— ¿Cuánto hace que estás as?
— Un tiempo — respondió Koshmar —. Me ha ido venciendo poco a poco. — Esta vez levantó la cabeza, y reunió parte del vigor que alguna vez había ostentado. En voz más alta, continuó —: Pero no te he hecho venir para hablar de mi salud.
Hresh sacudió la cabeza con furia.
— Conozco algunas artes curativas. Si no quieres que Torlyri lo sepa, de acuerdo. Torlyri no tiene por qué estar al corriente. Pero déjame curarte de tu enfermedad. Déjame invocar a Mueri y Friit, y hacer cuanto sea necesario para aliviarte.
— No.
— ¿No?
— Ha llegado mi hora. Que se cumpla el destino. Me quedaré en Vengiboneeza cuando parta la tribu.
— Claro que partirás.
— ¡Te ordeno que dejes de decirme lo que tengo que hacer!
— ¿Cómo vamos a dejarte aquí?
— Ya estaré muerta — respondió Koshmar —. O casi. Diréis sobre mí las palabras de la muerte, me pondréis en un lugar tranquilo y luego os iréis. ¿Lo has comprendido, Hresh? Es mi última orden: la tribu debe alejarse de esta ciudad. Pero la doy sabiendo que no estaré entre vosotros cuando cumpláis mi mandato. Te has pasado la vida entera desobedeciéndome, pero tal vez esta última vez me concedas el derecho a que mi voluntad sea cumplida. No quiero que haya lágrimas ni lamentos por mi causa. He llegado al límite de edad. Éste es el día de mi muerte.
— Si sólo me dijeras qué te pasa, para poder hacer una curación…
— Lo que me pasa, Hresh, es que estoy viva. La cura pronto me será concedida. Una palabra más sobre el tema y te destituyo de tu cargo, mientras todavía conservo el mío. Ahora, ¿querrás callar? Hay cosas que debo decirte antes de que me abandonen las fuerzas.
— Prosigue — aceptó Hresh.
— La tribu emprenderá un viaje muy largo. Eso lo adivino con la sabiduría que proporciona la muerte. Llegaréis a lugares lejanos del mundo. No podréis hacer semejante travesía si lleváis los bultos a la espalda, como hicimos cuando partimos del capullo. Ve a ver a los bengs, Hresh, y pídeles cuatro o cinco bermellones jóvenes como bestias de carga. Si son nuestros amigos, tal como aseguran, tíos los darán. Y si no te los dan, habla con Torlyri y que su amante beng los consiga. Asegúrate que te dan hembras y machos, para poder procrear nuestros propios ejemplares.
— No será difícil — asintió Hresh.
— No. No para ti. Ahora escúchame bien: hay que nombrar una nueva cabecilla. Tú y Torlyri la elegiréis. Debéis escoger a alguien joven, de voluntad férrea y cuerpo fuerte. Tendrá que conducir a la tribu a lo largo de muchas dificultades.
— ¿A quién sugerirías, Koshmar?
Koshmar esbozó una rápida sonrisa.
— Ay, Hresh. ¡Genio y figura! ¡Con qué respeto pides a una Koshmar moribunda que haga la elección, cuando sabes que ya está hecha!
— Te lo he pedido con toda sinceridad y respeto, Koshmar…
— ¿Ah, sí? Pues bien: respondo porque me preguntas, y te digo lo que ya sabes. Hay una sola mujer en la tribu que cumpla los requisitos. Me sucederá Taniane.
Hresh contuvo el aliento, se mordió el labio y apartó la vista.
— ¿Te desagrada la elección?
— No. En absoluto. Pero hace que esto parezca más real. Con más claridad que lo que querría me hace ver que ya no serás cabecilla, que alguien más, que Taniane…
— Todo cambia, Hresh. Los ojos-de-zafiro ya no gobiernan el mundo. Ahora, una cosa más: ¿Taniane y tú formaréis pareja?
— He estado indagando las crónicas en busca de antecedentes que permitieran tomar compañera al cronista de la tribu.
— No es necesario que sigas buscando. Los antecedentes están de más. Tú eres el antecedente. Ella es tu pareja.
— ¿Lo es, entonces?
— Cuando regreses del asentamiento beng, tráela aquí, y diré las palabras rituales.
— Koshmar… Koshmar…
— Pero no le digas que será cabecilla. Todavía no tiene el cargo. Sólo lo será cuando tú y Torlyri depositéis sobre ella esa responsabilidad. Estas cosas deben hacerse como está establecido. No puede haber una nueva cabecilla mientras la otra esté con vida.
— Déjame tratar de curarte, Koshmar…
— Me estás cansando. Ve a ver a los beng y pídeles unos cuantos bermellones, niño.
— Koshmar…
— ¡Ve!
— Déjame al menos hacer algo por ti. — Con dedos temblorosos, Hresh desató un pequeño objeto que llevaba al cuello y lo oprimió en la mano de Koshmar —. Es un amuleto que tomé de Thaggoran cuando murió, tras el ataque de los zorros-rata. Es muy antiguo, y debe de tener grandes poderes, aunque nunca he logrado averiguar cuáles. Cuando siento que necesito tener a mi lado a Thaggoran, cojo el amuleto y su presencia llega hasta mí. Tenlo en la mano, Koshmar. Que Thaggoran acuda a tu lado y te guíe al otro mundo. — Plegó sus dedos sobre el objeto. A través de la palma, Koshmar recibió una sensación tibia y dura —. Él te respetaba y quería — aseguró Hresh —. Me lo dijo muchas veces.
Koshmar sonrió.
— Te agradezco este amuleto, que conservaré hasta el final. Y luego será tuyo de nuevo. No te verás privado de él mucho tiempo. — Hizo un gesto de impaciencia —. Ve, ahora. Ve al asentamiento de los bengs y pídeles unas bestias. Ve, ve Hresh. — Y luego, en tono más suave, llevó la mano hasta la mejilla del joven —. Mi anciano. Mi cronista.
Al parecer, Noum om Beng le estaba esperando. Al menos no mostró sorpresa cuando Hresh apareció, sin aliento, sudoroso, tras haber corrido todo el trayecto desde el asentamiento del Pueblo hasta el sector de Dawinno Galihine. El anciano de los Hombres de Casco estaba en su cámara austera, sentado ante la entrada como si hubiera previsto la llegada de un visitante.
En el cráneo de Hresh latía un martilleo implacable. El alma le dolía: en muy poco tiempo había sufrido demasiados dolores intensos. Su mente bullía por todo lo que había sucedido en los últimos días, pocos y frenéticos. Y ahora debía presentarse ante el anciano Noum om Beng, quizás en lo que fuera su última oportunidad de conversar con él, a pesar de que todavía le quedaba mucho por aprender. Las preguntas se multiplicaban. Las respuestas parecían cada vez más lejanas.
— Siéntate — ordenó Noum ora Beng, señalando un sitio al lado de su banco de piedra —. Descansa. Toma aire, taño. Toma todo el aire que puedas. Bien hondo.
— ¡Padre…!
— ¡Descansa! — insistió Noum om Beng con aspereza.
Hresh pensó que iba a azotarle, como en los primeros días de su aprendizaje. Pero el anciano permaneció en absoluta calma. Sólo movía los ojos, que con su fulgor acerado obligaban a Hresh a la inmovilidad.
Despacio, Hresh tomó aire, lo retuvo, y lo exhaló. Volvió a respirar. Al poco rato, el palpitar de su corazón se calmó y la tormenta de su mente pareció acallarse. Noum om Beng asintió.
— ¿Cuándo os vais, niño? — preguntó en voz baja.
— Dentro de uno o dos días.
— Entonces, ¿has aprendido todo lo que te ofrecía la ciudad?
— No he aprendido nada — se lamentó Hresh —. Nada en absoluto. Recojo información, pero cuanto más sé, menos comprendo.
— A mí me sucede lo mismo — dijo el anciano.
— ¿Cómo puedes decir eso, Padre? Conoces todo lo que hay que saber…
— ¿Eso crees?
— Así me lo parece.
— En verdad, sé muy poco, niño. Sólo lo que me ha sido transmitido a través de las crónicas de mi tribu, y lo que he podido aprender por mí mismo, tanto en mis andanzas como en mis reflexiones.
— Es la última vez que nos vemos, Padre.
— Sí. Lo sé.
— Me has enseñado muchas cosas. Pero todas ellas indirectas, escondidas detrás de más información. Tal vez los significados vayan revelándose en mi cabeza a medida que transcurran los años, y reflexione sobre lo que me has transmitido. Pero hoy te ruego que hablemos más directamente de las grandes cuestiones que me preocupan.