— ¿Y Torlyri? ¿También ha muerto?
— ¡Los dioses no lo permitan! — exclamó Hresh —. Se ha quedado en la ciudad por propia voluntad, para vivir entre los bengs. Ahora forma parte de su tribu, ¿sabes? La última vez que la vi llevaba un casco, ¿puedes creerlo? El amor la ha transformado. — Se echó a reír —. Con el tiempo creo que los ojos se le volverán rojos como a los demás.
— ¿Y tú, Hresh? ¿Qué harás? Si accedieras a mis deseos, te quedarías con nosotros. ¿Lo harás? Es un sitio agradable… — intervino Minbain.
— ¿Y abandonar a mi tribu, Madre?
— No. ¡Todos! ¡Quedaos todos! ¡Que el Pueblo vuelva a unirse!
Hresh sacudió la cabeza.
— No, Madre. Las tribus no deben volver a unirse. Ahora vosotros formáis el Pueblo de Harruel, y tenéis un destino propio, aunque no sé cuál es. Yo seguiré a Taniane y juntos iremos hacia el sur. Tenemos mucho que hacer allí. El mundo entero espera que lo descubramos y conquistemos. Y hay muchas cosas que deseo aprender…
— ¡Ay! ¡Hresh, el de las preguntas!
— Siempre, Madre. Siempre.
— Entonces, ¿no volveré a verte?
— Cuando te fuiste pensamos que nos habíamos separado para siempre, y mira: aquí estamos juntos. Creo que volveré a verte alguna vez, a ti y a mi hermano Samnibolon. Pero… ¿quién sabe cuándo? Sólo los dioses.
Hresh se alejó de ellos. Quería estar un rato solo antes de que comenzara el festín.
Ha sido un día extraño, pensó. Pero en realidad, todos los días han sido extraños, desde ese primer día de extrañeza en que asomó la cabeza para ver qué había fuera del capullo, cuando los comehielos comenzaron a ascender por debajo de la caverna, y el Sueñasueños despertó para emitir su profecía. Y ahora, Harruel ha muerto, Koshmar ha muerto, y Torlyri se ha vuelto beng. Taniane es cabecilla y Salaman, rey. Y yo soy Hresh, el de las preguntas, al mismo tiempo que Hresh, el de las respuestas, el anciano de nuestra tribu. Y continuaré mi Partida hasta los confines de la Tierra, y Dawinno será mi Protector.
El viento fresco de aquellas tierras elevadas soplaba a su alrededor, animándolo. Tenía la mente en paz, clara y abierta. Y mientras permanecía allí solo, experimentó una visión del Gran Mundo, esta vez sin necesitar ninguna de la máquinas que había traído de Vengiboneeza. Sencillamente, apareció ante él, como si hubiera sido transportado por arte de magia. Una vez más, era una visión del Gran Mundo en su último día. El aire oscuro, negros vientos que se agitaban y la escarcha apoderándose de todo. Esta vez no era un mero observador, sino un ciudadano de este mundo perdido. Un ojos-de-zafiro. Experimentó el peso de su enorme mandíbula, la magnitud de sus muslos gigantescos, como su cola. Y supo que era el último día del Gran Mundo. Él, un ojos-de-zafiro que al mismo tiempo era Hresh, el de las preguntas. Ningún ojos-de-zafiro sobreviviría en la época que se aproximaba. Los dioses les habían deparado la muerte:
Y Hresh como Hresh comprendió que ése era el día de Dawinno el Destructor, mientras Hresh él ojos-de-zafiro aguardaba la muerte sin rebelarse. El frío que le invadía el cuerpo lo atravesaría hasta arrancarle la vida. Dawinno, sí. El dios que provocaba la muerte y los cambios, y también el renacimiento y la renovación. Por fin comprendió lo que Noum om Beng había intentado decirle. Habría sido un pecado contra Dawinno intentar desviar el curso de las estrellas de la muerte que se dirigían contra el mundo. Los ojos-de-zafiro lo habían sabido. Acataban los designios de los dioses. No habían intentado salvarse, porque sabían que todos los ciclos debían cumplirse, que su pueblo debía abandonar la Tierra para dejar lugar a los que vendrían.
Sí. Sí, desde luego, pensó Hresh. Tendría que haber comprendido esto sin necesidad de recibir tantos bofetones de Noum om Beng. Soy muy listo, pensó, pero a veces también soy muy estúpido. Thaggoran me habría explicado todas estas cuestiones si hubiera estado conmigo. Pero Dawinno también llamó a Thaggoran. Y tuve que aprenderlas por mi cuenta.
Sonrió. Dentro de su alma cobraba vida otra visión: una ciudad brillante sobre una alejada colina, refulgiendo con todos los colores del universo, brillando con luz tan radiante que al verla el alma se sobrecogía. No una ciudad del Gran Mundo, sino una ciudad nueva, del mundo que les esperaba, del mundo que él engendraría. De la tierra provino una música profunda y envolvente que le poseyó. Tuvo la sensación de que Taniane estaba a su lado.
— Mira — le dijo —. Mira esa gran ciudad.
— Es de los ojos-de-zafiro, ¿verdad?
— No. Es una ciudad humana La que construiremos nosotros para demostrar que también somos humanos.
Taniane asintió.
— Sí. Ahora los humanos somos nosotros.
— Lo seremos — aseguró Hresh.
Pensó en esa esfera dorada de azogue y en las máquinas que controlaba. Sí, milagros que no nos pertenecen. Pero los usaremos para crear nuestro propio prodigio. Para nosotros será una interminable Partida. Ahora empieza la tarea, la lucha por el poder, por el saber antiguo y por el saber nuevo, el largo ascenso. Él iría en vanguardia, y diría a los demás: «Seguidme por aquí», y los demás le obedecerían.
Hresh miró hacia el sur. En una de las colinas más cercanas distinguió un movimiento sobre la ladera. Vio algo inmenso que luchaba por emerger de la tierra. Casi parecía como si un comehielos estuviera irrumpiendo desde las profundidades. ¿Era posible? ¿Un comehielos? En efecto, era un comehielos. Tal vez el último en darse cuenta de que la Nueva Primavera ya había llegado al mundo. La monstruosa criatura quebraba la superficie, arrancaba árboles de cuajo, abría la tierra y levantaba piedras y peñascos. Hresh contempló su rostro ciego, su cuerpo negro cubierto de cerdas. Ahora había salido a la luz, y yacía jadeante, moribundo sobre la tierra a la luz del sol. Hresh la observó. Y mientras miraba, la enorme masa de la criatura subterránea se partió y de su cuerpo emergieron diminutas criaturas — o al menos lo parecían desde la distancia — por docenas, por centenares. Eran pequeños seres brillantes, que se retorcían y culebreaban frenéticos. Del gran ser muerto del viejo mundo surgía un ejército de pequeñas serpientes. Jóvenes, sí. No espantosas como su colosal progenitor, sino delicadas y extrañamente hermosas. Criaturas refulgentes y vivaces, de color azul, verde tornasolado, negro terciopelo que se movían formando sendas de luz fulgurante. Corrían bajo el calor del sol para tomar la vida que se les ofrecía al final del invierno. Renovación y renacimiento, sí. Por todas partes, renovación y renacimiento.
De modo que incluso los comehielos sobrevivirían en el nuevo mundo, con nuevas formas. La profecía anunciaba que morirían cuando concluyera el Largo Invierno, pero se había equivocado. No morirían. Sólo se transformarían. De la desoladora decadencia del invierno surgía nueva belleza y vitalidad. Hresh les ofrendó una bendición. La bendición de Dawinno.
— ¡Cómo deseó poder contárselo a Thaggoran!
Se echó a reír y cogió el talismán del anciano.
— ¡Oh, Thaggoran, Thaggoran, si comenzara a contarte todo lo que he aprendido desde aquella noche de los zorros-rata, tardaría tantos años en decírtelo todo como los que llevo de vida! — exclamó en voz alta —. ¿Ves? Los comehielos… se convierten en estos seres. Y el Gran Mundo… lo he visto, Thaggoran, y sé por qué escogió morir pacíficamente. Y los bengs… déjame hablarte de los bengs, Thaggoran, y de Vengiboneeza, y… — Oprimió el amuleto con fuerza —. No lo he hecho tan mal, ¿verdad, Thaggoran? He aprendido algunas cosas, ¿eh? Y un día, te lo prometo, voy a contártelo todo. Algún día, sí. Pero no pronto, ¿eh Thaggoran? Nos sentaremos a conversar como en los viejos tiempos. ¡Pero no pronto!