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Thaggoran aguzó la vista. Sus ojos no eran tan penetrantes como los de Torlyri, pero su segunda vista era la más poderosa de la tribu y le mostró claramente unas bandas amarillas y negras sobre el largo y brillante cuerpo de la criatura, un pico agresivo, grandes ojos chispeantes de un tono negro azulado, unas profundas hendiduras que separaban la cabeza del tórax y el tórax del abdomen.

— No, no es humano — musitó, conmovido hasta lo hondo de su alma —. ¿Acaso no reconoces a un hjjk cuando estás ante él?

— ¡Un hjjk! — exclamó Torlyri, azorada.

Thaggoran dio la vuelta, tratando de ocultar su temblor. Sentía como si estuviera en mitad de un sueño extraordinariamente vívido. Apenas podía creer que la criatura que cruzaba el prado fuera un hjjk, un hjjk vivo y auténtico.

Era como si el libro de las crónicas saltara del cofre y cobrara vida, como si las figuras del Gran Mundo Perdido emergieran y danzaran ante él. Para él, los hjjks siempre habían sido un mero nombre, un concepto, algo seco, antiguo y abstracto, un elemento remoto de un pasado desvanecido. Koshmar era real, Torlyri era real, Harruel era real, estas tierras heladas y yermas eran reales. Pero lo que decían las crónicas eran sólo palabras, aunque eso que se les acercaba ahora no era ninguna palabra.

Y, sin embargo, a Thaggoran no le sorprendió que los hjjks hubiesen sobrevivido también al invierno, tal como las crónicas habían predicho. Era de esperar que los hjjks subsistieran a los tiempos. Eran supervivientes innatos. En los días del Gran Mundo, ellos habían sido uno de los Seis Pueblos: eran seres-insecto, austeros y sin sangre. Thaggoran no había leído nada agradable sobre ellos. Aun a esa distancia, percibía las emanaciones de hjjk, secas y frías como la tierra que surcaban… indiferentes, remotas.

Koshmar se acercó. Ella también había visto al hjjk.

— Tenemos que hablar con él. Debe de saber cosas útiles sobre lo que nos espera en adelante. ¿Crees que podrás hacerlo hablar?

— ¿Tienes alguna razón para dudar de ello? — preguntó Thaggoran de mal humor.

— Cansado, anciano? — sonrió Koshmar.

— No seré el primero en caer — atajó en tono hosco.

Ahora cruzaban un terreno reseco: el suelo era arenoso y la superficie crujía bajo los pies, como si nadie hubiese caminado por allí durante millares de años. Aquí y allí asomaban matas ralas de hierba reseca verde azulada. Eran pastos gruesos y angulares, que emitían un brillo vidrioso. El día anterior Konya había intentado arrancar un puñado y lo tuvo que soltar maldiciendo, con los dedos sangrando.

Durante toda la tarde, mientras descendían la última de las colinas en grupo, distinguieron la estólida figura del hjjk que avanzaba en dirección a ellos. Los alcanzó justo antes del atardecer, en cuanto hubieron llegado al extremo oriental del prado. Ellos eran sesenta y él sólo uno, pero aun así se detuvo y los aguardó con el par de brazos centrales cruzado sobre el tórax, sin mostrar temor.

Thaggoran lo miró fijamente. El corazón le saltaba en el pecho, tenía la garganta seca de excitación. Ni siquiera la misma Partida había causado sobre él tanto impacto como la proximidad de esta criatura.

Mucho tiempo atrás, en los gloriosos días del Gran Mundo, antes de la llegada de las estrellas muertas, estos seres-insectos habían construido vastas ciudades colmenas sobre las tierras que eran demasiado secas para los humanos y los vegetales, demasiado frías para los ojos-de-zafiro, o demasiado húmedas para los mecánicos. Si nadie reclamaba un territorio, los hijks lo tomaban, y una vez que lo hacían ya no renunciaban a él. Sin embargo, los cronistas del Gran Mundo no los habían considerado los amos de la Tierra, a pesar de su resistencia y adaptabilidad. El pueblo dominante eran los ojos-de-zafiro. Así estaba escrito. Los ojos-de-zafiro eran los reyes; después de ellos venían los demás, incluidos los humanos, que en épocas aún más pretéritas habían sido también los amos. Y volverían a serlo, ahora, tras la Partida. Pero, Thaggoran lo sabía, los ojos-de-zafiro no podían haber subsistido al invierno, y los humanos habían huido. ¿Habría convertido esta ausencia a los hjjks en los amos?

Bajo la luz vacilante, como sí estuviese tallado en piedra pulida. Desde un extremo a otro, en el largo cuerpo lucía bandas amarillas y negras. Era esbelto y alto, más alto incluso que Harruel, y su rostro angular y duro, con un pico incisivo, se parecía mucho a la Máscara de Lirridon que Koshmar había escogido para el día de la Partida desde el capullo. Sus ojos, enormes y de múltiples facetas, brillaban como oscuras piedraluces. Debajo de ellos se mecían, a ambos lados de la cabeza, las espirales segmentadas de los tubos de respiración, de un vivo color naranja.

El hjjk les observó en silencio hasta que se acercaron.

Luego dijo con tono sorpresivamente falto de toda curiosidad.

— ¿A dónde vais? Es poco inteligente permanecer aquí. Aquí hallaréis la muerte.

— No — dijo Koshmar —. El invierno ha terminado.

— No importa, moriréis. — La voz del hjjk era un zumbido raspón. Pero al Cabo de un rato, Thaggoran advirtió que no era un sonido producido con la voz. Hablaba al interior de sus mentes; se comunicaba con su segunda vista, por así decirlo — Más allá, en el valle, os aguarda la muerte. Seguir y comprobaréis que no miento.

Y sin añadir nada más, comenzó a pasar por entre ellos, como si hubiera concedido a la tribu todo el tiempo que merecían.

— Aguarda, aguarda — dijo Koshmar, interceptándole el paso —. Dinos qué peligros nos esperan en adelante, hjjk.

— Ya los veréis.

— Dínoslo ahora, o no seguirás tu viaje en esta vida.

Fríamente, el hjjk replicó:

— En este valle se reúnen los zorros-rata. Conseguirán vuestra piel, ya que vosotros sois carnosos, y el hambre que ellos sienten es voraz. Déjame pasar.

— Aguarda un poco más — exigió Koshmar —. Dime, ¿has visto otros humanos al cruzar el valle? ¿Tribus como la nuestra, que emergen de sus capullos ahora que la primavera ha empezado?

El hjjk emitió un sonido monótono que bien podía ser de impaciencia. Era la primera muestra de emoción que revelaba.

— ¿Por qué iba a ver humanos? — preguntó el ser — insecto —. Este valle no es sitio apropiado para encontrar humanos…

— ¿No has visto ninguno? ¿Ni siquiera unos pocos?

— Tus palabras carecen de toda lógica y sentido — señaló el hjjk —. No tengo tiempo que perder con estos desvaríos. De nuevo te pido que me dejes pasar.

Thaggoran advirtió un olor extraño, inesperadamente dulzón y acre. Vio que del abdomen del hjjk comenzaban a aparecer pequeñas gotas de una secreción pardusca.

— Deberíamos dejarlo ir — indicó suavemente a Koshmar — No nos dirá más. Y podría ser peligroso…

Koshmar posó la mano sobre la espada. Harruel, a su lado, tomó el gesto como una indicación y empuñó la suya, pasando la mano por el fuste.

— ¿Quieres que acabe con él? — murmuró Harruel —. Lo partiré en dos. ¿Quieres, Koshmar?

No — respondió —. Sería un error. — Caminó lentamente alrededor del hjjk, quien al parecer no se inmutó ante el curso de la conversación — Por última vez — insistió Koshmar — Dime: ¿no hay tribus humanas en esta región? Nos daría gran alegría encontrarlas. Hemos salido para iniciar el mundo de nuevo, y buscamos a nuestros hermanos y hermanas.

— No iniciaréis nada de nuevo, ya que los zorros-rata os diezmarán dentro de una hora — replicó el hjjk imperturbable —. Sois tontos. No hay humanos, mujer-de-carne.

— Lo que dices es absurdo. En este mismo momento tienes ante ti seres humanos.

— Hay tontos ante mí — replicó el hjjk —. Ahora, dejadme seguir mi camino o lo lamentaréis.

Harruel alzó la espada. Koshmar sacudió la cabeza.

— Déjalo ir. Ahorra las energías para los zorros-rata.