Eso dejaba sólo a Haniman y Orbin. Haniman les dijo bruscamente que no le interesaba explorar con ellos, y qué no pensaba discutir el tema. Orbin, igual que Sinistine, dijo que iba a cumplir puntualmente la orden de Koshmar.
— Pero te necesitamos — suplicó Hresh —. Hay lugares donde las paredes se han caído, y pesadas piedras nos obstruyen el camino. Los mejores artefactos tal vez están en esos sitios. Necesitaremos tu fuerza Orbin.
— Hay que desmantelar el asentamiento. Mis fuerzas serán para esto. Y Koshmar dice que… — alegó Orbin, encogiéndose de hombros.
— Lo sé. Pero esto es más importante.
— Para ti.
— Te lo suplico, Orbin. Una vez fuimos amigos…
— ¿Ah, si? — dijo impasible.
Fue un golpe doloroso. Habían sido compañeros de juegos durante la infancia, sí. Pero eso fue muchos años atrás. Desde entonces, ¿qué habían representado el uno pira el otro? Ahora eran extraños. Hresh, el astuto sabio de la tribu. Orbin, sólo un guerrero, tal vez útil por sus músculos, pero no por nada más. Hresh abandonó el intento. La exploración final tendrían que hacerla él y Taniane, solos.
Una vez más partieron, amparados por la oscuridad. El lugar donde habían encontrado las — máquinas reparadoras fue una vez más objeto de la exploración de Hresh. Esta vez se llevó consigo el Barak Dayir.
— Mira — exclamó Taniane —. ¡Una marca beng sobre la pared!
— Sí. La he visto.
— ¿No estaremos invadiendo su territorio?
— ¿Invadiendo? — replicó enfadado — ¿Quién llegó primero a Vengiboneeza? ¿Ellos o nosotros?
— Pero otras veces que hemos visto señales de bengs cerca hemos vuelto al asentamiento…
— Pues ahora no lo haremos.
Siguió avanzando. Distinguieron el gran montículo piramidal de columnas rotas. En la fachada del templo derruido que había al otro lado del camino, bailoteaban las cintas de los bengs. Dos reparadores artificiales pasaron cerca, sin prestar atención a Hresh y Taniane y sin interrumpir su solemne tarea de revolver restos y apuntalar paredes a punto de caer.
— Por allí, Hresh — indicó Taniane en voz baja.
Miró a la izquierda. Bajo la luz de la luna las terribles sombras de dos cascos bengs se erigían como manchas monstruosas sobre la fachada lateral de un edificio de piedra blanca. Al lado de un bermellón, dos corpulentos guerreros estaban de pie, conversando tranquilamente.
— No nos han visto — murmuró Taniane.
— Lo sé.
— ¿Podemos sortearlos de algún modo?
Hresh sacudió la cabeza.
— Dejaremos que nos descubran.
— ¿Qué?
— Debemos hacerlo.
Extrajo la Piedra de los Prodigios y la dejó descansar un rato sobre la palma de la mano. Taniane la miró con una expresión entre fascinada y despavorida. Él mismo sintió temor, no por la vista del Barak Dayir, sino por la arriesgada complejidad de su plan.
Se inclinó y cogió el Barak Dayir con el órgano sensitivo. La música del talismán comenzó a penetrar en su alma. Le serenó y le bañó de consuelo. Indicó a Taniane que le siguiera y caminó por un sitio abierto, hacia los bengs, que le miraron con sorpresa y desagrado.
Ahora, a controlarles, sin hacerles daño y sin quitarles la vida…
Suavemente, Hresh tocó las almas de los beng. Sintió que los dos se retorcían, en un furioso intento de liberarse de su intrusión. Temblando, Hresh impidió que el contacto se rompiera. No podía olvidar aquel primer Hombre de Casco, tanto tiempo atrás, que prefirió morir antes que dejarse invadir de ese modo. Tal vez mi contacto fue demasiado duro en aquella ocasión, pensó. No debía matar a estos dos. Por encima de todo, no debía matarlos. Pero ahora contaba con la ayuda del Barak Dayir.
Los bengs se agitaban y luchaban. Al fin se serenaron y quedaron relajados de pie, mirándole como bestias adormecidas. Hresh suspiró. ¡Había dado resultado! ¡Estaban en su poder!
— He venido a explorar este sitio — les dijo.
Los ojos de los bengs estaban tensos y brillantes. Pero no podían escapar a su control. Primero uno, y luego el otro, asintieron.
— Me ayudaréis en lo que os pida — ordenó Hresh —. ¿Lo habéis comprendido?
— Sí — fue la respuesta hosca y reacia.
Una oleada de alivio le recorrió. Los tenía como atrapados en un arnés. Pero no sufrirían daño.
Taniane le miraba maravillada. Él sonrió y se llevó un dedo a los labios.
Entonces miró a uno de los artefactos reparadores que había cerca y lo llamó. Su pequeña mente mecánica respondió sin la menor vacilación. Giró y comenzó a moverse rápidamente hacia la puerta de piedra roja que había sobre el pavimento. Alargó uno de sus brazos metálicos y tocó la puerta, que al instante se deslizó sobre los rieles.
— Ven — invitó a Taniane.
Descendieron a la cámara subterránea, profusamente iluminada, que yacía abierta entre ellos. Había gran cantidad de máquinas intrincadas y complejas, brillantes, perfectas. Más de una docena de pequeños mecánicos reparadores se movían por entre las hileras de artefactos, realizando sin duda tareas menores de mantenimiento. Al otro lado de la inmensa sala, Hresh vio que una de las máquinas trabajaba sobre otra igual pero inmóvil. ¡Con que así habían conseguido subsistir a lo largo de milenios! Se reparaban mutuamente, pensó. Así podían durar una eternidad…
A la que había abierto la puerta para ellos, Hresh ordenó:
— Dime las funciones de estos artefactos.
Y como respuesta, abrió un nicho en la pared y extrajo una pequeña esfera de bronce que cabía en la mano de Hresh. Su exterior metálico era translúcido y dentro de ella se escondía un globo más pequeño de mercurio imperecedero y brillante que giraba sin cesar. No tenía ningún mando, ni otro medio visible con el cual manejarlo., Pero al tocarlo con su mente amplificada por el Barak Dayir, el alma de la pequeña esfera se abrió ante él como montada sobre goznes, y el joven se internó en vertiginosos planos de conocimiento.
— ¿Hresh? — preguntó intrigada Taniane —. ¿Hresh, estás bien?
Asintió. Se sentía mareado, sorprendido, aturdido. En un torrente veloz y embriagador de datos, la esfera le explicaba para qué servían los objetos que tenía ante él. Éste medía la estabilidad y profundidad de los cimientos. Aquel otro erigía columnas. Éste cortaba roca. Ése transportaba escombros. Éste… aquél… ese otro…
Tiempo atrás, cuando exploraba las ruinas había visto máquinas semejantes. Recordaba su fracaso al tratar de ponerlas en marcha: los aparatos empezaban a construir puentes y paredes, y a cavar fosos y demoler edificios como si actuaran por cuenta propia. Había tenido que esconder las máquinas porque eran peor que inútiles. Eran peligrosas, destructivas, incontrolables.
Pero esta pequeña esfera de mercurio que tenía en la mano debía ser el control central al cual obedecían los demás. Con su ayuda, se dijo, podría construir una Vengiboneeza entera. Una mente clara, enfocada a través del dispositivo, podría dirigir a la horda de máquinas constructoras para levantar cuanto fuera necesario. No más puentes inútiles. No más paredes levantadas en lunática profusión en medio de las avenidas. Sólo construcción planificada, de acuerdo con el plan que se trazara. Se convertiría en el amo, y la esfera sería su mejor arma, y las otras máquinas construirían bajo sus órdenes.
— ¿Qué tienes Hresh? ¿Qué es todo esto?