No podía decir de qué se trataba. Sus temores privados se entremezclaban inevitablemente con sus deberes públicos. Estaba cansada, cansada, cansada. Profundamente angustiada y confundida. Sólo cabía esperar y aguardar a que el tiempo solucionara sus problemas. Tal vez sanaría de esta enfermedad y recuperaría las fuerzas. O acaso Torlyri se cansaría de su romance con el beng. El tiempo lo resolvería todo, pensó Koshmar. El único aliado que me queda es el tiempo.
De pronto, un resplandor le llamó la atención. De uno de los edificios abandonados al otro lado de la plaza, cerca del extremo sur del asentamiento, provenía un solitario haz de luz. Entonces todo se sumió de nuevo en las tinieblas, como si de pronto se hubiera cerrado una puerta Koshmar frunció el ceño. Nadie tenía nada que hacer allí, sobre todo a esta hora. Todos dormían. Todos, excepto Bamak, quien hoy tenía guardia, y a quien Koshmar acababa de ver hacía sólo unos minutos, patrullando el límite norte del asentamiento.
Fue a investigar, preguntándose si no sería un grupo de espías bengs que se habían introducido en el territorio del Pueblo. ¡Qué gente tan molesta! Nunca había confiado en ellos, a pesar de sus sonrisas y fiestas. Le habían quitado a Torlyri. Pronto también se quedarían con Vengiboneeza. ¡Que Dawinno se los llevara!
El edificio era una estructura de un solo piso y cinco lados, construidos en piedra rosada que brillaban como un metal. O quizá fuese metal con textura de piedra pulida. En cada lado se abría una única ventana triangular cubierta por un toldo de la solidez de la madera y la textura de la más fina gasa. Koshmar empujó una con cuidado. Pero no cedió. Probó con otra, haciendo más fuerza. Cedió una rendija apenas lo suficiente para dejar escapar un haz de luz amarilla Contuvo la respiración y la abrió un poco más. Se inclinó para mirar hacia el interior.
Vio una gran habitación, tan profunda que el suelo quedaba por debajo del nivel de la plaza. La única iluminación provenía de unas lámparas de grasa animal. En el centro de la sala se erguía una estatua esculpida en piedra blanca. Era la figura de un ser alto y de miembros largos, anguloso y delgado, con una cabeza redonda y sin órgano sensitivo. La imagen de un sueñasueños, a juzgar por su apariencia. Alrededor de la estatua se esparcían ramas verdes de árboles, pilas de frutos, unos pocos animales en cestas de mimbre. Y ante las ofrendas, con las cabezas inclinadas, susurrando en voz casi inaudible, cinco miembros de la tribu. Bajo la tenue luz Koshmar distinguió a Haniman, Kreun, Cheysz y Delim. Y aún otro, que le daba la espalda, ¿era Preyne? No. Jalmud. Debía de ser Jalmud.
Koshmar observó la ceremonia con creciente desolación que se convirtió en conmoción y luego en horror. Hablaban tan bajo que no lograba oír lo que decían, pero parecían murmurar una especie de plegaria. De vez en cuando alguno de ellos acercaba a la estatua del sueñasueños un racimo de frutos o un hato de ramas. Cheysz había oprimido la frente contra el suelo desnudo y sin baldosas. Kreun también estaba postrada. Haniman se mecía con un ritmo casi hipnótico. Al parecer era el líder. Él hablaba, y los demás repetían.
En cuanto se hubo alejado un poco, Koshmar echó a correr hacia el templo. Con el corazón latiendo furiosamente, fue hasta la cámara de Hresh y descargó fuertes golpes contra la puerta.
— ¡Hresh! ¡Hresh, despierta! ¡Soy Koshmar!
El joven se asomó.
— Estoy ocupado con las crónicas.
— Eso puede esperar. Ven conmigo. Hay algo que debes ver.
Juntos corrieron por la plaza. Barnak había descubierto los movimientos de Koshmar, y apareció de alguna parte con gestos inquisidores. Pero la cabecilla le ordenó que se alejara con brusquedad. Cuantos menos vieran esto, mejor. Condujo a Hresh hasta el edificio de cinco lados, le hizo un ademán imponiéndole silencio y le señaló la ventana que había entreabierto. El joven atisbó por allí. Y al cabo de un rato, se aferró al marco con súbita excitación. Se asomó más, casi hasta pasar la cabeza por la abertura. Poco después, al descender, tenía los ojos abiertos de estupor y le costaba respirar.
— ¿Y bien? ¿Qué supones que están haciendo?
— Parece ser un rito religioso…
Koshmar asintió con nerviosismo:
— ¡Exactamente! ¡Exactamente! Pero, según tu opinión, ¿a que dios están venerando?
— No es ningún dios — replicó Hresh —. Es la estatua de un ser humano… de un sueñasueños…
— Sí. De un sueñasueños. Están adorando a un sueñasueños, Hresh. ¿Qué significa esto? ¿Qué clase de nuevo rito ha surgido aquí?
Como en un sueño, Hresh pensó en voz alta.
— Creen que los humanos son dioses… están orando a los humanos…
— A los sueñasueños, querrás decir. Nosotros somos los humanos, Hresh.
Hresh se encogió de hombros.
— Como tú digas. Pero parece que esos cinco no piensan lo mismo.
— En efecto — ironizó Koshmar —. Están deseosos de convertirse en simios, como tú. Y de postrarse ante ese viejo resto de piedra para elevar oraciones… — Koshmar giró de pronto y se sentó, con la cabeza entre las manos —. ¡Ay, Hresh, Hresh, qué gran equivocación cometí al no escucharte. En Vengiboneeza estamos perdiendo la humanidad. Nuestra esencia, Hresh. Estamos convirtiéndonos en animales. Ahora sé que tú estabas en lo cierto. Debemos irnos de aquí enseguida.
— Koshmar…
— ¡Enseguida! Por la mañana proclamaré la orden. Haremos el equipaje y nos marcharemos, dentro de dos semanas como máximo. Antes de que el veneno se propague entre nosotros. — Se levantó con paso incierto. Con el tono más firme de que fue capaz, ordenó —: ¡Y no reveles a nadie lo que acabamos de presenciar!
Era lo que Hresh había deseado, y su alma tenía que haber desbordado de alegría al conocer la decisión de Koshmar. El mundo, que despertaba con todo su esplendor y maravilla, se abría ante él, y ansiaba internarse en las tierras desconocidas para penetrar en sus infinitos misterios.
Pero a la vez le azotaba una poderosa sensación de pérdida y tristeza. Aún no había terminado su labor en Vengiboneeza. La decisión de Koshmar caía sobre su alma como una hoja afilada, que le despojaba de todo lo que la ciudad tenía por descubrir y recobrar. Todas las reliquias del Gran Mundo que no se llevaran consigo, con el tiempo caerían en manos de los bengs.
El asentamiento hervía bullicioso. Tenían que reunir el ganado y prepararlo para la marcha. Había que recoger las cosechas, que embalar las posesiones de la tribu. Apenas tenían tiempo para descansar. La partida era cuestión de días. De vez en cuando acudía algún beng al asentamiento y contemplaba perplejo lo que estaba sucediendo. Koshmar corría de una tarea a otra, tan agotada y consumida que su salud era objeto de comentario público. Torlyri casi nunca estaba en el asentamiento y quienes necesitaban consuelo y alivio acudían a Boldirinthe, quien se había ofrecido para llevar a cabo las tareas de Torlyri. Y cuando ésta venía, también su rostro tenía una expresión triste y oscura.
Hresh oía a la gente comentar que resultaría imposible tenerlo todo listo para la fecha dispuesta por Koshmar, que sería mejor posponerla una semana más, un mes más, una temporada más… Y, sin embargo, el trabajo prosiguió con idéntico frenesí, y no se anunció ninguna postergación.
— Es nuestra última oportunidad. Debemos convocar de nuevo a Los Buscadores y llevarnos todo lo que encontremos — dijo a Taniane.
— Pero Koshmar quiere que nos desembaracemos de todo lo posible para poder avanzar con mayor comodidad…
Hresh hizo un gesto de fastidio.
— Koshmar no comprende nada. A veces creo que todavía está viviendo en el capullo.
Aunque algo inquieta por tener que desobedecer a Koshmar, finalmente Taniane acató la voluntad de Hresh. Pero convocar al viejo grupo de Los Buscadores resultó difícil. Konya había partido junto a Harruel; Shatalgit y Praheurt, con el peso de un niño y otro en camino, no tenían tiempo para trabajos adicionales. La cauta Sinistine se acogió a la orden de Koshmar de suspender cualquier otro proyecto y centrarse exclusivamente en la partida. No hubo forma de convencerla.