Cheysz dio la vuelta, desafiante, y rió con acritud. Minbain jamás había visto semejante ardor en ella.
— ¡Para ti es fácil decirlo, Kalide! De todas formas, tú estás casi en la edad — límite. De un modo u otro, no pasaría mucho tiempo antes de que te marcharas del capullo. Pero yo…
— ¡No me hables en ese tono! — le espeto Kalide. Pequeña cobarde, debería…
— ¿Qué sucede aquí? — preguntó Delim, prorrumpiendo de repente. Era la cuarta de las obreras, una mujer robusta, de pelaje rojizo y tupido, y hombros pesados y caídos. Se interpuso entre Kalide y Cheysz, separándolas — ¿Ahora os creéis guerreras? Vamos, vamos. Fuera. Hay mucho que hacer. ¿Qué significa esto, Minbain? ¿Iban a pelear?
— Cheysz es algo impulsiva. Dijo algo descortés a Kalide. Ya se les pasará — respondió Minbain con suavidad.
— Hoy nos toca embalar alimentos otra vez — anuncio Delim —. Ya deberíamos empezar.
— Id vosotras — sugirió Minbain —. Yo vendré dentro de un momento.
Frunció el ceño a Cheysz; e hizo un gesto con la mano, urgiéndola a que se retirara. Tras un instante, Cheysz; se dirigió al corral, y Delim y Kalide la siguieron. Minbain liberó a Hresh de su abrazo sofocante. El niño dio un paso atrás, observándola.
— Quiero que olvides todo lo que has oído aquí — ordenó.
— ¿Cómo podría hacerlo? Sabes que nunca olvido nada.
— Lo que quiero decir es que no cuentes a nadie lo que dijo Cheysz.
— ¿Acerca de tener miedo a abandonar el capullo? ¿De preguntarse si acaso Koshmar no. se equivocaba con respecto a la Nueva Primavera?
— Ni siquiera me lo repitas a mí. Cheysz podría ser severamente castigada por decir cosas semejantes. Podrían expulsarla del Pueblo. Y sé que no quiso decirlo. Cheysz; es una mujer muy amable, muy cortés, muy asustadiza… — Minbain se detuvo —. ¿Tú tienes miedo de alejarte del capullo, Hresh?
— ¿Yo? — dijo, con un deje de duda en la voz.!Claro que no!
— Pues nadie lo hubiera dicho — respondió Minbain.
— Formad hileras. ¡Allí! — gritó Koshmar —. ¡En filas! Todos conocéis vuestros lugares. ¡A ellos, pues!
En la mano izquierda llevaba el Cetro de la Partida, y en P. derecha una espada de punta de obsidiana. Un manto amarillo brillante le surcaba el hombro derecho y el pecho.
— El mismo Hresh se sentía cohibido. ¡Por fin había llegado el momento! Su sueño, su mayor deseo, su alegría. La tribu íntegra se hallaba de pie, reunida en el Sitio de la Partida. Torlyri, la de las ofrendas, la de la dulce voz, accionaba la manivela que abría la pared. El muro empezó a moverse.
Penetró una ráfaga de aire fresco. La puerta estaba abierta.
Hresh contempló a Koshmar. Se la veía distinta. El pelaje se había henchido, y su tamaño parecía el doble de lo normal. Los ojos tenían la apariencia de pequeñas Las aletas de la nariz se agitaban, y las manos se movían imperiosas por encima de sus senos, que aparecían más henchidos de lo habitual. Hasta sus órganos sexuales estaban hinchados, como si se encontrara excitados. Koshmar no era una mujer — reproductora. Resultaba curioso verla tan acalorada. Alguna poderosa emoción debía estar arrastrándola, pensó Hresh. Alguna excitación producto del advenimiento de la Partida.
¡Qué orgullosa debía de sentirse de liderar a la tribu en su éxodo del capullo! ¡Qué emocionada! Advirtió que la misma excitación llegaba hasta él. Bajó la mirada. Su propio miembro viril estaba rígido y erecto. Los pequeños testículos caían pesados y firmes. El órgano sensitivo le palpitaba.
— ¡Muy bien…! Ahora, ¡adelante! — ordenó Koshmar. Moveos y mantened vuestra posición. ¡Cantad!.
En los ojos de muchos de los que le rodeaban, Hresh vio cómo se asomaba el terror. Los rostros aparecían petrificados de miedo. El pequeño observó a Cheysz: temblaba. Delim la sostenía por un brazo, Kalide por el otro, y la llevaban entre las dos. Había otras mujeres en su misma situación: Weiawala, Sinistine… Incluso algunos hombres, ni siquiera guerreros como Thhrouk y Moarn, apenas lograban ocultar la inquietud. A Hresh le costaba comprender por qué los demás sentían terror al contemplar el paisaje indómito y helado que se extendía ante ellos. Para él, la Partida era algo ansiado. Pero, para la mayoría, el éxodo parecía abatirlos con la fuerza de un hacha. Penetrar en este vasto misterio, fuera del capullo… Dejar atrás el único mundo que ellos y sus antepasados habían conocido durante toda una eternidad… No. No. Todos estaban despavoridos de miedo. Todos menos unos pocos. Era un sentimiento que Hresh reconocía con facilidad. Percibía que el desprecio por la cobardía y la compasión por el temor se fundían inextricablemente en una sola y confusa emoción.
— ¡Cantad! — volvió a gritar Koshmar.
Unas pocas voces dejaron escapar un sonido débil y estrangulado: eran Koshmar, Torlyri y Hresh. El guerrero Lakkamai, por lo general tan lacónico, comenzó de pronto a canturrear. Luego se escuchó la voz áspera y desafinada de Harruel, y la de Salaman. Y entonces, para sorpresa de todos, la de Minbain, quien casi nunca cantaba. Uno tras otro todos se fueron uniendo al canto, primero con incertidumbre, luego con más vigor, hasta que por fin las sesenta gargantas se estremecieron al unísono con el Himno de la Nueva Primavera:
Koshmar y Torlyri cruzaron el portal una junto a la otra. Detrás de ellas, Thaggoran, con paso quejumbroso. Y luego Konya, Harruel, Staip, Lakkamai, y el resto de los hombres adultos. Hresh, el tercero comenzando por el final, giraba la cabeza hacia atrás y entonaba la letra más alta que todos los demás:
Taniane le observo con ojos burlones, como si su canto estridente ofendiera sus delicados oídos. Haniman, ese niño regordete y pesado, también le miró con reprobación, mientras andaba detrás de Taniane como siempre. Hresh les sacó la lengua a ambos. ¿Qué le importaba la opinión de Taniane, o la de ese ojos de huevo de Haniman? Por fin había llegado el gran día. El éxodo del capullo al fin había comenzado; no importaba nada más. Nada más.
Pero entonces atravesó el umbral y el mundo exterior le embistió de frente, como un gran puño. Muy a su pesar, se sintió sobrecogido, atónito, conmocionado.
La primera vez que se había escabullido, todo había sucedido demasiado de prisa, en una caótica confusión de imágenes, en un remolino de sensaciones. Y luego Torlyri le había atrapado, y allí había concluido su pequeña aventura, casi antes de haberse iniciado. Pero ésta era la auténtica. Sintió que el capullo y todo lo que representaba se desplomaba detrás de él y se hundía en un abismo. O que él mismo caía en el abismo y se zambullía en un vasto torrente de misterios.
Luchó por recuperar la compostura. Se mordió el labio, apretó los puños, respiró hondo. Observó a los demás.
La tribu se hallaba apiñada sobre la cornisa de piedra que se extendía junto a la salida. Algunos miembros lloraban con tristeza, otros contenían la respiración por el asombro, la mayoría se perdía en hondos silencios. Nadie parecía indiferente. El aire matinal era fresco y áspero, y el sol parecía un gran ojo atemorizado asomado en lo alto del cielo, en el lado opuesto del río. El cielo los aplastaba como si fuera un techo de color duro e intenso sobre el cual el viento movía densas espirales de niebla polvorienta.