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Y, cada uno a su modo, los demás pueblos responden a la destrucción.

Los hjjks abandonan la ciudad. Se han dispuesto en una interminable doble hilera, amarilla y negra, amarilla y negra, y marchan por la puerta del sur. No se apresuran. Su disciplina es perfecta. En su evacuación, guardan un orden monstruoso y total.

Los amos-del-mar también se marchan, y tampoco muestran pánico. Se encaminan a la costa y se alejan de la orilla. Pero él lago comienza a helarse en el mismo momento en que se internan en él. No hay duda de qué se dirigen a la muerte. Sin duda lo saben.

Los mecánicos también se van por la gran avenida que serpentea entre los pies de las colinas, hacia el este. Las brillantes máquinas de cabeza achaparrada se mueven con rapidez, a trompicones. Tal vez ya se han trazado como destino la lejana planicie donde Hresh y su tribu los hallarían, muertos y cubiertos por el óxido de milenios, un lejano día, en el futuro.

Para los vegetales no hay éxodo. Ya casi están agonizando, Se desmoronan allí donde se encuentran, con las pobres flores ajadas, los delgados tallos ennegrecidos y las hojas marchitas cayendo una tras otra Y a medida que mueren, los mecánicos que todavía no se han ido de la ciudad aparecen para llevárselos. La ciudad se mantendrá en condiciones hasta último momento.

De los Seis Pueblos, los únicos a quienes no ve son los humanos. Hresh recorre toda la ciudad en busca de las criaturas blancas y alargadas, de ojos sombríos y cabezas de combados cráneos. Pero no, no, ni uno solo. Al parecer ya se han ido: astutos y precavidos, ya se han embarcado en su viaje hacia… ¿adónde? ¿Hacia la seguridad? ¿Hacia una serena muerte en algún otro lugar, como los amos-del-mar o los mecánicos? Hresh no lo sabe. Está azorado e hipnotizado por la visión del final de Vengiboneeza. Le confunden los negros vientos que barren el cielo negro, y la música mortal y lúgubre, y la migración de los seres del Gran Mundo al exterior de la ciudad, y la de los habitantes de los bosques hacia dentro de las murallas. Y esa incomprensible aceptación que impávidamente despliegan los ojos-de-zafiro a medida que la última hora se cierne sobre ellos.

Observa hasta que ya no puede soportarlo más. Hasta el fin, los ojos-de-zafiro se muestran indiferentes por el destino que les espera.

Por fin, oprime el botón con un dedo tembloroso y la imagen se desvanece a medida que la música cesa. Y Hresh cae de rodillas, sobrecogido, aturdido…

Supo que no había comprendido nada de lo que acababa de ver.

Su alma bullía de preguntas, más que nunca; y no tenía respuesta para ninguna de ellas. Ninguna respuesta, para ninguna pregunta.

Por la mañana Koshmar quiso levantarse del lecho, pero una mano invisible y poderosa se apoyó entre sus senos y la obligó a echarse de nuevo. Estaba sola. Torlyri había ido al templo la noche anterior para proseguir la tarea de embalar los objetos sagrados, y no había vuelto. Habrá ido en busca de su beng, pensó Koshmar. Permaneció un momento quieta, tendida, jadeando, frotándose el pecho, sin hacer esfuerzos por incorporarse. Algo arde en mi interior, pensó. El corazón está en llamas. O tal vez eran los pulmones. El fuego me está consumiendo por dentro.

Con cuidado, volvió a intentar sentarse. Esta vez ninguna mano la empujó, pero a pesar de todo le resultó difícil, y le causó muchos temblores y estremecimientos. Y muchas pausas prolongadas en que se vio obligada a hacer equilibrio sobre la punta de los dedos para no caer hacia atrás. Tenía mucho frío. Agradecía que Torlyri no estuviera allí para ver su agonía, su enfermedad, su dolor. Nadie debía verla. Pero por encima de todo, que no la viera Torlyri.

Con la segunda vista se proyectó al exterior del edificio y tomó conciencia de que Threyne pasaba por allí cerca con su hijo, Thaggoran. Koshmar la llamó, y se acercó al marco de la puerta, aferrándose a él y echando los hombros atrás, luchando por aparentar que no le sucedía nada malo.

— ¿Me has llamado? — preguntó Threyne.

— Sí. — La voz de Koshmar sonó temblorosa y ronca incluso a sus propios oídos —. Necesito hablar con Hresh. Ve a buscarle y dile que venga a verme, ¿quieres?

— Desde luego, Koshmar.

Pero Threyne vaciló, sin decidirse a hacer lo que Koshmar le había encomendado. Tenía los ojos ensombrecidos por la preocupación. Se da cuenta de que estoy enferma, pensó Koshmar. Pero no se atreve a preguntarme qué me pasa.

Miró al joven Thaggoran. Era un niño robusto, de lar. gas piernas, ojos brillantes, temperamento apocado. Tenía más de siete años y permanecía oculto detrás de su madre, mirando a la cabecilla con incertidumbre. Koshmar le sonrió.

— ¡Cómo ha crecido, Threyne! — exclamó, con toda la calidez de que fue capaz —. Recuerdo el día en que nació. Estábamos al otro lado de Vengiboneeza, cerca del estanque del aguazancos, cuando te llegó el momento de dar a luz. Hicimos un lecho para ti y Torlyri te cuidó durante el alumbramiento, y Hresh acudió a darle al niño su nombre de nacimiento. Lo recuerdas, ¿verdad?

Threyne miró a Koshmar de modo extraño, y la cabecilla sintió una nueva punzada de dolor.

Debe de pensar que me he vuelto loca, se dijo Koshmar, para que le pregunte si recuerda el día en que nació su primogénito. Luchó por mantener firme la mano mientras acariciaba la mejilla del niño. Él retrocedió.

— Ve — dijo Koshmar —. Ve en busca de Hresh.

Pero Hresh tardó muchísimo en llegar. Tal vez estuviera vagando por las ruinas una última vez, pensó Koshmar. Tal vez tratara desesperadamente de rescatar los últimos tesoros antes de que la tribu se marchara de Vengiboneeza. Luego recordó que Hresh ahora tenía pareja, o casi, y que tal vez estuviera absorto en el entrelazamiento o la cópula con Taniane, y no deseara que le interrumpieran. Resultaba extraño pensar que Hresh tenía pareja, o que se entrelazaba, o que hacía cualquier actividad relacionada con ello. Para Koshmar siempre sería aquel niño salvaje que una temprana mañana alejada en el tiempo había intentado deslizarse al exterior del capullo.

Al fin apareció. Tenía el aspecto desgarbado y ensimismado del que ha pasado la noche en vela: Pero al ver a Koshmar contuvo el aliento y de inmediato se mostró alarmado, como si su aspecto le hubiera despertado de golpe.

— ¿Qué te ha pasado? — le preguntó enseguida.

— Nada. Nada. Entra. ¿Estás enferma?

— ¡No, no! — Koshmar hizo un gesto con su brazo que casi la hizo caer —. Sí — admitió, en voz inaudible. Hresh la aferró por un brazo y la condujo a un banco de piedra cubierto de pieles. Durante mucho rato permaneció con la cabeza gacha, sentada, mientras la atravesaban oleadas de fiebre y dolor. Al cabo de un tiempo dijo, muy lentamente —: Me estoy muriendo…

— No es posible.

— Intérnate en mi espíritu un momento y sabrás la verdad.

— ¡Iré a buscar a Torlyri! — dijo Hresh, agitado.

— ¡No! ¡Torlyri no! — ordenó.

— Conoce las artes de la curación.

— Lo sé, niño. Pero no quiero que ejerza sus artes sobre mí.

Hresh se acuclilló ante ella y trató de observarla de frente, pero la mujer esquivó su mirada.

— ¡No, Koshmar! ¡No! ¡Todavía eres fuerte! Puedes curarte, si dejas que…

— No.

— ¿Sabe Torlyri que estás tan enferma?

Koshmar se encogió de hombros.

— ¿Cómo puedo estar segura de si Torlyri lo sabe o no? Es una mujer inteligente. Nunca he hablado de esto con nadie. Y desde luego, no con ella.