— ¡Mueri! — gritó, y luego, más suavemente —: Mueri…
Eran demasiados. Ése era el único problema: los enemigos eran demasiados. Pero los dioses le habían perdonado sus pecados.
Hresh jamás había sentido tanta confianza como en ese momento en que cayó la oscuridad de la noche antes de la batalla, solo en el valle junto a Taniane. Extrajo el Barak Dayir del estuche y Taniane le contempló de cerca con esa mezcla de respeto y curiosidad que mostraba cada vez que él descubría la Piedra de los Prodigios en su presencia. Enseguida lo envolvió con el órgano sensitivo.
— Quédate quieta — le advirtió.
Cerró los ojos. Se proyectó sobre el ejército de hjjks — ¡dioses, había miles de ellos! — y escudriñó con paciencia entre las hordas, hurgando sus espíritus secos y desagradables hasta encontrar lo que buscaba: una pareja que se hubiera apartado de la marcha para satisfacer el impulso de la cópula. En semejante multitud debía haber al menos unos pocos que se detuvieran para esos menesteres. Y en efecto, Hresh halló más de dos.
Una pareja en particular parecía profundamente absorta en el acto, corazón y alma, picos y piernas, abdómenes y tórax convulsionados en un demente frenesí. Hresh se estremeció. La hembra era mayor que el macho, y lo aferraba en un abrazo extraño y feroz, como si en lugar de copular quisiera devorarlo. Del cuerpo de él habían emergido unos pequeños órganos vibrátiles que se movían hacia el bajo abdomen de ella con velocidad nerviosa y sorprendente. Era un espectáculo espeluznante, extraño. Y, sin embargo, al contemplarlo, Hresh no lo sintió tan ajeno. Sus formas, miembros y órganos eran muy distintos de todo lo que conocía, sí, pero el impulso que los atraía no estaba muy lejos del que le hacía ver hermosa a Taniane, o del que hacía que él fuese atractivo para ella. Los dos emitían una poderosa sed de unión, el equivalente hjjk del deseo carnal, pensó Hresh. Y una segunda emanación que denotaba la satisfacción de ese deseo: el equivalente hjjk de la pasión.
Bien. Bien. Eso era lo que buscaba.
De los dos seres-insecto que copulaban, Hresh extrajo la esencia de su emanación lujuriosa y apasionada, y por medio del Barak Dayir la incorporó a lo más profundo de su alma. Y en cuanto la tuvo dentro, ya no le resultó extraña: la comprendió. La respetó. En ese momento podría haber sido un macho de hjjk.
Pero no conservó la emanación mucho tiempo. La emitió entretejida en una columna de fuerza giratoria que se elevó hacia los cielos como una torre gigantesca. Y luego colocó esa torre de lujuria alrededor del tubo metálico que había traído de Vengiboneeza.
Entonces regresó al campo de los invasores por segunda vez y encontró una hembra de bermellón que había entrado en celo ese día. Estaba de pie, con la espalda contra un árbol elevado, emitiendo espantosos rugidos y clamores amorosos, estampando contra el suelo las patas de garras negras, y aleteando las inmensas orejas como grandes sábanas bajo la brisa. Tres o cuatro gigantescos machos escarlatas se encabritaban a su alrededor nerviosamente. Hresh se deslizó entre ellos y capturó la esencia de su excitación, y también la emitió, pero mucho más intensificada. También formó una columna con esta emanación y la dirigió hacia el oeste, donde la planicie caía en un área irregular de arroyos y peñascos caídos.
— Bueno — dijo Hresh a Taniane —. Todo listo. He hecho cuando he podido. El resto depende de los guerreros.
Eso había sucedido unas horas antes, en la más profunda oscuridad de la noche.
Había llegado la aurora, y con ella, la batalla. Y ahora todo había terminado.
Hresh caminaba por el campo de batalla junto a Taniane, Salaman y Minbain. Nadie hablaba. Una neblina de muerte y confusión había descendido sobre todas las cosas. Y un gran silencio. Las palabras parecían fuera de lugar.
Los hjjks se habían marchado. Hresh no podía decir cuántos habían desaparecido por el tubo de extraña luz y de oscuridad aún más extraña, pero debían haber sido miles de ellos, tal vez muchos miles. Se habían abalanzado al objeto en un frenesí demencial, pero el aparato los devoraba con apetito insaciable en cuanto entraban en su radio de acción. Y desaparecían. Los demás, los que no habían sido atraídos por el objeto o los que habían huido de él aterrorizados, también se habían marchado a los confines de la Tierra Y los pocos que habían intentado escalar las laderas del cráter habían caído a manos de los guerreros de Taniane en la planicie, o bajo las espadas de los partidarios de Harruel, cuando conseguían ganar la loma.
Los bermellones también habían huido en estampida. De esa horda increíble todavía quedaban unos diez o doce, vagando como perdidos por la planicie. Muy bien: podrían cercarlos y domesticarlos para provecho de la tribu. De los demás, al parecer todos los machos sin excepción habían partido rumbo a las tierras del oeste, tras la hembra apasionada que esperaban hallar allí. Y las hembras, acaso intrigadas o enfurecidas por la estampida lunática, se habían marchado por su cuenta rumbo a las tierras inhóspitas de donde los hjjks las habían sacado. En cualquier caso, ya no andaban por allí.
Hresh sonrió. ¡Todo había salido tan bien! ¡Había resultado a la perfección!
Y la pequeña ciudad… — la Ciudad de Yissou, como la llamaban — estaba a salvo.
Miró a su alrededor. Haniman estaba sentado en silencio sobre una piedra rosada. De vez en cuando se frotaba una herida que tenía en la frente. Tenía los ojos vidriosos de cansancio. Había luchado como un demonio. Hresh nunca hubiera sospechado que escondiese tantas fuerzas. Un poco más allá estaba Orbin, profundamente dormido. En una mano sostenía la pierna cercenada de un hjjk como macabro trofeo. Konya también dormía. Y Staip. Realmente, había sido un día de lucha terrible.
Hresh se giró hacia Salaman. Este sereno guerrero, en quien apenas había reparado en los viejos tiempos, ahora parecía transformado, engrandecido. Era un hombre de vigor, sabiduría y poder. Un gigante.
— ¿Ahora serás rey? — preguntó Hresh —. ¿O te pondrás algún otro título?
— Sí, rey — respondió Salaman en voz baja —. De una tribu cuyos miembros pueden contarse con los dedos de las manos. Pero seré rey, creo. Es un buen nombre: rey. En esta ciudad respetamos este título. Y volveré a bautizar la ciudad, le pondré Harruel en honor de quien fue rey antes que yo, si bien espero que Yissou siga siendo su protector…
— ¿Fue la única víctima? — preguntó Hresh.
— Así es. Se lanzó contra los hjjks allí donde eran más numerosos y los mató como si fueran moscardones, pero fueron demasiados para él. No hubo forma de socorrerlo a tiempo. Fue una muerte valiente.
— Él quería morir — intervino Minbain.
Hresh se volvió a su madre.
— ¿Tú crees?
— Los dioses no le daban paz. Siempre estaba atormentado.
— En sus últimos momentos estaba radiante — dijo Salaman —. El rostro de Harruel irradiaba luz. Sea cual fuera su tormento, desapareció en la hora de la muerte.
— Que Mueri consuele su alma — murmuró Hresh.
Salaman señaló la ciudad.
— ¿Os quedaréis un tiempo con nosotros?
— Creo que no — respondió Hresh —. Esta noche celebraremos un banquete, y luego seguiremos nuestro camino. Éste es vuestro sitio. No debemos ocuparlo mucho tiempo. Taniane nos conducirá al sur, y allí encontraremos un hogar para el Pueblo, hasta que sepamos qué nos deparan los dioses a continuación.
— Así que Taniane es la cabecilla — exclamó Salaman, sorprendido —. Bueno, es lo que deseaba. ¿Cómo murió Koshmar?
— De tristeza, creo. Y de cansancio. También murió cuando supo que había concluido su tarea. Koshmar vivió con nobleza y murió del mismo modo. Nos condujo hasta Vengiboneeza desde el capullo, y desde allí nos lanzó a una nueva Partida hacia el próximo destino, como los dioses se lo impusieron. Los sirvió bien. A ellos, y también a nosotros.