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Le dolía la cabeza. La situación exigía pensar con claridad. Deteniéndose en la puerta, tomó el cuenco de vino que siempre tenía allí y se lo llevó a los labios. Todavía quedaba más de la mitad, pero se lo acabó en cuatro tragos.

Mejor. Mucho mejor. Salió de la cabaña.

Todo era un caos. Durante un instante le costó enfocar la vista. Luego el vino hizo efecto y vio que la ciudad estaba en gran peligro. Había un edificio en llamas. Los animales del corral andaban sueltos y corrían por todas partes gimiendo y mugiendo. Se oían gritos, aullidos, llantos de niños. Justo fuera del perímetro del asentamiento había un enjambre de hjjks, diez, quince, dos docenas provistos de unas armas demasiado cortas para ser espadas, y demasiado largas para ser cuchillos. Cada hjjk, alto anuloso y de muchos brazos, esgrimía al menos dos de estas armas; algunos, tres y hasta cuatro. Con ellas hendían el aire con gestos amenazadores y fatales. Giraban como locos emitiendo aquel chirrido seco al cual debían su nombre. Harruel vio un niño que yacía muerto en el suelo, como un lastimoso despojo. A su alrededor, animales ensangrentados, posesiones tribales dispersas por doquier…

— ¡Harruel! — gritó, corriendo hacia el fragor de la lucha —. ¡Harruel! ¡Harruel!

Salaman, Konya y Lakkami estaban dejando las fuerzas en la lucha hundiendo y escarbando con sus afiladas espadas. Bruikkos había conseguido dos espadas hjjks, y con una en cada mano se había situado en medio de la fuerza de ataque, dando saltos y cabriolas como un loco, rebanando los anaranjados tubos de respiración que los seres-insectos tenían a ambos lados de la cabeza. Nittin también luchaba, y hasta las mujeres blandían escobas, hachas y palos con gran furia.

La presencia de Harruel entre ellos renovó sus bríos.

Sintió que entre los defensores circulaba una corriente frenética y belicosa.

En la línea del frente distinguió a su hijo Samnibolon.

Apenas era más que un niño, pero blandía una hoz con la cual segaba sin piedad las muchas patas articuladas de los hjjks. Harruel soltó un grito de alegría al comprobar la naturaleza guerrera de su hijo, y otro cuando Samnibolon derribó a uno de los enemigos. Galihine golpeó al hjjk herido por la espalda con un garrote que terminaba en un puño, y Bruikkos apareció por un costado y asestó el golpe fatal con uno de sus cuchillos.

El orgullo y el vino encendieron la sed de batalla de Harruel. Se movió con placer salvaje. Fue avanzando hacia donde luchaba Salaman, valiéndose de su tamaño y fortaleza con gran ventaja: pateaba y empujaba a los hjjks para arrojarlos al suelo antes de atravesarlos con la espada. Descubrió que el mejor sitio para herirlos era el punto donde las patas se unían al duro caparazón: la espada se hundía con facilidad. Y allí concentraba sus golpes, uno tras otro, con gran precisión y efecto mortal. Llegó hasta Salaman, y juntos avanzaron hacia un grupo de hjjks que luchaban espalda contra espalda, moviendo sus cortas espadas como si fueran aguijones.

— ¿De dónde han venido? — preguntó Harruel —. ¿Es ésta la visión que tuviste?

— No — dijo Salaman —. Yo vi una inmensa horda de bermellones, y un vasto ejército de seres-insecto…

— Y éstos, ¿cuántos son?

— No más de veinte. Debe de tratarse de una avanzadilla del ejército principal. Lakkamai y Bruikkos se toparon con ellos accidentalmente en el bosque, y de inmediato se lanzaron contra la ciudad.

— Acabaremos con todos ellos — dijo Harruel.

Ya había visto muertas a ocho o diez de las criaturas. Tal vez más.

Acometió y se lanzó espada en ristre contra el grupo de hjjk, obligándolos a dispersarse. Al mismo tiempo, Salaman atacó al de la izquierda, arrojándolo al suelo con feroces movimientos del arma. Harruel se volvió para hundir la suya sobre el caparazón amarillo y negro de la criatura caída y oyó un crujido que lo llenó de placer.

Sin embargo, antes de que pudiera escudarse, el segundo hjjk corrió hacia él y trazó una línea de fuego sobre su brazo no con la hoja sino con el pico, como advirtió Harruel. El guerrero aulló y gritó. Levantó la pierna en un puntapié tremendo que destrozó la mandíbula del hjjk. Nittin se acercó y rebanó los tubos respiradores del ser — insecto, que cayó muerto.

— Vamos — dijo Salaman, entre golpe y golpe —. Ido deben quedar más que seis o siete con vida. Son duros, pero no saben pelear, ¿no crees?

— Según dijo Hresh una vez — intervino Nittin — pelean en enjambres. Diez contra uno. Pero en esta ocasión no enviaron fuerzas suficientes. ¡Detrás de ti, Harruel!

Harruel se volvió y vio a dos hjjks que atacaban juntos. Los tiró al suelo con un solo golpe de la espada y hundió el mango del arma en una de las gargantas frágiles, estrechas, expuestas. Salaman se encargó del otro atacante.

Harruel sonrió. Ya vislumbraba el final de la batalla. Ya ansiaba el vino que le aguardaba para celebrar la victoria.

Lakkamai perseguía a un hjjk que corría frenéticamente hacia el borde del cráter. Konya y Galihine habían acorralado a otro cerca de la casa de Nittin. Un tercero había caído en la infernal zanja de Salaman y dos de las mujeres le azotaban las garras cada vez que intentaba salir.

Harruel se apoyó en la espada. Todo ha terminado, comprendió con alegría.

Pero su regocijo duró poco. La fatiga y el dolor lo sobrecogieron. Sobre el pecho le palpitaba una terrible mordedura, y la herida atroz que se abría en su brazo sangraba y latía. La borrachera que lo había sostenido en pie durante el ardor de la batalla ya se había disipado y la resaca le provocaba cansancio y tristeza.

Harruel contempló la ciudad: el palacio se incendiaba, los animales habían escapado, y ahora vio a una de las mujeres muerta, o tal vez herida. No había sido una victoria tan aplastante como creyó al principio.

Le invadió la desolación.

Éste es el castigo que me han deparado los dioses, pensó.

Por todos mis pecados. Por haber violado a Kreun, y por mis otras crueldades y actos injustos, y por mi desmedido orgullo, y por mis decisiones equivocadas. Por haber golpeado a Minbain. Y por haberme excedido con el vino. Los hjjks han venido a destruir la ciudad que he construido, que debió haber sido mi monumento. Hemos acabado con esta avanzadilla, pero ¿qué ocurrirá con el ejército que Salaman descubrió en su visión? ¿Cómo conseguiremos que se retiren? ¿Cómo nos defenderemos de esos monstruosos bermellones cuando irrumpan en nuestra ciudad, pisoteándolo todo? ¿Cómo lograremos sobrevivir, cuando llegue la gran invasión?

Era otra noche cálida y el aire se cernía pesado y sofocante. Ahora hacía calor todo el día. La época fría y dura que había sucedido al Largo Invierno sólo era un vago recuerdo. Y a pesar del calor pegajoso de la noche, Koshmar sentía un escalofrío que le recorría los huesos y le sacudía el cuerpo entero, entre el pelaje y la piel. Desde hacía bastante tiempo, estos fríos nunca la abandonaban.

Recorría el asentamiento, inquieta Le costaba mucho dormir. Pasaba las noches merodeando, paseándose sin objetivo por los edificios. A veces imaginaba que era su propio fantasma, que flotaba ligera, invisible, silenciosa. Pero la angustia siempre la acompañaba, para recordarle que debía cargar con el peso de su propio cuerpo.

No había vuelto a hablar de marcharse de Vengiboneeza. Eso había sido sólo una trampa para arrancar la verdad a Torlyri acerca de su decisión de irse o permanecer allí. Ahora que sabía la verdad (estaba segura de que ella jamás abandonaría a su Hombre de Casco), Koshmar no podía decidirse a ordenar la partida. Ni Hresh ni Torlyri habían vuelto a tratar el tema. El plan seguía en el limbo. ¿Será que mi enfermedad me ha debilitado tanto que soy incapaz de organizar la marcha?, se preguntó. ¿O será la convicción de que este nuevo viaje representará el fin de mis relaciones con Torlyri, y me siento incapaz de superarlo?