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Casi ninguno habló mientras recogieron el equipaje para seguir la marcha. Dondequiera que mirase, Thaggoran veía rostros desolados. Todos parecían luchar ostensiblemente contra el frío, contra la fatiga de la jornada anterior, contra la molestia de los cardofuegos que les habían estropeados el sueño, contra lo extraño del paisaje. La opresiva amplitud de la vista constituía un problema para muchos; Thaggoran veía cómo se llevaban las manos al rostro como si quisieran crear un capullo privado que los contuviera.

Su propio ánimo se dejaba abatir por el terreno árido y el clima inclemente y hostil. ¿Sería realmente la Nueva Primavera? ¿O se habrían marchado demasiado pronto hacia un invierno inhabitable y una muerte segura? Acaso estuviesen escribiendo el Libro del Aciago Amanecer, o el Libro del Frío Despertar una vez más.

Las piedraluces no le habían dado una respuesta clara. Su intento de adivinación había terminado en ambigüedades e incertidumbres, como solía ocurrir. «Debéis proseguir» habían dicho las piedras, pero eso era algo que Thaggoran ya sabía: ¿acaso no tenían a los comehielos prácticamente encima? Y, sin embargo las piedras no habían dicho que fuera el tiempo propicio, ni le aseguraron que llegarían a buen término.

Se separó del resto de la tribu y escribió un rato en las crónicas. Hresh se le acercó mientras se inclinaba junto al cofre con el libro en las manos. Pero esta vez permaneció en silencio, como si temiera interrumpir. Cuando Thaggoran terminó, levantó la vista y le dijo:

— ¿Y bien, niño? ¿Te gustaría escribir algo sobre estas páginas?

Hresh sonrió.

— Si pudiera…

— Sé que sabes escribir.

— Pero no en las crónicas, Thaggoran. No osaría tocar las crónicas.

— Qué respetuoso pareces, hijo… — dijo Thaggoran, sonriendo.

— ¿Lo crees?

— Pero no me engañas.

— No — dijo Hresh —. No quisiera estropear las crónicas intentando escribir sobre ellas. Podría escribir tonterías, y luego durante todos los años verían lo que he escrito, y dirían: «Hresh, el tonto, escribió esas sandeces allí.» Sin embargo, sí me gustaría poder leer las crónicas.

— Todas las semanas las leo al Pueblo.

— Sí. Sí, ya lo sé. Quiero leerlas por mí mismo. Todo, hasta los libros más antiguos. Quiero saber, más sobre cómo fue construido el capullo, y quién lo hizo.

— Lord Fanigole construyó nuestro capullo con Balilirion y Lady Theel. Eso ya lo sabes.

— Sí. Pero ¿quiénes fueron? Sólo son nombres.

— Fueron nuestros ancestros — respondió Thaggotan —. Grandes personajes.

— ¿Fueron ojos-de-zafiro, verdad?

Thaggoran miró a Hresh extrañado.

— ¿Por qué dices eso? Sabes que todos los ojos-de-zafiro murieron cuando comenzó el Largo Invierno. Lord Fanigole, Balilirion y Lady Theel fueron gente como nosotros. Es decir, seres humanos: todos los textos coinciden en eso. Esos tres fueron los héroes supremos. Cuando llegó el pánico, cuando comenzó el frío mortal, ellos conservaron la calma y nos condujeron a resguardo. — Palmeó el cofre de las crónicas —. Aquí, en estos libros, está todo escrito.

— Me gustaría poder leer esos libros algún día — repitió Hresh.

— Creo que tendrás esa oportunidad — dijo Thaggoran.

Jirones de niebla gris se acercaron hacia ellos. Thaggoran comenzó a empaquetar los objetos sagrados. Tenía los dedos adormecidos de frío, y las manos se movían torpemente sobre los cerrojos y sellos del cofre. Al cabo de un rato, hizo un gesto impaciente a Hresh como pidiendo ayuda. Le mostró al niño lo que debía hacer. Juntos cerraron el cofrecillo, y luego Thaggoran posó las manos sobre la tapa, como si el contenido pudiera entibiarlas.

— ¿Volveremos alguna vez al capullo, Thaggoran? — preguntó Hresh.

Thaggoran le miró de nuevo con aire intrigado.

— Hemos abandonado el capullo para siempre, niño. Debemos proseguir hasta que encontremos lo que debemos hallar.

— ¿Y eso qué es?

— Los elementos que debemos poseer para gobernar el mundo — replicó Thaggoran —. Tal como está escrito en el Libro del Camino. Esas cosas nos esperan en las ruinas del Gran Mundo.

— Pero ¿y si en realidad no se trata de la Nueva Primavera? ¡Mira qué frío hace! ¿No te has preguntado sí nos hemos equivocado y salido demasiado pronto?

— Jamás — repuso Thaggoran —, No cabe la menor duda. Todas las profecías son favorables.

— Pero hace mucho frío… — insistió Hresh.

— Así es. Mucho frío. ¿Pero ves el modo en que la noche se cierne gradualmente sobre el día, y en que el día gradualmente se apodera de la noche? Así ocurre con la Nueva Primavera, hijo. Una primavera no llega con un solo estallido de calor. Sobreviene poco a poco, momento a momento. — Thaggoran se estremeció y se abrazó él mismo. La humedad le calaba los huesos —, ven, Hresh. Ayúdame con este cofrecillo, y unámonos al resto.

Le preocupaba que Hresh albergara dudas sobre la prudencia de la travesía: a menudo en las palabras del pequeño se escondía una aguda perspicacia. Las prevenciones de Hresh concordaban con las del propio Thaggoran. Pensaba que Koshmar bien podía haberse apresurado a señalar el tiempo de la Partida. En realidad, el Sueñasueños no había dicho que fuese el momento, ¿no? Sólo había pronunciado unas pocas palabras. Koshmar había terminado la frase en su lugar. Había puesto las palabras en boca del Sueñasueños… la misma Torlyri la había acusado de ello. Pero nadie se atrevía a oponerse a Koshmar. Thaggoran advertía que durante mucho tiempo Koshmar había albergado la determinación de ser la cabecilla que llevara a cabo la Partida.

Pero, además, estaban los comehielos: no sólo constituían una profecía de primavera, sino una amenaza inmediata para el capullo. Aun así, ¿no habría sido mejor buscar refugio en algún otro lado y aguardar tiempos más cálidos, en lugar de lanzarse por tierras inhóspitas e intransitables?

Demasiado tarde. Demasiado tarde. La marcha se había iniciado, y Thaggoran sabía que no concluiría hasta que Koshmar alcanzara la gloria siempre anhelada, fuera cual fuere. O hasta que todos murieran. Que así sea, se dijo Thaggoran. Como de costumbre, sucedería lo que debiese suceder.

El segundo día fue duro y difícil. A mediodía se abatieron sobre ellos unas furiosas bandadas de criaturas aladas con espectrales ojos blancos e iracundos picos sedientos de sangre. Delim sufrió una herida en el brazo, y el joven guerrero Praheurt dos cortes en la espalda. El Pueblo las ahuyentó con gritos, piedras y teas, pero fue una labor pesada ya que volvían una y otra vez, así que hubo horas enteras sin sosiego. Thaggoran las llamó avesangres. Más tarde aparecieron otras aún más repugnantes, con alas negras como de cuero, garras salvajes y ganchudas, y cuerpos pequeños y carnosos cubiertos de una crin verde y nauseabunda. Por la noche regresaron los cardofuegos en multitud enloquecedora. Para mantener la presencia de ánimo, Koshmar ordenó a todos que cantaran, y así lo hicieron, pero en la entonación no hubo alegría. En lo más oscuro de la noche cayó una cellisca, fría y dura, y el aguanieve les atizó la piel como rocío de brasas encendidas. Torlyri, finalizadas las ofrendas de la mañana, recorrió las filas del Pueblo, brindando el alivio de su calidez y ternura.

— Esto es lo peor — les decía —. Pronto vendrán tiempos mejores.

Prosiguieron.

Al tercer día, mientras descendían por una serie de colinas achaparradas, grises y desnudas que se abrían en un estrecho prado verde, Torlyri, la del ojo certero, atisbó una extraña figura solitaria en la lejanía. Parecía dirigirse hacia ellos. Se volvió hacia Thaggoran y le pregunto:

— ¿Ves aquello, anciano? ¿Qué crees que es? ¡Sin duda, no es humano!