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Hresh se llevó la mano hasta el amuleto de Thaggotan que llevaba en el cuello, pues se sentía confuso, en tensión. Pero luego recordó que se lo había dado a Koshmar para que la asistiera durante sus últimas horas.

— Desearía no tener que marcharme de Vengiboneeza tan pronto, Padre.

— ¿Por qué? El mundo te está esperando.

— Quiero quedarme aquí contigo, y aprender cuanto puedas enseñarme.

Noum volvió a reír. Sin previo aviso, el largo tallo de su brazo fue a dar con la palma abierta contra la mejilla y el labio de Hresh en un castañazo que lo dejó ardiendo.

— ¡Lo único que puedo enseñarte es esto, niño!

Hresh se lamió el hilo de sangre que apareció en su labio inferior.

— Entonces, ¿debo irme? ¿Es lo que tú deseas? — preguntó suavemente.

— Quédate cuanto desees…

— ¿Pero no responderás a más preguntas?

— Tienes más preguntas, ¿verdad?

Hresh asintió, pero sin hablar.

— Bien. Dime.

— Debes de estar cansado, Padre.

— Pregunta. Pregunta. Lo que quieras, niño…

Vacilante, Hresh se atrevió.

— Una vez me contaste que los dioses retribuyen todos nuestros esfuerzos enviándonos las estrellas de la muerte, de forma que nada tiene sentido. Yo dije que esto era un error en el universo, pero tú me contestaste que no, que el universo era perfecto, y que éramos nosotros quienes nos equivocábamos. Pero todavía me parece un error del universo. Y también dijiste que debíamos esforzarnos de todas formas, aunque no sabías por qué. Me dijiste que yo debía descubrirlo y que cuando lo hiciera regresara a contarte lo que había aprendido. ¿Lo recuerdas, Padre?

— Sí, niño.

— Hace poco tuve otra visión del Gran Mundo, utilizando un aparato distinto del que me mostró a los humanos. Esa visión fue ayer por la noche, Padre. Y vi el último día del Gran Mundo, cuando cayó la primera estrella de la muerte y el cielo se ensombreció y el aire se hizo helado. Los humanos ya se habían ido, no sé adónde. Los hjjks se marchaban hacia las colinas, los vegetales morían y los amos-del-mar se encaminaban a la extinción. Los mecánicos también partían a morir a otro sitio. Pero los ojos-de-zafiro, a pesar de saber que se acercaba la hora final, no parecían dejarse influir por cuanto sucedía a su alrededor. No mostraban temor ni aflicción. No hacían nada por desviar el curso de las estrellas de la muerte, aunque era algo que sin duda estaba en sus manos. No logro comprenderlo, Padre. Si supiera por qué los ojos-de-zafiro aceptaron su destino sin demostrar interés alguno, podría decirte por qué debemos esforzarnos cada vez más, aunque los dioses acaben por destruir todas nuestras obras…

— ¿Cómo llamáis al dios Destructor? — preguntó Noum om Beng.

Hresh parpadeó, sorprendido.

— Dawinno.

— Dawinno. Entonces, ¿qué opinas de Dawinno? ¿Crees que es un dios malo?

— ¿Cómo puede haber un dios malo, Padre?

— Has respondido tu propia pregunta, niño.

Hresh no opinó lo mismo. Permaneció sentado, aguardando alguna iluminación posterior. Pero nada. Noum om Beng le sonreía con amabilidad, casi complacido, como si estuviese seguro de haber dado a Hresh la clave para todos sus pesares.

Detrás de su sonrisa, el rostro del Hombre de Casco estaba gris de fatiga; y Hresh comprendió que no debía presionar más las fuerzas de su mentes No se atrevió a pedir más explicaciones.

Me detendré aquí, pensó Hresh. Ya se había cargado de tanta información que le llevaría años y años poder asimilarla toda.

Se puso en pie para marcharse.

— Debo irme ahora, Padre, y dejarte descansar.

— No volveré a verte — dijo Noum om Beng.

— No. Creo que no.

— Hemos hecho una buena labor juntos, niño. Nuestras mentes se conocieron en buena hora.

— Sí — respondió Hresh.

En el tono de Notan om Beng percibió un curioso matiz de finalidad que le hizo preguntarse cuánto más pensaría vivir el anciano. De él emanaba la conciencia de la muerte inminente, y también una profunda aceptación, que lo hacía comportarse con tanta tranquilidad como los ojos-de-zafiro que habían visto cómo se ensombrecía el cielo con nubes de polvo. Ese día Hresh se sentía rodeado de muerte por todas partes. Esa misma mañana había oído a Koshmar hablar de su propio final con aceptación impensada. ¿Cómo podía la gente moribunda asumir la muerte? ¿Cómo podían. encogerse de hombros ante la nada?

Vacilando, Hresh fue hacia la puerta, sin querer marcharse tan pronto pero sabiendo que era su deber.

— Además de hablar conmigo, ¿no tenías alguna otra cosa que hacer por aquí? — dijo Noum oro Beng.

¡Yissou, los bermellones!

Hresh se ruborizó de vergüenza.

— Sí — reconoció débilmente —. Koshmar… nuestra cabecilla… me pidió si… se preguntó si… nos daríais… si sería posible que lleváramos…

— Sí — contestó Noum om Beng —. Previmos la necesidad. Ya está todo dispuesto. Nuestro regalo de despedida serán cuatro bermellones jóvenes: dos hembras y dos machos. Trei Husathirn los llevará dentro de una hora, y os enseñará cómo controlarlos, y cómo procrean. ¿Eso es todo, niño?

— Sí, Padre.

— Ven aquí, Hresh.

Hresh se acercó y se puso de rodillas ante el anciano del Casco. Noum oro Beng levantó su mano como para darle un último golpe, pero luego sonrió, suavizó el movimiento del brazo, y acarició ligeramente la mejilla de Hresh en un inconfundible gesto del más profundo afecto. Con un mínimo gesto de asentimiento indicó al joven que había llegado el momento de partir. No cruzaren ninguna palabra más. Cuando Hresh se detuvo en la puerta para mirarlo, su mirada se cruzó con la de Noum om Beng y tuvo la impresión de que el anciano ya no lo veía, y de que no tenía idea de quién era Hresh.

Cuando Hresh llegó al asentamiento era mediodía. El sol asomaba en un cielo sin nubes. Hresh sintió que el calor del día caía sobre él como una manta. La época invernal de escarcha y frío se había perdido en un pasado remoto. El apresurado viaje hasta el asentamiento de Dawinno le había dejado el pelaje sudoroso y polvoriento, los ojos ardientes, la cabeza palpitante. Se sintió como si no hubiese dormido en un mes.

En el asentamiento reinaba una actividad febril, las tareas de desmantelamiento alcanzaban el punto culminante. De las casas salían paquetes, alguien cerraba un baúl, otro engrasaba las ruedas de un carro recién construido. Vio que Orbin se abría paso entre tres inmensos paquetes, que Haniman clavaba como un loco, que Thhrouk abría un hoyo a través de la pared de un edificio más antiguo que el tiempo para sacar un bulto demasiado ancho para la puerta. Se habían producido ciertos rumores contrarios a la idea de partir, sobre todo por parte de Haniman y de algunos otros que Hresh había visto postrados ante la estatua del Sueñasueños, pero nadie rehuía el trabajo de preparar la travesía. El Pueblo tenía el instinto de cooperación profundamente arraigado.

Taniane salió de la casa de Koshmar e hizo señas a Hresh desde el umbral.

— Hresh, Hresh, ¡aquí!

Se dirigió hacia ella. Parecía extraña, como si se hubiera lastimado a sí misma. Tenía los hombros encogidos, los codos contra el cuerpo. Los labios le temblaban. Llevaba una faja de color rojo sangre que nunca le había visto puesta.

— ¿Qué ocurre? — preguntó Hresh —. ¿Qué pasa?

— Koshmar…

— Sí, lo sé. Está muy enferma.

— Va a morir, si es que no ha muerto ya. Torlyri está con ella. Quiere que entres.