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— No. No. No.

— Duerme, Koshmar…

— Todavía no. Que Dawinno os lleve. Aún estoy viva, ¿no lo veis? ¡Gobierno! ¡Soy la cabecilla!

Koshmar se puso en pie, y agitó los brazos con furia para despejar los vapores que colmaban la pequeña habitación. El gesto le causó dolor. La punzada que le mortificaba el pecho se acentuó y la perforó de un modo atroz. Pero no dejaría entrever su angustia. Abrió la puerta giratoria de la pequeña capilla para que el aire fresco ventilara el lugar y las tenues figuras de las cabecillas muertas se difuminaron, se hicieron transparentes, hasta desvanecerse casi por completo. Tosiendo, asfixiada, Koshmar salió trastabillando hacia la luz del sol. Se aferró a una cornisa antigua y derruida hasta que el espasmo del vértigo cesó.

Nunca regresaré a esta capilla, se dijo. Que los muertos sigan muertos. No necesito consejos.

Poco a poco se abrió paso a través de los seis arcos en ruinas y los cinco intactos, cruzó la plaza de mármol rosado, subió los cinco tramos de escaleras megalíticas. Pasó ante los escombros de la caída torre negra, y se dirigió al asentamiento por el sur y el oeste de la ciudad. De vez en cuando Koshmar atisbaba algún bermellón de los bengs deambulando solo, paciendo las hierbas que crecían entre las losas resquebrajadas. A su lado, por sobre los tejados, pasó un grupo de monos gritando de forma insultante y arrojándole objetos desde una distancia prudencial. Les lanzó una mirada de desprecio. Dos veces descubrió Hombres de Casco en unas ruinas, realizando en silencio misiones desconocidas. Ninguno de ellos dio señales de haberla reconocido.

Seguía lejos del asentamiento, en una zona de enormes estatuas caídas y pabellones brillantes como espejos que con los años habían quedado reducidos a ruinas plateadas. Entonces, vio la figura de Hresh a lo lejos. Corría hacia ella, gritando, llamándola por su nombre.

— ¿Qué ocurre? — preguntó —. ¿Por qué me has seguido hasta aquí?

Hresh se encaramó al hombro de un derruido coloso de mármol y la miró con ansiedad.

— Tengo que hablar contigo, Koshmar.

— ¿Aquí?

— No quería que ningún miembro de la tribu nos oyera.

Koshmar le miró con dureza.

— Si piensas proponerme alguna nueva maquinación de las tuyas, debes saber antes de comenzar que has elegido un momento poco propicio. Deseo estar sola, hoy me siento muy poco receptiva. Muy poco receptiva.

— Supongo que tendré que arriesgarme. Quiero hablarte de abandonar la ciudad.

— ¿Tú? — Los ojos se le encendieron de ira —. ¿Ir junto a Harruel, eso es lo que pretendes?

— No. No junto a Harruel. Y no sólo yo, Koshmar. Todos nosotros.

— ¿Todos? — Volvió a sentir una punzada de ardiente dolor en el pechó. Quiso frotarse el esternón. Pero eso revelaría su angustia a Hresh. Controlándose con gran esfuerzo, dijo —: ¿Qué insensatez es ésta? Te advertí que no quería que me molestaras con nuevas fantasías y…

— ¿Puedo hablar, Koshmar?

— Sigue.

— ¿Te acuerdas del día en que entramos en Vengiboneeza, años atrás? ¿Cuando los ojos-de-zafiro artificiales se burlaron de nosotros y me llamaron «monito», y nos dijeron que no éramos verdaderos seres humanos?

— Dijimos las palabras adecuadas, y los guardianes nos aceptaron como humanos y nos dejaron entrar.

— Nos aceptaron, sí. Pero en ningún momento dijeron que fuésemos la especie humana del Gran Mundo. «Vosotros sois los humanos ahora», eso dijeron. ¿Lo recuerdas, Koshmar?

— Todo esto me está hartando, Hresh.

— ¿Y si te contara que he hallado pruebas irrefutables de que los guardianes decían la verdad? ¿De que los verdaderos seres humanos del Gran Mundo eran los sueñasueños, y que nuestra especie en esa misma época era poco más que un grupo de animales?

— Es absurdo, niño.

— Tengo pruebas.

— Pruebas absurdas. En aquella ocasión dije que probablemente había muchas especies de humanos, pero que nosotros éramos la única que había sobrevivido. De forma que el mundo es nuestro por derecho. Es inútil discutir esta cuestión de nuevo, Hresh. Y, de todas formas, ¿qué relación tiene todo esto con irnos de Vengiboneeza?

— Si somos seres humanos, como tú sostienes, y si somos los únicos humanos que aún existen, entonces debemos marcharnos de este lugar y construir una ciudad propia, como hacen los seres humanos, en lugar de vivir merodeando entre las ruinas de algún pueblo pretérito — contestó Hresh.

— Es el mismo argumento que esgrimió Harruel. Fue un acto de traición y dividió la tribu. Si opinas lo mismo que él, deberías irte a vivir con los otros, dondequiera que estén. ¿Es eso lo que deseas? Entonces márchate. ¡Vete, Hresh!

— Quiero que todos nos marchemos para llegar a ser humanos.

— ¡Somos humanos!

— Entonces debemos irnos —, para poder estar a la altura de nuestro destino humano. ¿No comprendes, Koshmar, que la diferencia entre los humanos y los animales reside en que éstos simplemente viven al día, mientras que los seres humanos…

— Ya basta — le interrumpió Koshmar en voz muy baja —. Esta conversación ha terminado.

— Koshmar. Yo…

— Terminado. — Se llevó la mano al pecho y la apretó con fuerza. Comenzó a frotar. El dolor era tan tenaz que se hubiera e cogido, pero se obligó a permanecer sentada en posición erguida —. He venido aquí para estar sola, y reflexionar sobre asuntos que sólo a mí me conciernen. Ha invadido mi intimidad, a pesar de que te había pedido que no lo hicieras, y has soltado una serie de tonterías que nada tienen que ver con nuestra situación actual. No somos monos. Los monos son esos animales molestos que andan por los tejados, y no pertenecen a nuestra especie. Y nos marcharemos de Vengiboneeza, sí, cuando los dioses me indiquen que ha llegado el momento. Cuando los dioses me lo señalen, Hresh, no tú. ¿Lo has comprendido? Bien. Bien. Ahora, márchate.

— Pero…

— ¡Vete, Hresh!

— Como ordenes — dijo. Se volvió y echó a andar lentamente hacia el asentamiento.

En cuanto lo hubo perdido de vista, Koshmar se acuclilló, temblando, mientras la recorrían incontables oleadas de dolor. Al cabo de un rato, el espasmo cedió y volvió a sentarse, empapada de sudor, hasta que el corazón se fue calmando.

El niño tiene sus motivos, pensó. Es tan serio, tan responsable en lo que concierne a las elevadas cuestiones del destino y las metas… Y muy probablemente tenga razón al sostener que el Pueblo debería abandonar este lugar para buscar su destino en otro sitio. Seamos monos o seres humanos, pensó Koshmar — aunque no tenía la más mínima duda de a cuál de ambos grupos pertenecía el Pueblo —, no nos beneficiará en absoluto permanecer aquí durante años. Esto es evidente. Con el tiempo tendríamos que marcharnos y construir nuestra propia ciudad.

Pero no ahora. Irnos en este momento significaría ceder el lugar a los bengs. La partida de la tribu no debía parecer el resultado de ningún tipo de presión, pues eso representaría una mancha para el orgullo del Pueblo y para su propio liderazgo durante el resto de sus días. Hresh tendría que darse cuenta de ello. Él, y cualquier otro que estuviera ansioso por irse. ¿Taniane? Bien podría haber instigado estos pensamientos a Hresh, se dijo. Taniane era una niña impaciente, llena de ambiciones abrasadoras. Tal vez estuviera planeando una segunda ruptura. Taniane y Hresh estaban muy unidos últimamente. Acaso, especuló Koshmar, Hresh haya venido hasta aquí con la velada advertencia de que debo comenzar a trazar un cambio de política, antes de que el cambio me sea impuesto por la fuerza.

Nada me será impuesto contra mi voluntad, pensó Koslunar enfurecida. Nada.

Luego cerró los ojos y se acuclilló en el suelo.

Qué cansada estoy, pensó.