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Pero las estrellas de la muerte no eran el principal pensamiento de Salaman mientras cavaba esa mañana. Hoy le obsesionaba ese extraño y lejano mensaje — si es que lo era — , que había percibido mientras él y Weiawala ponían en contacto los órganos sensitivos en la colina, al sur del cráter.

Ese insistente palpitar atronador. Ese sonido subterráneo, ese retumbar, esa corriente amenazadora e inquietante. ¿Eran sólo imaginaciones? No. No. La señal había sido débil; emitida tal vez muy lejos de allí; pero Salaman estaba seguro de que no lo había soñado. Debía ser sutil, pero real. En el exterior se estaban operando cambios, cierta agitación en la vastedad del continente. Tal vez constituía una amenaza para la ciudad. Quizá debían tomar alguna precaución.

Temeroso, tembloroso, empapado en su propio sudor, cavó como un loco durante más de una hora, apaleando la tierra como si todas las respuestas estuvieran ocultas allí. Por todo el cuerpo tenía gotas de fango arenoso adheridas. Tenía el vello sucio. Sentía la arenisca entre los dientes, y escupía una y otra vez sin poder librarse de ella. Cavaba con tal fuerza irracional que la tierra salía disparada formando un amplio arco detrás de él. Apenas se fijaba en dónde caía. Al cabo de un rato se detuvo, con el corazón desbocado y los ojos borrosos por la fatiga. Se reclinó sobre la pala y pensó.

Hresh sabría qué hacer, se dijo.

Supón que estás analizando esto con Hresh. ¿Qué consejo te daría?: «He recibido un mensaje, pero es confuso. Puede ser un mensaje de gran importancia, pero no puedo asegurarlo, pues no puedo leerlo con claridad ¿Qué debo hacer?»

Y Hresh respondería: «Si el mensaje es confuso, Salaman pues bien; examínalo bajo una luz más intensa.»

Sí. Hresh siempre tenía la respuesta apropiada.

Salaman arrojó la pala y trepó desde la zanja. Sorprendido, miró hacia atrás y vio el chapucero trabajo que había hecho esa mañana, los golpes salvajes y desparejos, la tierra dispersa por doquier. Sacudió la cabeza con desaprobación. Luego tendría que arreglar aquello, pensó. Luego.

A pesar del cansancio, se obligó a correr. Pasó por la casa de Lakkamai, casi atropelló al azorado Britikkos, y surcó la senda que conducía al borde sur del cráter. Le guiaba una energía demoníaca. Sintió a Yissou encaramado en su hombro derecho y a Dawinno sobre el izquierdo, ambos insuflándole fuerzas. Y delante de él iba corriendo Friit, el dios Sanador, sonriendo, haciéndole señas. Tropezando, tambaleando, jadeando, Salaman subió al borde del cráter, saltó por encima, tomó aire, y salió disparado como un loco por la senda que le llevaba a su atalaya particular.

Ante él se extendía la tierra en toda su verde majestad.

Miró hacia las colinas del sur, iluminadas por el sol, y se detuvo un instante para reunir fuerzas y tomar aliento. Luego elevó el órgano sensitivo y emitió la segunda vista, esa peculiar facultad perceptiva que constituía un don para su especie. El órgano sensitivo se le puso rígido como el miembro de apareamiento. Lo apuntó al horizonte y proyectó toda la energía de que era capaz.

Una vez más oyó aquel retumbar palpitante: un pulso grave y pesado, que resonaba muy lejos, más allá de las colinas.

Con la segunda vista, Salaman estuvo a punto de llegar a comprender qué significaba ese sonido. Pero sólo a punto. Vio un destello de color, un fulgor de brillante tono escarlata. ¿Qué significaría aquello? Y luego otros colores: amarillo, negro, amarillo, negro, amarillo, negro, palpitando, pulsando, alternándose y repitiéndose, una y otra vez, incansables, atento a tales sensaciones le llegó una profunda sensación de terror que le arrojó al suelo. Quedó de rodillas, temblando, con los dedos hundidos en el fértil suelo para sostenerse.

Algo se acerca, algo pavoroso. Pero ¿qué? ¿Qué?

Había examinado el mensaje, bajo una luz más intensa, pero aún no era suficiente. Y, sin embargo, ardía de resolución. El entrelazamiento no había bastado para darle claridad de visión; tampoco la segunda vista, aunque con lila la percepción había sido mayor. Pero si se entrelazar al mismo tiempo usara la segunda vista…

Al instante claman se puso en pie y descendió por la ladera de la colina rumbo a la ciudad. En su frenética carrera desprendía toda clase de guijarros y peñascos, de forma que le acompañaba una considerable avalancha y más de una vez se torció los tobillos, aunque no se permitió detenerse ni un solo instante. Sabía que le había arrebatado una especie de locura El fuego de los dioses le había poseído.

— ¡Weiawala! — gritó, al irrumpir en el centro de la pequeña ciudad —. ¿Dónde estás? ¡Weiawala! ¡Weiawala!

La mujer salió de la casa de Bruikkos y Thaloin, con el ceño fruncido, mirando alrededor. Cuando le vio, se llevó la mano a la boca.

— ¿Qué te ha sucedido, Salaman? ¡Nunca te había visto así! ¡Estás todo sudoroso, cubierto de polvo…!

— No importa. — La cogió por la muñeca —. ¡Vamos! ¡Ven conmigo!

— ¿Te has vuelto loco?

— ¡Ven! ¡Vamos a la colina!

Comenzó a tirar de ella. Entonces salió Thaloin de la casa, parpadeando bajo la luz del sol, mirando asombrada la escena que tenía lugar ante ella. Y al verla, Salaman tuvo una inspiración. Si una compañera de entrelazamiento podía amplificar un mensaje mental desde lejos, dos conseguirían dar una profundidad de percepción mucho mayor. Con un rápido movimiento de la mano la aferró también y comenzó a arrastrar alas dos mujeres hacía la senda.

— Suéltame — gritó Thaloin —. ¿Qué estás…?

— Por favor. Venid conmigo — musitó Salaman —. No discutáis. Es vital. Vamos allí, arriba de la colina… allí…

Asía a Thaloin con una mano y a Weiawala con la otra, y las arrastraba tras de sí. El alboroto atrajo a los demás — Minbain, Lakkamai, el niño Samnibolon — que intercambiaron miradas intrigadas. Cuando Salaman pasó ante el palacio real Harruel salió por la puerta trasera, con el rostro sombrío, hosco y malhumorado, tambaleándose en el último estadio de la borrachera. Señaló a Salaman y sé echó a reír con voz ronca.

— ¿Dos, Salaman? ¿Dos a la vez? ¡Sólo un rey se lleva dos mujeres a la vez! Ven aquí… dame… dame.

Harruel intentó agarrar a Weiawala. Salaman, maldiciendo, le empujó con un golpe de hombro contra el pecho. Harruel abrió unos ojos como platos, gritó desconcertado y comenzó a retroceder, agitando los brazos, hacia el borde de la zanja de Salaman. Perdió el equilibrio y cayó dentro. Salaman no se volvió para mirarle. Aferrando con más fuerza a Weiawala y Thaloin, las arrastró a lo largo de la senda rocosa que conducía a la cima del cráter. Sabía que estaba caminando demasiado deprisa para ellas: las mujeres tropezaban; vacilaban, caían una y otra vez. Él las levantaba, tiraba de ellas y seguía empujándolas hacia la cumbre. Thaloin era mucho más baja que Weiawala y apenas podía seguir el paso, así que Salaman esperaba, se detenía, y volvía a emprender la marcha. Ellas no se resistían. Al parecer habían deducido que estaban en manos de un lunático y que lo más prudente era acceder a cuanto les pidiese. Al llegar a la cima de la colina, Salaman las arrojó al suelo y se tendieron jadeantes a recuperar fuerzas, cerca de la atalaya.

— Ahora nos entrelazaremos — anunció Salaman por fin.

Weiawala se mostró estupefacta.

— ¿Tú… yo… Thaloin?

— Los tres.

Thaloin contuvo un gesto de rechazo. Salaman la miró con enfado.

— ¡Los tres! — repitió, con la urgencia del que ha perdido la razón —. ¡Es importante para la seguridad de la ciudad! ¡Entrelacémonos, dadme vuestra energía, vuestra segunda vista! ¡Entrelacémonos! ¡Vamos! — Las dos mujeres estaban como paralizadas, y temblaban débilmente. Salaman cogió el órgano sensitivo de Weiawala y lo envolvió alrededor del suyo, y sobre ambos, posó el de Thaloin. Con el tono de voz más seductor y tierno de que fue capaz les dijo —: Por favor. Haced lo que os pido. Entregaros al entrelazamiento.