Выбрать главу

— Partiremos cuando estemos listos. Si nos lleva un mes, nos iremos dentro de un mes. Si tardamos dos meses, pues será al cabo de dos meses.

— Pero ¿nos marcharemos para siempre?

— Nada podrá alterar mi decisión en ese sentido.

— Ah — dijo Torlyri, apartándose de Koshmar como si la hubiese golpeado —. Entonces, todo ha terminado.

— ¿A qué te refieres?

— Por favor. Déjame sola, Koshmar.

Koshmar asintió. Ahora lo comprendía todo. Torlyri no había querido entrelazarse con ella porque había una sola cosa que no se atrevía a decirle, y era que si el Pueblo se marchaba de Vengiboneeza, ella no la acompañaría.

Quería quedarse junto a el Hombre de Casco. Sabía que Koshmar no permitiría que él se uniese a la tribu, o tal vez él no deseara abandonar a su pueblo.

Entonces, he perdido a Torlyri para siempre, pensó Koshmar.

Y juntas, en silencio, se alejaron del lugar rumbo al asentamiento.

14 — LA ÚLTIMA HORA

Para Hresh fue una época de éxtasis, que representó el logro de muchos sueños, y de deseos que nunca había sospechado conseguir.

Taniane se había convertido en su compañera de entrelazamiento y también de apareamiento. Ahora que entre ellos no se levantaban barreras, comprendía que durante toda la niñez y juventud, ella lo había mirado constantemente con amor y deseo. Mientras, él había permanecido ciego, perdido en los estudios de las crónicas y de la ruinosa Vengiboneeza, y no había sabido comprender en lo más mínimo la naturaleza de los sentimientos de Taniane hacia él, ni siquiera de sus propios sentimientos por ella.

Para Taniane, Haniman había sido sólo una distracción. Un amante transitorio con quien llenar el tiempo y despertar los celos de Hresh. Y, para mal de todos, Hresh tampoco había comprendido la naturaleza de esa relación.

Pero toda esta situación se había solucionado. Noche tras noche, durante todas las horas, Taniane y Hresh yacían juntos, abrazados, con los órganos sensitivos unidos en una fusión de cuerpo y alma tan inmensa que él no podía evitar sentirse maravillado. En cuanto reuniera el valor necesario, iría a pedir permiso a Koshmar para que Taniane fuese su compañera. No había encontrado en las crónicas precedentes ningún caso en que el anciano de la tribu hubiese formado pareja, pero tampoco había dado con una prohibición explícita. Torlyri había tomado a Lakkamai por pareja. Y si la mujer de las ofrendas podía formar pareja, ¿por qué no podía hacerlo un cronista?

Hresh también conocía las ambiciones de Taniane: la joven veía que Koshmar envejecía, que se sentía derrotada, consumida; y ansiaba ocupar el lugar de la cabecilla.

Taniane no hacía nada por ocultarle su plan para el futuro de la tribu.

— ¡Gobernaremos juntos, tú y yo! Yo seré la cabecilla y tú el anciano, y cuando nazcan nuestros hijos, los criaremos para que nos sucedan en el puesto. ¿Cómo podríamos encontrar a alguien mejor que nuestros hijos? ¿Un hijo que herede tu sabiduría y obstinación y mi fuerza y energía? ¡Oh, Hresh, Hresh, todo ha sido tan maravilloso para nosotros!

— Koshmar aún es la cabecilla — le recordó con sensatez —. Todavía no hemos formado pareja siquiera. Y tenemos trabajo que hacer en Vengiboneeza.

Aunque Koshmar había rechazado con furia la sugerencia de que la tribu partiera de la ciudad, y no había vuelto a tratar el tema, Hresh sabía que la partida era inevitable. Tarde o temprano Koshmar comprendería que el Pueblo se estaba estancando en Vengiboneeza y que además los bengs estaban llevando la situación al límite. Y entonces, sin previa advertencia — Hresh conocía bien a Koshmar — daría la orden de hacer el equipaje y partir. Así consideraba esencial seguir sondeando entre las ruinas de la ciudad mientras tuviese tiempo en busca de cualquier objeto que pudiera serle de utilidad. Por miedo a toparse con patrullas bengs, salía a explorar sólo por las noches. Cuando el asentamiento quedaba en silencio y a oscuras, él y Taniane salían a explorar por Vengiboneeza, cogidos de la mano, corriendo de puntillas. Casi no dormían, y los ojos les brillaban de agotamiento. Los mantenía en pie la excitación de la tarea.

Tres veces intentó llegar a la cueva subterránea donde había visto trabajar a las máquinas reparadoras, pero siempre había hallado cerca centinelas bengs, y no pudo acercarse. En silencio maldijo su mala suerte. Imaginó que los bengs debían de estar revolviendo las ruinas y llevándose objetos de importancia, y sintió que el alma se le desgarraba, como hendida por una daga. Pero los lugares por explorar eran interminables. Valiéndose del mapa de los tesoros de círculos entrelazados y puntos rojos como guía, corrían por corredores, bóvedas, galerías cámaras enterradas y túneles, avanzando con paso febril hasta el alba. Sólo entonces caían abrazados para dormir una o dos horas antes de volver al asentamiento.

Hicieron muchos descubrimientos. Pero casi ninguno parecía tener valor inmediato o potencial.

En una gran cámara de muros de piedra caliza, en un sector de la ciudad conocido como Mueri Torlyri, encontraron una máquina solitaria diez veces más alta que ellos, en perfecto estado de conservación. Era un artefacto brillante en forma de cúpula, de metal blanco nacarado con incrustaciones de piedra coloreada en forma de bandas, con óvalos palpitantes de luz roja y verde, y brazos redondeados que parecían dispuestos a moverse en muchas direcciones con sólo tocar un control. La máquina parecía una especie de ídolo gigante. Pero ¿para qué servía?

Otra caverna, cubierta con inscripciones en unas grafías sorprendentes y serpenteantes que mareaban a la vista, contenía unas cajas de cristal brillante donde había cubos de metal oscuro. Al escuchar la voz, de estos cubos partían ondas de luz trémula. Los cubos eran pequeños, no más anchos que una mano, pero al abrir una caja para extraer el cubo, Hresh no logró su propósito. El metal con que estaban construidos debía ser tan pesado que excedía sus fuerzas.

Una larga y bella galería, parcialmente derruida por la incursión de un río subterráneo, aún contenía una especie de gran espejo metálico erigido sobre tres patas de metal, algo maltrecho por las incrustaciones minerales. Taniane se aproximó y soltó un grito de sorpresa y desconsuelo.

— ¿Qué has encontrado? — le gritó Hresh.

Señaló.

— Allí está mi reflejo, en el centro. Pero en este lado, mira, una imagen de cuando era niña. Y al lado derecho, esa mujer anciana y encorvada… Hresh, ¿se supone que seré así cuando llegue a vieja…?

Al hablar, del espejo provino un sonido tumultuoso y balbuceante, que al cabo de un rato reconoció, o creyó reconocer, como su propia voz distorsionada y amplificada. Pero hablaba en un idioma desconocido, tal vez el de los ojos-de-zafiro. Al cabo de un instante, el espejo se oscureció y el ruido cesó. Hasta ella llegó un olor a quemado. Se encogieron de hombros y siguieron andando.

Esa misma noche, más tarde, Hresh encontró una esfera plateada de tamaño lo bastante reducido para caber cómodamente en una mano. Al pulsar un botón de la cara superior, la esfera cobró vida y emitió un sonido agudo y punzante, y un palpitar constante de luz verde y fría. Sin temor, acercó el ojo a la pequeña abertura de donde provenía la luz y vislumbró una nítida escena de la época del Gran Mundo.

Vio media docena de ojos-de-zafiro de pie sobre una plataforma brillante de piedra blanca, en un sector de la ciudad que no supo reconocer. El cielo aparecía extrañamente desolado y opaco, y en lo alto se arremolinaban gruesas espirales enfurecidas de nubes agitadas, como si se avecinara una terrible tormenta. Y, sin embargo, los ojos-de-zafiro hablaban entre sí con serenidad y reverencia, como en una especie de tranquilo ritual.

Al parecer, el aparato mostraba imágenes del Gran Mundo a escala mucho más reducida que la otra máquina de botones y palancas de la plaza de las treinta y seis torres. Hresh introdujo el objeto en su bolsa para examinarlo luego con más cuidado.