Thaggoran vislumbró de inmediato la catástrofe en toda su magnitud.
Los años de surcar aquellos pasadizos oscuros y abandonados habían delineado un mapa indeleble de intrincados esquemas en su mente, en brillantes líneas escarlatas. La ruta ascendente de estos monstruos gigantes e indiferentes, que horadaban lentamente tierra y roca, los llevaría en su momento a atravesar el centro del habitáculo donde el Pueblo había vivido durante miles de años. De eso no cabía la menor duda. Los gusanos aparecerían justo por debajo del sitio donde se asentaba la piedra sagrada. Y la tribu sería tan incapaz de detenerlos en su ciego ascenso como de atrapar una estrella de la muerte en una red de hierba tejida.
En ese mismo instante, muy por encima de la caverna donde Thaggoran espiaba de rodillas a los comehielos, Torlyri, la de las ofrendas, compañera de entrelazamiento de Koshmar, la cabecilla, se aproximaba a la salida del capullo. Era la hora del amanecer, cuando Torlyri hacía la diaria ofrenda a los Cinco Celestiales. Alta y suave, Torlyri era célebre por su gran belleza y dulzura de alma. Su pelaje era de un negro lustroso, surcado por dos increíbles espirales blancas y brillantes que le recorrían todo el cuerpo. Por debajo de la piel se destacaba la poderosa ondulación de sus músculos. Tenía los ojos mansos y oscuros; la sonrisa, cálida y fluida.
Todos los de la tribu amaban a Torlyri. Desde niña había dado señales de ser especiaclass="underline" una verdadera líder a quien los demás podían recurrir en busca de consejo y apoyo. De no ser por la ternura de su espíritu, bien podría haber ocupado el lugar de Koshmar como cabecilla. Pero no bastan belleza y fortaleza. Una cabecilla no debe ser tierna.
Así, nueve años antes, cuando la vieja cabecilla Thekmur llegó a la. edad límite, se dirigieron a Koshmar y no a Torlyri.
— Éste es el día de mi muerte — había anunciado a Koshmar la pequeña y fibrosa Thekmur.
— Y es el día de tu coronación — añadió Thaggoran.
Y así fue como Koshmar se convirtió en cabecilla, tal como se había convenido cinco años atrás. Para Torlyri habían decretado un destino distinto. Cuando, no mucho después, llegó la hora de que Gonnari, la de las ofrendas, atravesara la salida del capullo tal como Thekmur lo había hecho en su día, Thaggoran y Koshmar se acercaron a Torlyri para depositar en sus manos el cuenco de las ofrendas. Entonces, Koshmar y Torlyri se abrazaron con lágrimas en los ojos y se presentaron ante la tribu para aceptar la elección. Después, las dos celebraron su doble designación de forma más privada, con risas y amor, en una de las cámaras de entrelazamiento.
— Ahora es nuestro turno de gobernar — le dijo Koshmar ese día.
— Sí — replicó Torlyri —. Por fin ha llegado nuestra hora.
Pero ella sabía la verdad: para Koshmar era tiempo de gobernar; para Torlyri, de servir. Y, sin embargo, ¿no eran ambas servidoras del Pueblo, tanto la cabecilla como la mujer de las ofrendas?
Durante aquellos nueve años, Torlyri había hecho el mismo viaje cada vez que la silenciosa señal atravesaba la abertura del capullo para anunciarle que el sol había ingresado en el firmamento: fuera del capullo, junto al cielo, más y más arriba, atravesando el risco y el sinuoso enjambre de angostos corredores que conducían hacia la cresta, hasta llegar finalmente a la llanura de la cima, al Lugar de la Salida, donde realizaría el ritual que constituía su primera responsabilidad ante el Pueblo.
Allí, cada mañana, Torlyri abría la salida del capullo y cruzaba el umbral, avanzando con cautela unos pasos hacía el mundo exterior. La mayoría de los miembros de la tribu atravesaba ese umbral sólo tres veces en la vida: el día del nombramiento, el día del entrelazamiento y el día de la muerte. La cabecilla veía el mundo exterior una cuarta vez: el día de la coronación. Pero Torlyri tenía el privilegio y el deber de salir al mundo exterior todas las mañanas de su vida. E incluso ella sólo podía llegar hasta la piedra de las ofrendas, de granito rosado salpicado de copos de fuego, seis pasos más allá del portal. Sobre esa piedra sagrada depositaba el cuenco de las ofrendas, que contenía algunas cosillas del mundo interior: unas moras de luz, unas hebras de paja para cubrir muros o un pedazo de carne chamuscada; luego vaciaba el cuenco del día anterior y recogía algo del mundo exterior para llevar de regreso: un puñado de tierra, unos guijarros desperdigados, unas briznas de hierbarroja. Ese intercambio diario era esencial para el bienestar de la tribu. Con ello, cada día se decía a los dioses: No hemos olvidado que pertenecemos al mundo y que estamos en el mundo, aun cuando debamos vivir apartados de él en este momento. Algún día saldremos de nuevo y habitaremos sobre la tierra que habéis hecho para nosotros, he aquí estas ofrendas en señal de nuestra promesa.
Al llegar al Lugar de la Salida, Torlyri depositó sobre el suelo el cuenco de las ofrendas y aferró la manivela que abría la abertura. Era una manija inmensa y brillante, engorrosa de manipular, pero en las manos de Torlyri se movía con soltura. Se sentía orgullosa de su fortaleza. Ni Koshmar ni ninguno de los hombres de la tribu, ni aun el gigantón Harruel, el más grande y fuerte de los guerreros, podía igualarla en forcejear con los brazos, en luchar con los pies, en trepar por las cavernas.
El portal se abrió y Torlyri lo traspasó. El aire punzante y nítido de la mañana le hirió las fosas nasales.
El sol acababa de asomar. Su fulgor rojo y helado colmó el cielo oriental, y las volátiles motas de polvo que danzaban en el aire gélido parecían fulgurar y resplandecer con una llama interior. Más allá de la cornisa sobre la cual se erguía, Torlyri contempló el río ancho y veloz que fluía por debajo y que irradiaba el mismo tono ardiente de la luz matinal.
En épocas pasadas, los que vivían en las orillas de ese gran río lo conocían por el nombre de Hallimalla, y antes de eso se había llamado Sipsimutta, y en tiempos mas remotos aun su nombre había sido Mississippi. Torlyri no sabía nada de eso. Para ella, el río era simplemente el río. Todos esos otros nombres habían permanecido olvidados durante cientos de miles de años. Desde la llegada del Largo Invierno, la Tierra había conocido épocas muy duras. El mismo Gran Mundo se había perdido, ¿por qué razón tendrían que haber perdurado los nombres? Sólo habían quedado unos pocos, unos pocos. El río ya no tenía nombre.
El capullo donde habían transcurrido las vidas de los sesenta miembros de la tribu de Koshmar — y donde sus ancestros se habían refugiado desde el tiempo más remoto, subsistiendo a la interminable oscuridad y al frío ocasionados por la lluvia de estrellas de la muerte — era una madriguera cómoda y acogedora, socavada a un lado de un risco que se elevaba por encima de ese gigantesco río. Al principio, así lo afirmaban las crónicas, los que habían sobrevivido a los primeros días de lluvias negras y fríos pavorosos se habían contentado con vivir en simples cavernas, comiendo raíces y nueces, y atrapando a cuanta criatura comestible se ponía a su alcance. Pero luego el invierno se encarnizó y las plantas y los animales salvajes fueron desapareciendo del mundo.
¿Alguna vez el ingenio humano había afrontado un desafío mayor? La respuesta fue el capullo: esa guarida enterrada y autoabastecida, socavada en laderas y riscos, por debajo de la capa de nieve. Las cámaras aisladas del capullo fueron ocupadas por pequeños grupos cuyo número se regulaba mediante un estricto control de la natalidad. Racimos de luminiscentes moras de luz proveían de iluminación; intrincados pozos de ventilación proporcionaban aire fresco; el agua se obtenía de corrientes subterráneas. En cámaras adyacentes se criaban cultivos y ganado, elegantemente adaptados al crecimiento bajo luz artificial por medio de artes mágicas ya olvidadas. Los capullos eran pequeños mundos insulares, totalmente autónomos y autosuficientes, cada uno de ellos aislado como si se hubiera embarcado en un periplo solitario a través de la profunda noche del espacio. En ellos, los supervivientes de la gran calamidad del mundo aguardaban a lo largo de siglos y siglos a que llegara el momento en que los dioses se cansaran de arrojar desde el Cielo las estrellas de la muerte.