Sin embargo, en ese momento Harruel sonreía y al ver a Salaman lo saludó casi jovialmente.
— ¿Hueles ese hedor? ¡Por Yissou, antes de que se ponga el sol despejaremos el aire, Salaman!
La perspectiva de la guerra parecía iluminar el alma de Harruel. Salaman asintió y levantó la espada en un gesto no muy decidido de solidaridad.
Harruel debió detectar la indiferencia de Salaman. El rey se acercó al joven y lo palmeó con fuerza en la espalda, con un golpe tan violento que los ojos de Salaman se encendieron de furia y se sintió tentado de devolver el empujón. Pero sólo era un signo de ánimo. Harruel se echó a reír. Su cara, por encima de la de Salaman, enrojecía de excitación.
— ¡Los mataremos a todos, hijo! ¿Eh? ¡Que Dawinno se los lleve! ¡Los aniquilaremos a millones! ¿Qué dices, Salaman? Lo previste hace mucho tiempo, ¿eh? ¡Tu segunda vista es realmente mágica! ¿Ves la victoria por delante? — Harruel se dio la vuelta e hizo señas a Minbain, quien andaba cerca del pórtico de su casa —. ¡Vino, mujer! ¡Tráeme vino, y deprisa! ¡Brindemos por la victoria!
Weiawala, en voz casi inaudible, murmuró al oído de Salaman:
— ¿Para qué quiere más vino? ¡Si ya está borracho!
— No lo creo. Sólo está embriagado con el placer de librar una batalla.
— Con el placer de matar, dirás — soltó Weiawala —. ¿Cómo podremos sobrevivir a este día?
Salaman hizo un gesto irónico.
— En ese caso, lo que le excita es morir, supongo. Pero el que hoy tenemos es un Harruel nuevo.
Salaman comenzaba a comprender que él también despertaba por fin a lo que el destino les había deparado. La apatía, el sopor, se desvanecían por fin. Estaba dispuesto a pelear, y a luchar bien, y si era necesario, a morir con honor. Sintiendo que su alma se enardecía desde lo profundo, Salaman comprendió lo que debía estar sucediendo dentro de Harruel.
La primera intrusión de los hjjks tuvo que significar un trago duro y amargo para él. Había sido un ataque a su poder, a su virilidad. La niña Therista había resultado herida. Y Galihine había quedado tan maltrecha que mejor hubiese sido que hubiera muerto. El palacio, incendiado. Casi todos los animales habían escapado y la tribu había tardado una eternidad en volver a reunirlos. Aunque habían logrado derrotar al enemigo por completo, todos sabían que venía en camino un ejército mucho más numeroso, y que la ciudad no podría resistirlo. El pequeño mundo de Harruel había sufrido un ataque del exterior y pronto sería destruido.
En las semanas pasadas, habían visto al rey en un estado de sombrío pesimismo. Harruel se había aficionado tanto a la bebida que él solo había agotado todas las provisiones de vino de la ciudad. Cojo y solitario, deambulaba por el perímetro del cráter una noche tras otra, rumiando su furiosa embriaguez. Había tenido una sangrienta pelea con Konya, que era su más leal y querido partidario. Había llamado a su lecho a todas las mujeres de la tribu, a veces tres a la vez, y según se rumoreaba, no había podido aparearse con ninguna. Cuando estaba sobrio, hablaba lúgubremente de los pecados que había cometido y del castigo que merecía, que pronto le sería dado por los hjjks. Salaman se preguntaba qué pecado había cometido él, o Weiawala, o el niño Chham. En la Ciudad de Yissou todos morirían por igual cuando llegaran los hjjks, tanto los justos como los pecadores.
Y, sin embargo, habían hecho cuanto estaba en sus manos para prepararse ante la lucha desesperanzada que los aguardaba. No habían tenido tiempo de finalizar la empalizada alrededor del borde del cráter, pero habían construido otra, más pequeña, de estacas afiladas unidas mediante enredaderas, que cerraba por completo la zona habitada del poblado. Y en la parte interior habían cavado una profunda zanja cubierta de planchas que podían retirar en caso de que se acercaran los invasores. Y habían abierto una angosta senda nueva por entre la espesura, desde el sur del asentamiento hasta la parte más densa del bosque que crecía sobre la ladera del cráter. Si todo lo demás fallaba, les cabría la salida de huir en grupos de dos o tres y tratar de perderse en el bosque hasta que los hjjks se cansaran de buscarlos y siguieran su camino.
Los defensores no podían hacer nada más. Sólo eran once, de los cuales cinco eran mujeres, y una estaba herida; además de unos cuantos niños. Salaman esperaba que fuese el último día de su vida, y suponía con suficiente certeza que la exaltación y el vigor de Harruel provenían del mismo convencimiento. Pero aunque Harruel se hubiera cansado de vivir, para Salaman era distinto. Durante los últimos días, Salaman había pensado más de una vez en coger a Weiawala y Chham y huir rumbo a Vengiboneeza y ala seguridad, antes de que llegaran los hjjks. Pero eso habría sido una cobardía, y probablemente no lo hubiera conseguido, ya que la marcha hasta Vengiboneeza requería muchas semanas, en caso de que lograra encontrarla. En tierras salvajes y desconocidas, ¿qué posibilidades de sobrevivir tenían un hombre, una mujer y un niño contra todo un mundo hostil?
Quedarse y luchar; luchar y morir. Era la única alternativa.
Salaman dudaba de que los hjjks quisieran hacerles algún daño en particular. Su único encuentro con un ser — insecto, años atrás, en las planicies, poco después de haber abandonado el capullo, le había dejado con la sensación de que los hjjks eran criaturas remotas y frías, incapaces de sentir emociones complejas tales como el odio, la codicia o el ansia de venganza. Los e atacaron la ciudad habían peleado de un modo curiosamente impersonal, con indiferencia, sin preocuparse mucho por sus vidas, lo cual había reafirmado el concepto que Salaman tenía sobre ellos. A los hjjks sólo les interesaba conservar el control. En este caso, parecían marchar en una especie de gran migración, y sucedía que la Ciudad de Yissou les cortaba el camino, lo cual representaba un peligro desconocido pero definido a su supremacía. Era un inconveniente a eliminar. Eso era todo. Probablemente los hjjks sufrirían muchas bajas en la batalla pero como eran tantos, acabarían por vencer.
El plan de Harruel era que todos menos los niños y Galihine aguardaran al enemigo en el borde del cráter. Cuando los invasores se acercaran, la tribu se replegaría a fa zona boscosa que se extendía por debajo del borde, e intentaría matar a cada hjjk que lograra trepar por la barricada de arbustos y espinos que habían improvisado para rodear el cráter. Si lograban entrar demasiados hjjks, debían retirarse hacia la empalizada interior de la ciudad, y si la situación se hacía aún más conflictiva, podían atrincherarse dentro de la ciudad y resistir el sitio hjjk, o bien tomar la senda del sur, internarse en los bosques, y mantenerse dispersos y ocultos hasta que el peligro hubiera pasado.
Salaman consideraba ridículas todas estas estrategias, pero no se le ocurría nada mejor.
— ¡Todos al borde del cráter! — gritó Harruel con su potente vozarrón —. ¡Yissou! ¡Yissou! ¡Que los dioses nos protejan!
— Vamos, amor — indicó Salaman a Weiawala, con voz tranquila —. A nuestros puestos.
Había solicitado el sector del borde situado más cerca de su atalaya, de esa elevación donde tuvo la primera visión de la horda enemiga. Y Harruel se lo había concedido. Sentía una preferencia muy especial por aquel pasaje, y como tenía la certeza de que moriría igual que los demás bajo la primera embestida de los hjjks, había escogido aquel lugar para despedirse de la vida. En silencio, él y Weiawala treparon hasta la cima.
Al llegar al borde se detuvieron, ya que más abajo se extendía la trinchera de espinos y arbustos que habían construido con tanto esfuerzo para detener el avance de los hjjks. Pero entonces sintió una extraña llamada de curiosidad, un impulso súbito y sobrecogedor, típico de Hresh, hacia lo inesperado. Saltó el borde y comenzó a abrirse paso por entre los espinos.