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Deben de haber surgido durante el Largo Invierno — aventuró Thaggoran —. No son animales conocidos en el Gran Mundo.

— ¿Estás seguro de ello?

— Son criaturas desconocidas — insistió Thaggoran, que comenzaba a irritarse.

— En ese caso, debemos darles algún nombre — declaró Koshmar resueltamente — Debemos dar nombre a todo lo que veamos. ¿Quién sabe, Thaggoran? Tal vez seamos el único pueblo que existe. Una de nuestras tarea dar nombre a las cosas.

— Buena tarea — respondió Thaggoran, pensando en el dolor que afligía su rodilla izquierda.

— Entonces, ¿cómo hemos de llamarlos? Vamos, Thaggoran. ¡Danos un nombre con qué señalarlos!

Levantó la vista y vio a esos seres altos y gráciles, nítidamente recortados sobre la cresta de una colina distante, contra el cielo oscuro que atisbaban cuidadosamente a los viajeros.

— Bailacuernos — dijo sin vacilar —. Son bailacuernos, Koshmar.

— ¡Así sea! ¡Son bailacuernos!

La oscuridad se acentuó. Ahora el cielo casi era negro. Thaggoran, levantando la vista, descubrió ciertas aves de amplias alas volando al este de la penumbra. Pero viajaban tan alto que ni siquiera podía intentar identificarlas. Se quedó observándolas, imaginando que él mismo surcaba los cielos así, sin que hubiera nada más que aire por debajo de su cuerpo. Durante un instante la idea le extasió, para convertirse luego en una sensación de terror que le envolvió en náuseas y casi le arrojó de bruces. Aguardó a que pasara, respirando profundamente. Luego se acuclilló, hundió los nudillos contra la solidez de la tierra seca y arenosa, se inclinó hacia delante y apoyó todo el cuerpo contra el suelo. Le sostenía, tal como otrora había hecho el capullo. Eso le infundió ánimos. Al cabo de un rato se puso de pie y prosiguió.

En la creciente oscuridad comenzaron a emerger agudos puntos brillantes de luz ardiente. Hresh, acercándose desde atrás, quiso saber qué eran.

— Son las estrellas contestó Thaggoran.

— ¿Qué las hace tan brillantes? ¿Se están quemando? En ese caso, debe de ser un fuego muy frío…

— No — señaló Thaggoran —. Es un fuego ardoroso, un fuego flameante como el del sol. Son soles, Hresh. Como el gran sol que Yissou ha puesto en el cielo diurno para calentar el mundo.

— El sol es mucho más grande. Y mucho más cálido…

— Sólo porque está más cerca. Créeme, niño: lo que ves son globos de fuego que penden del cielo.

— Ah. Globos de fuego. Entonces, ¿están muy lejos?

— Tanto que al más fuerte de los guerreros le llevaría la vida entera llegar hasta la más cercana.

— Ah — caviló Hresh —. Ah. — Se quedó contemplándolas un largo rato. Los demás también se habían detenido para estudiar los brillantes puntos de luz que titilaban incipientes en el cielo. Thaggoran sintió un escalofrío, pero no de frío. Tenía ante él un cielo tapizado de soles, y sabía que alrededor de esos soles había otros mundos. Sintió el impulso de postrarse en el suelo, como para admitir su pequeñez y la grandeza de los dioses que habían enviado al Pueblo a ese mundo inmenso, a ese mundo que sólo era un grano de arena en la vastedad del universo.

— Mira — dijo alguien —. ¿Qué es eso?

— ¡Dioses! — exclamó Harruel —. ¡Una espada en los cielos…!

Y sí, ahora se veía algo nuevo: un cuerno de luz blanca y resplandeciente, una cuña de hielo que se asomaba por encima de las distantes montañas. A su alrededor, la tribu se prosternaba, murmurando, ofreciendo desesperadas plegarias a ese cuerpo inmenso y mudo que flotaba por encima de ellos con un gélido fulgor blancoazulado.

— La luna — profirió Thaggoran —. ¡Es la luna!

— La luna es redonda como una pelota. Así nos lo has dicho siempre — acotó Boldirinthe.

— Es cambiante — indicó Thaggoran —. A veces aparece así, y a veces se ve más llena.

— ¡Mueri! Siento sobre la piel la luz de la luna — aulló uno de los hombres —. ¿Me helará, Thaggoran? ¿Qué he de hacer? ¡Mueri! ¡Friit! ¡Yissou!

— No hay nada que temer — dijo Thaggoran. Pero él también temblaba. Hay tantas cosas extrañas aquí, pensaba. Estamos en otro mundo. Estamos desnudos bajo estas estrellas y esta luna, y no sabemos nada. Ni siquiera yo. Ni siquiera yo. Todo es tan nuevo, todo causa temor…

Se acercó a Koshmar.

— Deberíamos acampar ahora — aconsejó —. Ya está muy oscuro para proseguir. Y montar el campamento nos dará algo que hacer mientras la noche avanza.

— ¿Qué sucederá durante la noche? — preguntó Koshmar.

Thaggoran se encogió de hombros.

— Durante la noche vendrá el sueño. Y luego llegará la mañana.

— ¿Cuándo?

— Cuando acabe la noche — replicó.

Esa primera noche hicieron alto en una depresión, junto a un débil arroyo sinuoso. Tal como había previsto Thaggoran, la labor de detenerse, desembalar y hacer el fuego distrajo a la tribu de sus temores. Pero no bien se hubieron acomodado, de los bajos montículos cercanos aparecieron a modo de escuadrón unos insectos de color claro y con muchas articulaciones, largos como la pierna de un hombre, con enormes ojos saltones y amarillos, y patas de aspecto fornido rematadas en desagradables garras. Al parecer, las criaturas eran atraídas por la luz, o tal vez por la tibieza del fuego. Horrendos y feroces, con mandíbulas rojas y brillantes, emitían un espantoso sonido. Algunas de las mujeres y los niños salieron despavoridos al verlos, pero Koshmar se acercó sin miedo a uno de ellos y lo abatió con un sablazo rápido y despectivo. El insecto agitó sus dos mitades contra el suelo unos momentos, antes de quedar inmóvil. Los demás, al ver el destino de su compañero, retrocedieron a distancia prudencial y allí se quedaron, observándoles lúgubremente. No tardaron en volver a sus madrigueras, tras lo cual no se los volvió a ver.

— Son garrasverdes — informó Thaggoran, inventando raudamente un nombre antes de que Koshmar le interrogara. Le incomodaba no saber los nombres de las dos primeras criaturas que habían encontrado en la Partida. Pero el Libro de las Bestias tampoco hacía mención de éstas, no le cabía duda.

Esa noche, Koshmar asó al fuego el garrasverdes, y ella, Harruel y algunos de los más valientes probaron la carne. Según comunicaron, no sabía a nada en especial. Aun así, algunos pidieron una segunda ración. Thaggotan declinó su parte con cauteloso agradecimiento.

Durante la noche tuvieron otro encuentro. Esta vez se trató de unas criaturas diminutas y redondas, no mayores que la yema de un pulgar, que se movían dando unos inmensos saltos lunáticos a pesar de que no se les veía patas por ninguna parte. Cuando se posaban sobre alguien, se incrustaban de inmediato, socavando el pelaje, e hincaban los minúsculos dientes en la carne dejando una sensación de ardor como el carbón en brasa.

Aquí Y allá se escuchaban por el campamento estallidos de ira y de dolor, hasta que finalmente todos terminaron por despertar, y el Pueblo se congrego en círculo. Cada uno se dedicó a hurgar entre el pelaje del otro, y a atrapar entre el índice y el pulgar a las alimañas. Arrancarlas de la piel costó no pocos esfuerzos. Thaggoran les dio el nombre de cardofuegos. Con el alba desaparecieron.

La pálida luz de la mañana despertó a Thaggoran de su sueño inquieto. Tenía la sensación de no haber dormido apenas, pero así y todo podía recordar algunos sueños: visiones de rostros suspendidos en el aire, una mujer con siete espantosos ojos rojos, y una tierra donde los dientes brotaban del suelo. Le dolía todo el cuerpo. El sol, pequeño, duro y hostil, yacía como una fruta sin madurar sobre una raída hilera de colinas hacia el este. Descubrió a Torlyri a la distancia. Hacía sus ofrendas matinales.