— ¿Estás bien, Taniane?
— Esto me asusta. Pero pasará. Y tú, ¿cómo estás?
— No he dormido. He tenido que ir al emplazamiento de los beng a pedirles que nos den unos bermellones. Trei Husathirn los traerá dentro de un rato.
— ¿Quién?
— El hombre de Torlyri. Déjame pasar.
Ella le abrazó un instante con las manos apoyadas en el interior de los brazos de Hresh. Fue un contacto fugaz pero desató un flujo de energía cálida entre los dos. Sintió la fortaleza del amor de Taniane y halló un apoyo en su cansancio. Luego la joven se hizo a un lado y entraron en la casa de la cabecilla.
Torlyri estaba sentada al lado de Koshmar. La mujer de las ofrendas tenía la cabeza gacha. No miró a Hresh cuando éste entró. Koshmar tenía los ojos cerrados, los brazos cruzados sobre el pecho. Seguía aferrando el amuleto de Thaggoran. Parecía respirar. Hresh posó la mano sobre el hombro de Torlyri.
— Es culpa mía. No me di cuenta de que estaba tan enferma — dijo la mujer de las ofrendas.
— Creo que la enfermedad la ha vencido muy rápido.
— No. La ha consumido desde dentro, durante mucho tiempo. Y no me he enterado hasta hoy. ¿Cómo he podido no verlo, incluso cuando nos entrelazábamos? ¿Cómo he podido estar tan ciega?
— Torlyri, estas preguntas no sirven de nada…
— Desde hace una hora ha comenzado a irse. Esta mañana aún estaba consciente…
— Lo sé — dijo Hresh —. Estuve aquí hablando con ella en cuanto despuntó el alba. Parecía enferma, pero no estaba así…
— ¡Debiste haber ido a buscarme y decírmelo!
— Dijo que nadie debía saberlo. Y mucho menos, tú, Torlyri.
Torlyri levantó la vista, con los ojos enloquecidos, extraviada. A Hresh le costó reconocer en esa mujer a la serena y dulce Torlyri que había conocido toda su vida.
— ¡Y tú le obedeciste! — exclamó ella.
— ¿Acaso no debo obedecer a mi cabecilla, especialmente cuando es su última voluntad?
— No morirá — declaró Torlyri con firmeza —. La curaremos. Tú y yo. Tú conoces las artes. Sumarás tus conocimientos a los míos. Ve y trae el Barak Dayir. Tiene que haber alguna forma de usarlo para salvarla.
— Está fuera de nuestro alcance — dijo Hresh con toda la amabilidad de que fue capaz.
— ¡No! ¡Trae la Piedra de los Prodigios!
— ¡Torlyri!
Ella le miró con furia. Pero de pronto toda su determinación y dureza desaparecieron. Comenzó a sollozar. Hresh se acuclilló a su lado y le rodeó los hombros con el brazo. Koshmar emitió un suspiro lejano. Tal vez sea el último murmullo de su vida, pensó Hresh. Y de pronto se encontró deseando que fuera así. Koshmar había sufrido demasiado.
— Esta mañana vine a verla y descubrí que estaba enferma, y le prometí que la curaría. Pero negó que se encontrara mal. Ni siquiera podía ponerse en pie, pero seguía negando que estuviese enferma. Me dijo que fuera a ver si alguien necesitaba realmente de mis servicios. Intenté convencerla. Peleé con ella Le dije que todavía no había llegado su hora, que aún le quedaban muchos años de vida. Pero no, no. No quiso escucharme. Me ordenó que me fuera, y no encontré forma de disuadirla Es Koshmar, después de todo; es una fuerza imposible de contrariar. Ella consigue siempre lo que se propone. Aunque se trate de la muerte. — Levantando la cabeza, Torlyri volvió los ojos atormentados hacia Hresh y preguntó —: ¿Por qué quiere morir?
— Tal vez esté muy cansada — aventuró Hresh.
— No podíamos hacerle ningún tipo de curación contra su voluntad mientras estaba consciente. Pero ahora no podrá oponerse, y tú y yo, actuando juntos… ¡Ve a traer la Piedra de los Prodigios, Hresh, tráela!
Koshmar abrió el puño y dejó caer al suelo el amuleto de Thaggoran.
Hresh sacudió la cabeza.
— ¡Estás pidiendo un milagro, Torlyri!
— ¡Aún podemos salvarla!
— Mírala — señaló Hresh —. ¿Respira?
— Muy débilmente, pero sí, sí…
— No, Torlyri. Mira mejor. Usa la segunda vista.
Torlyri la miró. Durante un instante posó la mano sobre el pecho de Koshmar. Luego la aferró por los hombros y oprimió la mejilla contra el punto donde antes había puesto la mano. Y llamó a la cabecilla por su nombre varias veces. Hresh retrocedió: se preguntaba si no debería marcharse, pero la aflicción de Torlyri le atemorizaba. Al cabo de un rato se acercó de nuevo y apartó con delicadeza a Torlyri del cuerpo de Koshmar y la abrazó de pie, para que diera rienda suelta al llanto.
La mujer de las ofrendas se calmó antes de lo que Hresh había previsto. Sus sollozos se atenuaron y su respiración volvió a la normalidad. Levantó la cabeza, y esbozó una sonrisa de aceptación.
— ¿Taniane está fuera? — preguntó.
— Estaba. Supongo que seguirá allí.
— Ve a buscarla — pidió Torlyri.
Hresh la encontró en el patio, aún de pie y encogida.
— Todo ha terminado — anunció.
— ¡Dioses!
— Ven. Torlyri te llama.
Juntos entraron en la casa. Torlyri estaba de pie al lado del muro donde colgaban las máscaras de las cabecillas. Había bajado la máscara de Koshmar, tallada en una brillante madera dorada, con las ranuras para los ojos pintadas de rojo oscuro. La sostenía en la mano izquierda. Y en la derecha, el cetro oficial de Koshmar.
— Hoy tenemos mucho que hacer — dijo Torlyri —. Debemos establecer un nuevo rito, pues es la primera vez que una cabecilla muere de una forma distinta de la que impone el límite de edad, y necesitaremos una ceremonia para enviarla al otro mundo. Yo me ocuparé de eso. También debemos investir a la nueva cabecilla. Taniane, el cetro es tuyo. ¡Tómalo, niña! ¡Tómalo!
Taniane se mostró atónita.
— ¿No tendría que haber una… elección?
— Ya has sido elegida. La misma Koshmar te aceptó como sucesora, y nos lo hizo saber. Éste es el día de tu coronación. Toma la máscara de Koshmar y póntela. ¡Aquí tienes! Y el cetro. Y ahora debemos salir los tres para anunciar a los demás lo que ha ocurrido, y lo que sucederá. Vamos. Ahora mismo.
Torlyri volvió a mirar rápidamente a Koshmar. Luego deslizó una mano en el brazo de Hresh y la otra en el de Taniane, y los condujo fuera de la cámara mortuoria de Koshmar. Se movía con decisión, enérgicamente, de un modo que Hresh no había visto en ella en los últimos tiempos. Salieron a la brillante luz del mediodía e instantáneamente toda actividad cesó, y las miradas se orientaron hacia ellos. En la plaza se hizo un silencio estremecedor.
Y entonces, toda la tribu llegó corriendo. Shatalgit y Orbin, Haniman y Staip, Kreun y Bonlai, Tramassilu, Pcaheurt, Thhrouk, Threyne y Thaggoran, Delim, Kalide, Cheysz, Hignord, Moarn, Jalmud, Sinistine, Boldirinthe… todos, jóvenes y ancianos, algunos con herramientas en las manos, otros con sus hijos en brazos, otros con la comida del mediodía entre los dedos. Todos se inclinaron ante Taniane, pronunciando su nombre mientras ella levantaba en alto el cetro oficial. Torlyri no soltaba a Hresh ni a Taniane. Les aferraba con todas su fuerzas, hasta hacerles daño. Hresh se preguntó si en realidad se estaba sosteniendo para no caer.
Pero al cabo de un rato les soltó y empujó a Taniane hacia delante para que se moviera entre la tribu.
Taniane refulgía.
— Esta noche celebraremos una ceremonia — anunció Torlyri con voz clara y sonora —. Mientras tanto, la nueva cabecilla acepta vuestra lealtad, y os agradece el amor que le brindáis. Ella hablará con vosotros, uno por uno. — Y se dirigió a Hresh, en voz más baja —. Nosotros volvamos a la casa.
Lo arrastró hacia la cámara. En la sala, Koshmar parecía dormir. Torlyri se inclinó para recoger el amuleto caído de Thaggoran y lo depositó en manos de Hresh. No había estado lejos de él más que unas horas.