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— ¿Qué haces? — gritó Weiawala —. ¡No deberías estar ahí, Salaman!

— Debo ver… una última mirada…

Ella le gritó algo más, pero el viento se llevó las palabras. Había dejado atrás la barricada, y corría hacia la atalaya. Trepó sin aliento, tambaleante.

Desde allí podía contemplarlo todo.

Al sur, las verdes colinas redondeadas. Al oeste, el mar distante, que formaba una faja dorada bajo el sol de la tarde. Y al norte, donde la amplia meseta elevada se extendía indefinidamente hacia el horizonte, descubrió a los invasores. Estaban á una o dos horas de marcha, pero no cabía la menor duda acerca de su dirección: se encaminaban directos al gran valle en cuyo centro se abría el cráter. Un ejército inmenso. Bermellones y hjjk, hjjk y bermellones, en un asombroso desfile que venía del norte. La hilera se extendía tanto que Salaman no alcanzaba a ver dónde terminaba. Había una columna central de bermellones, en apretada formación, la trompa de uno contra las ancas del otro. Y flanqueando a las bestias, dos amplias columnas de hjjk, y protegidos a su vez por la fuerza de avance, compuesta de dos columnas más de bestias gigantes. Ambas especies avanzaban a paso constante y en formación uniforme.

Salaman levantó el órgano sensitivo y proyectó la segunda vista para percibir mejor la fuerza que se aproximaba. Y al instante sintió el pleno poder opresivo del enemigo, el inmenso peso de su superioridad numérica.

Pero… ¿qué era aquello? Percibió algo imprevisto, algo discordante que se filtraba entre las emanaciones del ejército invasor. Frunció el ceño. Miró a la derecha, hacia el espeso bosque que separaba la ciudad de Harruel del área donde se erigía Vengiboneeza.

Alguien se acercaba por allí.

Se esforzó por ampliar el alcance de la segunda vista. Asombrado, estupefacto, buscó la fuente de esa inesperada sensación. Buscó más… y más… y más allá.

Tocó algo radiante y poderoso que reconoció como el alma de Hresh, el de las respuestas.

Tocó a Taniane. Tocó a Orbin. Tocó a Staip. Tocó a Haniman. Tocó a Boldirinthe.

Praheurt Moarn Kreun.

¡Dioses! ¿Estaban todos allí? ¿Toda la tribu, procedente de Vengiboneeza, en aquel preciso día? ¿Marchaban hacia la Ciudad de Yissou? Pero no detectaba a Torlyri ni a Koshmar, y eso le intrigó. Pero entonces sintió a los demás, a docenas de ellos. A todos los que habían dejado con él el capullo, aquel lejano Día de la Partida. Todos ellos, acercándose.

Increíble. Llegan justo a tiempo para ser aniquilados junto con nosotros a manos de los hjjks. Todos partimos juntos, y hemos de morir juntos…

¡Dioses! ¿Por qué habían venido? ¿Por qué precisamente ese día?

Como el trueno que sucede al resplandor devastador del relámpago semanas después de haberse proclamado la decisión de marchar, finalmente llegó el día de la partida de Vengiboneeza. Después de semanas de trabajo agotador en las que la tarea de desmantelar el asentamiento les había parecido interminable, por fin tenían ante sí la hora de la partida. Lo que no hubieran hecho quedaría para siempre sin hacer. Una vez más, el Pueblo emprendía una gran Partida.

Taniane llevaba la nueva máscara que había tallado el artesano Striinin, la máscara de Koshmar: mandíbula poderosa; labios gruesos, grandes pómulos prominentes, la superficie oscura y brillante de madera negra pulida… No representaba el rostro de la cabecilla extinta, sino su alma indomable, a través de la cual los ojos penetrantes e intensos de Taniane brillaban como ventanas abiertas a un paisaje de ventanas. En la mano izquierda, Taniane llevaba el Cetro de la Partida, que Boldirinthe había desterrado de entre las reliquias de la travesía anterior. En la derecha, la lanza de Koshmar, con punta de obsidiana. Se volvió hacia Hresh.

— ¿Cuánto falta para que asome el sol?

— Unos minutos.

— En cuanto veamos el primer rayo, levantaré el cetro. Si alguno se muestra vacilante, que Orbin vaya a animarlo.

— Ya está aquí, alentando a todos.

— ¿Dónde está Haniman?

— Con Orbin — replicó Hresh.

— Envíamelo.

Hresh hizo unas señas a Orbin. Señaló a Haniman y asintió. Los dos guerreros intercambiaban unas palabras y luego Haniman se acercó hasta la vanguardia con su característico andar lento.

— ¿Me necesitabas, Hresh?

— Sólo un momento. — Los ojos de Hresh miraron a Haniman fijamente —. Me doy cuenta de que no estás muy ansioso por partir con nosotros…

— Hresh, yo jamás…

— No. Por favor, Haniman. No se me oculta que desde que Koshmar dio la orden has estado mascullando en contra de la Partida.

Haniman parecía incómodo.

— ¿Alguna vez he dicho que no pensaba venir con vosotros?

— No. No lo has dicho. Pero todos advertimos lo que esconde tu corazón. En esta travesía no podemos tener descontentos, Haniman. Quiero que sepas que si prefieres quedarte, puedes hacerlo.

— ¿Y vivir entre los bengs?

— Y vivir entre los bengs, sí.

— No seas ridículo, Hresh. Donde vaya el Pueblo, allí iré yo.

— ¿Voluntariamente?

Haniman vaciló.

— Voluntariamente — respondió.

Hresh le tendió la mano.

— Te necesitaremos, lo sabes. Tú, Orbin y Staip sois ahora los hombres más fuertes con que contamos. Y nos espera mucho trabajo que hacer. Construiremos un mundo, Haniman.

— Reconstruiremos, querrás decir…

— No. Construiremos uno desde cero. Empezaremos todo de nuevo. Del anterior sólo quedan ruinas. Durante millones de años los seres humanos han construido mundos nuevos sobre las ruinas de los anteriores. Nosotros tendremos que hacer lo mismo, si queremos pensar que somos humanos…

— ¿Si queremos pensar que somos humanos?

— Que somos humanos. Sí — concluyó Hresh.

De pronto, sobre la cresta de las montañas, apareció el primer fulgor carmesí de la aurora.

— ¡Listos para marchar! — gritó Taniane —. ¡Formad filas! ¡A vuestros puestos! ¿Todos listos?

Haniman fue corriendo hasta su sitio. Taniane y Hresh encabezaban la formación. Detrás de ellos, los guerreros, y luego los trabajadores y los niños. Y al final, los carros cargados hasta los topes y arrastrados por los dóciles bermellones. Hresh miró las grandes torres de Vengiboneeza, difuminadas por la niebla, y detrás, la vasta extensión de montañas. Cerca del límite del asentamiento, unos pocos bengs les contemplaban de pie y en silencio. Torlyri estaba entre ellos. Llevaba un casco pequeño y gracioso, de metal rojo pulido como un espejo ¡Qué extraña resultaba Torlyri con ese casco! Hresh la vio levantar la mano para hacer las señales sagradas: las bendiciones de Mueri, la de Friit, la de Emakkis. La de Yissou. Aguardó a que hiciera el signo final, el de Dawinno. Sus miradas se encontraron, y ella le envió una cálida sonrisa de amor. Entonces, Hresh vio que las lágrimas inundaban los ojos de Torlyri y ella apartó la mirada, para alejarse tras los bengs encasquetados.

— ¡Cantad! — gritó Taniane —. ¡Todos a cantar! ¡Allí vamos! ¡Cantemos!

Eso había sucedido semanas antes. Ahora la gloriosa Vengiboneeza parecía un recuerdo borroso, y Hresh ya no lamentaba haber dejado atrás sus prodigiosos tesoros. Todavía no había asimilado la doble pérdida de Koshmar y Torlyri. La calidez de Torlyri y el vigor de Koshmar habían sido amputados como en siniestra cirugía, dejando un gran vacío en la tribu. Hresh presentía la débil presencia de Torlyri entre el Pueblo mientras marchaban hacia el sur y el oeste. Pero Koshmar… se había ido, desaparecido para siempre, y eso era muy duro.