con lo que comparar. Robert era estricto y exigente, eso lo había tenido muy claro el pequeño Bobby. A pesar de que a menudo Robert padre se reprochaba ser un progenitor muy poco exigente, en ocasiones eso contradecía lo que Bob veía en casa de sus amigos. Pero Bob nunca había considerado aquello maltrato.

Ni siquiera cuando su madre dejó a su padre Bob se volvió contra el viejo. Lena Gu había soportado años de sutil abuso y no aguantaba más, pero el pequeño Bobby no se había enterado de nada. Hasta más tarde, hablando con la tía Cara, no comprendió que Robert trataba mucho peor a los demás de lo que había tratado a Bob.

Para el teniente coronel Robert Gu Jr. aquél tendría que haber sido un momento de júbilo. Su padre, uno de los poetas preferidos de América, regresaba de una larga acampada en el valle de las sombras de la muerte. Bob miró detenidamente los rasgos inmóviles y relajados de su padre. No, en caso de haber sido una película, habría sido una del Oeste titulada El regreso del hijo de puta.

03

—Mis globos oculares están… ¡burbujeando!

—No deberían dolerte. ¿Te duele?

—No… —Pero la luz le resultaba tan brillante que incluso en la oscuridad Robert veía colores feroces—. Todo sigue siendo una mancha, pero no veo tan bien desde… —No sabía cuánto tiempo había pasado; el tiempo en sí había sido oscuridad—. Desde hace años.

Una mujer le habló por detrás del hombro.

—Llevas una semana tomando la medicina retinal, Robert. Hoy nos ha parecido que ya tenías una población de células adecuada, por lo que hemos decidido activarla.

—Y la visión borrosa la podemos curar incluso con más facilidad. ¿Reed? —adujo otra voz de mujer.

—Sí, doctora. —La voz procedía de una mancha en forma de hombre que tenía justo delante. La figura se inclinó—. Deja que te ponga esto sobre los ojos, Robert. Sentirás un poco de parálisis. —Unas enormes manos delicadas colocaron las gafas sobre la cara de Robert. Al fin algo que reconocía; una graduación nueva. Pero el rostro se le paralizó y no podía cerrar los ojos.

—Relájate y mira hacia delante. —Relajarse era una cosa, pero no había otra opción que mirar al frente. Y luego… Dios, era como ver un ordenador lento formando una imagen. Los borrones iban adquiriendo nitidez poco a poco. Robert habría dado un salto atrás, pero la inmovilidad se había extendido a su cuello y hombros.

—El mapa celular de la retina derecha tiene buen aspecto. Veamos la izquierda. —Pasaron algunos segundos más y se produjo un segundo milagro.

El hombre sentado delante retiró las «gafas» de la cara de Robert. Había una sonrisa en su rostro de mediana edad. Vestía camisa blanca de algodón con el bolsillo bordado en letras azules: «Auxiliar clínico Reed Weber.» ¡Puedo ver hasta la última fibra! Miró por encima del hombro del tipo. Las paredes de la clínica estaban ligeramente desenfocadas. Quizá para salir tuviese que ponerse gafas. La idea le hizo reír. Y luego reconoció las imágenes de las paredes. No estaba en una clínica. Lo que colgaba de las paredes eran las caligrafías que Lena había comprado para la casa de Palo Alto. ¿Dónde estoy?

Había una chimenea; había puertas correderas de vidrio que daban a un jardín. Ni un libro a la vista; él no había vivido nunca allí. La rigidez de los hombros casi había desaparecido. Robert miró la habitación. Las dos voces de mujer… no estaban conectadas a nada visible. Pero Reed Weber no era la única persona presente. A su izquierda había un tipo fornido, con los brazos en jarras y una sonrisa de oreja a oreja. Robert se miró en sus ojos y la sonrisa vaciló. El hombre le dedicó un gesto y dijo:

—Papá.

—Bob… —Sus recuerdos no regresaron de pronto, sino que, más bien, fue consciente de repente de lo que siempre había sido una realidad. Bobby había crecido.

—Hablaremos más tarde, papá. De momento te dejaré para que termines con la doctora Aquino y su personal. —Asintió al aire en dirección al hombro derecho de Robert… y salió.

El aire dijo:

—En realidad, Robert, esto es todo lo que pretendíamos hacer por hoy. Tendrás muchas cosas de las que ocuparte en las próximas semanas, pero será menos caótico si vamos pasito a pasito. Estaremos atentos por si surge algún problema.

Robert fingió ver algo en el aire.

—Vale. Ya nos veremos.

Oyó una risa amistosa.

—¡Muy bien! Reed te puede ayudar.

Reed Weber asintió y Robert tuvo la sensación de que Weber y él estaban ahora realmente solos. El auxiliar médico guardó las gafas y otras piezas de equipo, simples cajas de plástico, de usar y tirar, sin nada destacable a no ser por los milagros que habían obrado. Weber se dio cuenta de que las miraba.

—Son sólo las herramientas del oficio, las aburridas. Lo realmente interesante son las medicinas y las máquinas que flotan en tu interior. —Guardó la última caja y alzó la vista—. Eres un tipo con suerte, ¿lo sabías?

Ahora veo la luz del sol donde antes la noche era eterna. ¿Dónde estará Lena? Luego pensó en la pregunta de Reed.

—¿A qué te refieres?

—¡Escogiste la enfermedad adecuada! —Rio—. La medicina moderna es como un campo de minas celestial. Podemos curar muchas cosas: el Alzheimer, por ejemplo, a pesar de que casi pierdes el barco. Tú y yo tuvimos Alzheimer. Yo padecía el de tipo común, que detuvieron a los primeros síntomas. Muchas otras enfermedades son tan mortales o limitan tanto como antes. Todavía no se puede hacer mucho para mitigar una apoplejía. Algunos cánceres son incurables. Hay tipos de osteoporosis tan terribles como en el pasado. Pero para todas tus dolencias tenemos solución segura. Ahora tienes unos huesos tan sanos como los de un hombre de cincuenta años. Hoy te hemos reparado los ojos. Más o menos dentro de una semana reforzaremos tu sistema nervioso periférico. —Reed rio de nuevo—. ¿Sabes?, incluso tienes una bioquímica dermatológica y adiposa que responde a los tratamientos Venn-Kurasawa. Ni una persona entre mil atraviesa ese campo de minas. Vas a tener un aspecto mucho más juvenil.

—Lo próximo será hacerme jugar a videojuegos.

—¡Ah! —Weber metió la mano en la bolsa de equipo y sacó un papel—. No se nos puede olvidar.

Robert aceptó el papel y lo desdobló. Era muy grande, casi del tamaño de un pliego. Parecía de papel de carta. En la parte superior había un logotipo en letra elegante: «Clínica Crick, división geriátrica.» El resto era un esquema. Los nódulos principales: «Familia Microsoft», «Gran Muralla Linux» y «Epifanía Lite».

—Al final preferirás usar Epifanía Lite, pero por ahora es mejor el tipo de ordenador con el que estás más familiarizado.

Los elementos situados bajo «Familia Microsoft» eran nombres de programas de Microsoft, los primeros de la década de los ochenta del siglo XX. Robert la miró inseguro.

—¿Robert? Sabes… sabes algo de ordenadores, ¿no?

—Sí. —Pensándolo bien, lo recordaba. Sonrió—. Pero siempre iba rezagado. Tuve mi primer PC en el año 2000. —Y eso sólo porque el Departamento de Literatura Inglesa en bloque le hacía la vida imposible porque no leía el correo electrónico.

—Menos mal. Vale, con eso puedes imitar cualquiera de esos sistemas antiguos. Simplemente déjalo desdoblado sobre el brazo de la silla. Tu hijo ha hecho que esta habitación reproduzca el sonido, pero en casi todas partes tendrás que tocar la página con los dedos si quieres oírlo. —Robert se inclinó para mirar mejor el papel. No resplandecía; ni siquiera tenía la apariencia vidriosa de una pantalla de ordenador. Era un papel normal de buena calidad. Reed señaló los nódulos—. Ahora pulsa tu sistema operativo favorito.