La noche siguiente, mientras trabajaban en una bóveda llena de escombros al otro lado de la ciudad, al pie de las colinas, fue Taniane quien encontró algo extraordinario, en una cisterna húmeda y maloliente a cinco niveles por debajo de la superficie. Dio con ella del modo más literaclass="underline" iba andando y tropezó con un bloque de piedra que se deslizó a un lado para mostrar una cámara secreta.
— ¡Hresh! — exclamó —. ¡Aquí! ¡Deprisa!
En el instante en que abrieron la puerta, la sala oculta se iluminó con luces brillantes y doradas. En el centro, sobre una plataforma de jade, se levantaba un tubo de metal con una esfera encapuchada en lo alto, que emitía destellos de color fulgurante. Ella avanzó hacia el aparato, pero Hresh la aferró por la muñeca y la detuvo.
— Espera — dijo —. Esto es peligroso.
— ¿Sabes qué es?
— Lo he visto… en visiones. Vi cómo lo empleaban los ojos-de-zafiro.
— ¿Para qué?
— Para quitarse la vida.
Taniane contuvo la respiración como si hubiera recibido un golpe.
— ¿Para quitarse la vida? ¿Y por qué harían semejante cosa?
— No tengo ni idea Pero vi cómo lo hacían. Esta abertura luminosa que hay en lo alto absorbe cuanto se acerca a ella, por muy grande que sea. En el interior hay algo negro, como un portal que conduce a otro sitio, o tal vez a ningún sitio. Suben hasta allí, y prácticamente hunden la nariz en su interior, y de pronto desaparecen, algo los transporta, no llego a entender cómo, y ya no están. Es algo misterioso y de lo más fascinante. En mi visión fui hasta allí y me habría atrapado a mí también, de no haber sido una imagen. Pero éste es de verdad…
Le soltó la muñeca y comenzó a dirigirse hacia el objeto.
— Hresh… no, no…
Él se echó a reír.
— Sólo quiero probarlo.
Cogió un pequeño fragmento de estatua, lo sopesó un par de veces y lo arrojó desde abajo hacia la capucha luminosa. Permaneció un instante suspendido en el aire justo ante la zona de luz palpitante, y luego desapareció. Hresh permaneció expectante a la espera del ruido de los fragmentos contra el suelo. Pero no oyó nada.
— ¡Funciona! ¡Funciona!
— Vuelve a intentarlo.
— De acuerdo.
Encontró otro fragmento de piedra, delgado como su brazo, y lo levantó hasta la boca de la máquina. Sintió un cosquilleo en el brazo y la mano, y de pronto se encontró que no sostenía nada de nada. Se miró los dedos. Se acercó más.
¿Y si pusiera la mano?, se preguntó.
Se puso ante la columna de metal, meciéndose sobre los pies, reflexionando con el ceño fruncido. Era una tentación casi irresistible, una sensación insidiosa. Recordó los animales con forma de boca que atronaban en la gran planicie arenosa, y que lo atraían inexorablemente con su palpitar. Esto era igual. Podía sentir el impulso que le capturaba. Casi estaba cediendo ya. Este objeto podía darle… respuestas. Podía darle… paz. Podía…
Taniane debió de sospechar lo que pasaba por su mente. Se acercó a él y le cogió por el hombro para apartarlo del lugar.
— ¿En qué pensabas? — quiso saber.
Hresh se estremeció.
— Me preguntaba cosas. Tal vez demasiadas.
— Vámonos de aquí, Hresh. Uno de estos días la curiosidad acabará contigo.
— Espera. Déjame comprobar una cosa más.
— Es muy peligroso, Hresh…
— Lo sé. Espera. Espera.
— Hresh…
— Esta vez tendré más cuidado.
Avanzó en cuclillas, evitando mirar la zona de luz que partía de la cúspide de la columna. Se inclinó hacia adelante y rodeó con el brazo el tubo de metal. Tal como había supuesto, se separó con facilidad de la plataforma de piedra verde. Era hueco y cálido al tacto. Probablemente lo habría aplastado si lo hubiese apretado con todas sus fuerzas. Sin dificultad lo trasladó por la sala y lo apoyó en la pared. La luz vacilante, que se había extinguido cuando levantó el objeto, regresó de inmediato.
— ¿Qué haces, Hresh?
— Es portátil, ¿no lo ves? Nos lo podemos llevar.
— ¡No! Déjalo aquí, Hresh. Me asusta.
— A mí también. Pero quiero saber más cosas acerca de él.
— Tú siempre quieres saber más de todo. La curiosidad te matará. Déjalo, Hresh.
— Éste no. Tal vez sea el único que quede en el mundo. ¿Quieres que los bengs se apropien de él?
— Bueno, si los devora como a la piedra que arrojaste, no sería mala idea…
— ¿Y si no permitieran que les hiciera daño, pero en cambio le encontraran algún uso?
— Esto sólo sirve para destruir, Hresh. Si te preocupa que los bengs lo posean, arrójale una piedra pesada y tal vez logres romperlo. Pero marchémonos de aquí.
Él la miró largamente con ojos inquisidores.
— Te prometo, Taniane, que me cuidaré de esta cosa. Pero debo llevármela.
La joven suspiró.
— Hresh — dijo, sacudiendo la cabeza con resignación —. ¡Ay, Hresh! ¡Ay, ay!
Harruel dormía; perdido en un éxtasis. El mundo aparecía cubierto por una alfombra de flores de cien colores sutiles, y su suave perfume colmaba el aire como si fuese música. Él yacía en una piscina de suave piedra pulida. En su brazo, Weiawala. En el otro, Thaloin y los tres bañados en dulce y tibio vino dorado. A su alrededor, sus hijos, más de una docena, guerreros espléndidos y altos, idénticos a él en rostro y valentía, que lo alababan con voces estruendosas:
— ¡Harruel! — clamaban —. ¡Harruel! ¡Harruel!
Y luego, una nota discordante, alguien que lo llamaba con un tono de voz cansado y rasposo:
— ¡Harruel ¡Harruel¡
— No, tú no — dijo con pesadez —. ¡Lo estás estropeando todo! ¿Quién eres? No eres mi hijo, con semejante voz. ¡Márchate! ¡Lárgate!
— ¡Harruel, despierta!
— ¡Deja de molestarme! ¡Soy el rey!
— ¡Harruel!
Una mano se cernía sobre su garganta. Los dedos se hundían en ella. Se sentó al instante, rugiendo de furia, mientras el sueño se disolvía hecho jirones. Weiawala ya no estaba. Thaloin había desaparecido al igual que el espléndido coro de altos vástagos. Una película gris y arenosa de vino le cubría el cerebro y le nublaba el espíritu. Le dolía todo el cuerpo, como si alguien hubiese estado comiendo excrementos con sus propios dientes. Minbain estaba a su lado. No lo había aferrado por la garganta sino por el lado del cuello: aún sentía la presión de sus dedos. Parecía preocuparla algún problema de gravedad.
— ¿Cómo osas despertarme…? — le gritó con furia.
— Harruel, están atacando la ciudad.
— … cuando intento descansar después de… — Harruel contuvo el aliento —. ¿Qué? ¿Atacando…? ¿Quién? ¿Koshmar? ¡La mataré! ¡La desollaré, la asaré, y me la comeré! — Harruel se puso en pie con esfuerzo, aullando —. ¿Dónde está? ¡Tráeme la espada! ¡Llama a Konya y a Salaman!
— Ya están peleando fuera — le informó Minbain, retorciéndose las manos —. No es Koshmar la que nos ataca. Toma, Harruel. La espada, el escudo. ¡Son los hjjks, Harruel! ¡Son ellos! ¡Los hjjks!
El guerrero se dirigió a la puerta, tambaleándose. Del exterior provenían los clamores de la batalla, que penetraban los vapores del alcohol.
¿Hjjks? ¿Allí?
El otro día Salaman había dicho algo acerca de que temía una invasión de un ejército hjjk. Había tenido una visión, un sueño increíble. Harruel no le había hecho caso. Pero recordaba que Salaman había dicho que el ejército estaba muy lejos, y que tardaría meses en llegar. Eso le ensañará a no confiar en sus visiones, pensó Harruel.