El mundo se abría ante ellos como una desolación vasta y vacía, extensa en todas las direcciones por donde Hresh alcanzaba a mirar. No había muros, nada que los protegiera. Esta circunstancia era lo que causaba más temor: el espacio abierto… ¡No había paredes ni muros! Antes siempre habían encontrado alguna pared contra la cual reclinarse, algún techo por encima de la cabeza, algún suelo bajo los pies. Hresh imaginó que podía dar un salto hacia delante y lanzarse a los aires fuera de la cornisa, y flotar y flotar para siempre, sin chocar con nada. Aun la cúpula que formaba el cielo quedaba tan distante… Apenas la identificaba como un límite. En realidad,, lo atemorizaba posar la vista sobre un lugar tan inmensamente abierto.
Pero ya nos acostumbraremos, pensó Hresh. Tendremos que acostumbrarnos.
Sabía lo afortunado que era. Habían transcurrido una vida tras otra, miles de generaciones de existencias, y mientras tanto, el Pueblo había estado oculto en su cómoda madriguera, como ratones en su guarida, contándose historias de ese mundo portentoso y bello del cual habían provenido sus antepasados.
Se volvió hacia Orbin, que estaba a su lado.
— Nunca pensé que presenciaría todo esto. ¿Y tú?
Orbin sacudió la cabeza, en un movimiento mínimo y tenso, como si su cuello fuese una estaca.
— No. No, jamás.
— No puedo creer que estemos fuera — susurró Taniane. ¡Yissou, qué frío hace! ¿No nos congelaremos?
— Todo irá bien — la tranquilizó Hresh.
Observó la distancia gris. ¡Cuánto había ansiado poder contemplar siquiera una vez el mundo exterior!
Pero se había resignado a su suerte, sabiendo que sin duda su sino era vivir y morir en el capullo, como todos los que habían existido desde la época del Largo Invierno, sin poder tan sólo echar un vistazo a aquel mundo prodigioso que se extendía más allá de la puerta, excepto en las fugaces visitas prometidas para el día en que adquirían el derecho a escoger su nombre y entrelazarse. En el capullo se asfixiaba. Odiaba ese lugar. Pero no parecía haber forma de escapar. Y, sin embargo, allí estaban, al otro lado del portal.
— No me gusta nada todo esto. Quisiera estar dentro — dijo Haniman.
— Ojalá estuvieras allí — comentó Hresh, desdeñoso.
— Sólo alguien tan loco como tú podría querer estar aquí.
— Sí — asintió Hresh —. Así es. Y ahora he cumplido mí deseo.
El viejo Thaggoran le había enseñado los nombres de las antiguas ciudades: Valirian, Thisthissima, Vengiboneeza, Tham; Mikkimord, Bannigard, Steenizale, Glorm. ¡Qué nombres maravillosos! Pero ¿qué era exactamente una ciudad? ¿Muchos capullos uno al lado del otro? Y todas esas cosas de la naturaleza que había afuera: ríos, montanas, océanos, árboles… Había oído esos nombres, pero ¿qué significaban en realidad? Ver el cielo… el cielo… vaya, el día en que se escabulló de la dulce mujer de las ofrendas y se asomó por la salida, casi había estado dispuesto a dar la vida por ello. En realidad, casi la había dado. Si en aquel preciso instante el Sueñasueños no hubiese despertado, ¿le habría arrojado Koshmar fuera del capullo? Probablemente. Koshmar era estricta, como correspondía a una cabecilla. De no haber sido por el inesperado grito del Sueñasueños, le habrían expulsado y cerrado bien las puertas a sus espaldas. Estuvo en un tris de que así sucediera. Sí. Sólo la suerte le había salvado.
Hresh siempre se había creído dotado de una suerte fuera de lo común. Nunca lo había comentado a nadie, pero creía estar bajo la protección especial de los dioses. De todos, no sólo de Yissou, quien protegía a todos, o de Mueri, que consolaba a los afligidos, sino también de Emakkis, de Friit, de Dawinno, de esas deidades más remotas que gobernaban los aspectos más sutiles del mundo. En particular, Hresh entendía que era Dawinno el que guiaba sus pasos. Dawinno, el Destructor, el que había arrojado sobre el mundo las estrellas de la muerte, sí. Pero según él creía, no había sido por maldad. Las había enviado porque era lo que debía hacer. Había llegado la hora y debían caer. Ahora había que restablecer el mundo, y Hresh creía que en esta misión él desarrollaría un importante papel. Así, llevaría a cabo la tarea que Dawinno le había asignado. El Destructor también era el guardián de la vida, y no sólo su enemigo, como creía la gente con simpleza. Thaggoran le había enseñado todo eso. Y Thaggoran era el hombre más sabio que hubiese existido jamás.
Aun así, Hresh creía que el día de su intento de fuga la suerte le había sido escasa. Si le hubiesen arrojado por la puerta a ese mundo que tanto ansiaba ver — y lo habrían hecho: la ley era la ley, y Koshmar era severa, lo sabía — ¿qué habría sido de él? Una vez en el exterior habría podido subsistir solo ni medio día. Tal vez tres cuartos de día, si su suerte no lo abandonaba. Pero nadie tenía tanta suerte como para poder sobrevivir mucho tiempo solo en el mundo exterior. Sólo le había salvado la rapidez de Torlyri. Eso, y la misericordia de Koshmar.
Cuando se enteraron de lo ocurrido, sus compañeros de juegos se burlaron de él. Orbin, Taniane, Haniman… no podían comprender por qué había querido salir, ni por qué Koshmar le había levantado el castigo. Todos creyeron que se había querido matar. «¿No puedes aguardar al día de tu muerte? — le había preguntado Haniman. — Sólo faltan veintisiete años más.» Y se echó a reír, y Taniane rió con él, y hasta Orbin, su buen amigo había hecho un gesto burlón tras propinarle un golpe en el brazo. Hresh, el de las preguntas. Hresh, el que se quiere congelar. Así lo llamaron.
Pero qué importaba. Al cabo de unos días se habían olvidado de su pequeña aventura. Y ahora nada era igual.
La tribu se marchaba. Por segunda vez en unas pocas semanas, Hresh veía el cielo, y en esta ocasión no era un mero vistazo. Vería las montañas y los océanos. Vería Vengiboneeza y Mikkimord. Todo el mundo le pertenecía.
— ¿Esto es el cielo? — preguntó Orbin.
— Sí. Es el cielo — le contestó Hresh, orgulloso de haber estado allí antes, aunque sólo por unos minutos. Orbin, macizo y muy fuerte, tenía los ojos brillantes y una intimo amigo de sonrisa fácil y encantadora. Era el más íntimo amigo de Hresh ambos tenían exactamente la misma edad. Pero Orbin jamás habría osado intentar una fuga con él —. Y aquello que hay allí abajo es el río. Esto verde es la hierba. Y eso rojo es hierba de otra clase.
— El aire huele de un modo extraño — comentó Taniane —. Me arde en la garganta.
— Eso se debe a que hace frío — le explicó Hresh —. Después de un rato ya no te molestará.
— ¿Por qué hace frío, si el invierno ya ha terminado? — quiso saber.
— No preguntes tonterías — le ordenó Hresh. Pero no obstante, se encontró cuestionándose lo mismo.
Adelante, al lado de la piedra de las ofrendas, Torlyri se afanaba en celebrar cierto ritual. Hresh deseaba que fuera el último para que la marcha se pudiera iniciar de una vez. Le parecía que durante las semanas pasadas, desde el día en que el Sueñasueños despertó, cuando Koshmar anunció la partida de la tribu, no habían hecho más que celebrar ritos y ceremonias.
— ¿Vamos a cruzar el río? — preguntó Taniane.
— No creo — respondió Hresh —. El sol está en esa dirección, y si nos dirigimos hacia allí tal vez nos quememos. Creo que iremos rumbo al lado contrario.
Sólo era una conjetura, pero resultó estar en lo cierto, al menos en cuanto a la dirección que el grupo iba a tomar. Koshmar lucía ahora la Máscara de Lirridon, que durante tanto tiempo había pendido de la pared del habitáculo. Era amarilla y negra, y tenía un inmenso pico que le confería el aspecto de un insecto gigantesco. Alzó la espada e invocó los Cinco Nombres. Luego avanzó por una senda estrecha que iba desde la cornisa hasta la cima de la colina, y desde allí descendía por la ladera occidental hacia un ancho valle que se extendía por debajo. Uno tras otro, los demás la siguieron en fila, moviéndose lentamente bajo el peso de los voluminosos bultos.