— ¿Cómo podrías hacer semejante cosa?
— Sí. ¿Cómo? ¿Qué sé de vuestras costumbres, de vuestros dioses, de vuestro idioma, de nada? Lo único que conozco de tu pueblo es a ti. Jamás me adaptaría…
— Sí, con el tiempo…
— ¿Lo crees?
Ahora ella apartó la mirada.
— No — reconoció, apenas capaz de emitir esa única palabra.
— De modo que, después de preguntármelo un millar de veces, concluyo que no hay sitio para mí en la tribu de Koshmar. Siempre sería un extraño. Un enemigo, incluso.
— ¡Desde luego, no un enemigo!
— Creo que sí, para Koshmar y los demás. — De pronto estrujó el racimo de moras de luz en la mano y lo dejó caer al suelo: En la oscuridad, Torlyri se sintió inesperadamente asustada. ¿Qué pretendía? ¿Matarse y matarla, por un amor frustrado? Pero el hombre se limitó a cogerle las manos, atraerla a él y estrecharla con fuerza. Luego, con voz hueca y distante, continuó —: Y también tendría que abandonar a mis hermanos de Casco, a mi cabecilla, a mis dioses. ¡Tendría que abandonar a Nakhabá! — Temblaba —. Debería dejarlo. Ya no me conocería más. Estaría perdido…
Torlyri le acarició el oído, la mejilla, el sitio desnudo de la cicatriz. Un haz de luz fugitiva le permitió vislumbrar su rostro, y sobre él, una red de lágrimas. Pensó que verlo llorar le provocaría también el llanto, pero no. Ella ya no tenía más lágrimas.
— ¿Qué haremos? — volvió a preguntar.
Torlyri le cogió la mano y la oprimió contra su seno.
— Aquí. Acuéstate a mi lado. Sobre el suelo, junto a estas impresionantes máquinas. Eso es lo que haremos. Acostarnos aquí, Trei Husathirn. Échate a mi lado. A mi lado…
La mañana había llegado. Hresh miró con adoración a Taniane, que dormía profundamente, exhausta tras la expedición nocturna. Con paso lento salió de la habitación. Todo permanecía en calma. En el aire flotaba una rica dulzura, como si una flor nocturna acabara de abrirse.
Había sido una noche prodigiosa. Las últimas dificultades para la partida de Vengiboneeza habían desaparecido, gracias a la pequeña esfera de metal dorado.
Ahora, Hresh tenía en la manó una esfera distinta, la esfera plateada que había descubierto noches atrás. No había tenido tiempo de examinarla a fondo, pero ese amanecer brumoso, tras una noche en vela, tras una noche en que dormir había sido impensable, una noche de esfuerzos heroicos, la pequeña esfera gravitaba con pesadez en su alma.
Parecía como si le llamara. Miró a su alrededor, pero no descubrió a nadie. El asentamiento dormía. Hresh se ocultó en una rendija entre dos gigantescas estatuas de alabastro sin cabeza que representaban a dos ojos-de-zafiro. Pulsó el dispositivo que ponía en funcionamiento la esfera.
Por un instante no sucedió nada. ¿Habría consumido toda la energía de la esfera aquella vez que la utilizó? ¿O acaso no había oprimido el botón con fuerza suficiente? La sostuvo sobre la palma de la mano: preguntándoselo. Y entonces emitió el mismo sonido agudo e intenso que en la otra ocasión, y volvió a irradiar la luz verde e intermitente.
Se apresuró a acercar el ojo al diminuto orificio, y una vez más el Gran Mundo apareció ante él.
Esta vez, además de imagen había sonido. De la nada provenía una melodía lenta y pesada. Eran tres acordes entrelazados. Uno de una opaca tonalidad gris, otro que resonaba en su alma con un matiz azul profundo, y un tercero, de un tono naranja duro y agresivo. La música le recordaba a un canto fúnebre. Hresh advirtió que era la música más apropiada para representar los últimos días del Gran Mundo.
A través del pequeño orificio, Hresh accedió a un vasto panorama de la ciudad.
Vengiboneeza se desplegaba ante él en sus horas finales. Era una visión sobrecogedora.
El cielo sobre la ciudad es negro. Y por entre las calles soplan vientos atroces y oscuros, creando turbulencias negras sobre un fondo tenebroso. Una ráfaga de polvo asfixia el aire. Débiles rayos de luz solar danzan errantes por entre el polvo, posándose sin fuerza sobre el suelo. Sobre las plantas comienza a formarse una débil capa de escarcha. Y también sobre el contorno de los estanques, sobre las ventanas, sobre el aire mismo.
Hresh sabe que hace poco ha caído una estrella de la muerte. Una de las primeras, o tal vez la primera…
Con un impacto que hizo estremecerse al mundo, la estrella de la muerte ha caído sobre la Tierra en algún lugar cercano a Vengiboneeza. O tal vez no, acaso fue al otro lado del mundo. Una inmensa nube negra de ceniza, se ha elevado por encima de las más altas montañas. El aire está denso de polvillo. Toda la tibieza del sol ha quedado obstruida por las nubes. La única luz que se filtra es un pálido reflejo helado. El mundo comienza a congelarse.
Esto es sólo el comienzo. Una tras otra caerán más estrellas de la muerte, cada cincuenta años, cada quinientos años, quién sabe cada cuánto. Y cada una traerá una nueva calamidad durante el interminable Largo Invierno.
Pero para el Gran Mundo, el primer impacto será el mortal. Los ojos-de-zafiro, los vegetales, los amos-del-mar y el resto habitan un mundo donde el aire es limpio y suave, y donde nunca llega el invierno. El invierno sólo es un débil recuerdo de la antigüedad prehistórica, un mero sueño ancestral. Y ahora, vuelve de nuevo. Y de los Seis Pueblos, solo los hjjks y los mecánicos son capaces de subsistir sin protección especial. Pero los mecánicos, como Hresh sabe sin entender por qué, elegirán la muerte.
Ha sonado la última hora del Gran Mundo.
Sopla un viento amargo. Unos cuantos copos blancos revolotean en el aire. El nuevo frío ya ha hecho que las primeras bestias despavoridas emprendan una migración salvaje al refugio que ofrece Vengiboneeza. Hresh las ve por todas partes: cuernos, colas, colmillos y pezuñas, en una horda de ojos aterrorizados, fauces abiertas y mandíbulas babeantes.
Los vientos ásperos retumban en lo alto con toda su majestad, impulsando el ritmo solemne que ordena a los animales buscar refugio allí. Bajo la fuerza de la horrible tempestad, corren sin concierto, despavoridos. Irrumpen en estampida por las calles; salen desbocados, como si la actividad febril los mantuviera con calor suficiente para subsistir. Las prodigiosas mansiones blancas de Vengiboneeza son devastadas. En cada rincón Hresh ve animales de todas clases trepar por las paredes, trasponer umbrales, hundirse en dormitorios. Por las avenidas se abalanzan y corren inmensas manadas de grandes cuadrúpedos. Los gritos ásperos de los invasores desgarran cruelmente la música serena que fluye de la esfera plateada.
Y sin embargo…, y sin embargo…
Los ojos-de-zafiro…
Hresh los ve proseguir sin cesar su tarea en medio de la locura. Los enormes cocodrilos conservan la calma, una calma incomprensible. Es como si sólo hubiese comenzado a caer una ligera tormenta de verano.
A su alrededor, las criaturas enloquecidas por el miedo saltan, se retuercen, corren y se deslizan. Y con calma, con calma sin mostrar jamás la menor señal de alarma o desmayo, los ojos-de-zafiro guardan sus tesoros, dictan instrucciones para su cuidado, cumplen sus habituales deberes religiosos a unos dioses que sin embargo les envían un destino aciago.
Hresh los ve reunirse en plácidos grupos para oír música, para observar el juego de, colores sobre unos gigantescos cristales dispuestos sobre los muros de los edificios, enfrascarse en serenas reflexiones sobre temas complejos. Su vida habitual prosigue a pesar de todo. Unos cuantos, pero sólo unos pocos, van hacia las máquinas de luz y son transportados. Pero acaso también este comportamiento sea normal, y nada tenga que ver con la proximidad de la catástrofe.
Y, sin embargo, saben que es el fin. Sin duda tienen que saberlo. Pero, simplemente, no les importa.
El frío se acentúa. El viento adquiere mayor violencia. El cielo no muestra estrellas, ni nubes. Es negro sobre un fondo, tenebroso. Ha comenzado a caer una llovizna fría que se convierte en nieve, y luego en duras partículas de hielo, antes de llegar al suelo. Cada árbol se recubre de una mortal película brillante y transparente al igual que los edificios. El mundo ha adquirido el fulgor de la muerte.