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Por toda la planicie, pequeños animales se movían hacia ellas como capturados con hipnótico celo por los sonidos monótonos y opacos. Uno tras otro avanzaban, reptaban, saltaban o se deslizaban sin vacilar hacia las cabezas gigantescas, subían por los bordes de las mandíbulas inferiores, de color rojo oscuro, y se internaban en la negra cavidad que se abría tras ellas.

— Quietos — ordenó Harruel abruptamente —. Si nos acercamos tal vez nos arrastren como a ellos.

— Yo no siento ningún impulso — señaló Staip.

— Ni yo — comentó Salaman — Sólo un pequeño latido, tal vez. Pero… ¡Hresh! ¡Hresh, regresa!

El niño se había adelantado hasta sobrepasar a los guerreros. Ahora avanzaba por la planicie en dirección a las cabezas, con andar extraño y compulsivo. A cada paso, los hombros se le retorcían y las rodillas se alzaban casi hasta la cintura. Llevaba el órgano sensitivo enrollado alrededor del cuerpo como una faja.

— ¡Hresh! — aulló Harruel.

Hresh no se hallaba a más de cincuenta pasos de la cabeza más cercana. Avanzaba como sonámbulo. El ritmo de los estruendos se hacía más intenso. La tierra se sacudía con violencia. Harruel sacudió la cabeza en un gesto furioso y echó a correr. Atrapó al niño por la cintura y lo levantó del suelo. Hresh se quedó contemplándolo con ojos perdidos.

— Uno de estos días la curiosidad acabará matándote — masculló Harruel con fastidio.

— ¿Qué? ¿Qué?

— El niño está hipnotizado — señalo Staip —. Esta vibración… le estaba atrayendo…

— Yo también la siento ahora — dijo Salaman —. Es como un tambor que nos convoca. Boom… boom… boom…

Harruel dio la vuelta y miró con fascinación y horror.

Salaman tenía razón: el bramido tenía una especie de fuerza magnética que atraía a todas las criaturas de la planicie para devorarlas. Inclinándose súbitamente, Harruel alzó una roca del tamaño de la mano y la arrojó con furia contra la boca abierta. Cayó a unos cinco o diez pasos.

— Vamos — ordenó con voz áspera y sonorosa —. Vámonos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

Y corrieron hacia los viajeros de nuevo. Harruel llevaba a Hresh en brazos, por temor a que fuera hipnotizado por segunda vez y se encaminara a la misma perdición. A sus espaldas, el sonido de las grandes cabezas se hizo más y más insistente y fuerte durante un momento, para luego desaparecer en la distancia.

Cuando los hombres llegaron hasta la tribu, encontraron una escena de caos y confusión. Había comenzado un nuevo ataque de las avesangres. Las feroces criaturas de ojos blancos habían aparecido de improviso desde la oscuridad, por el este, en apretada formación. Se abalanzaban aullando sobre los miembros de la tribu, dispuestas a herir con sus agudos picos, Delim luchaba contra una que le había atrapado la cabeza entre las alas batientes, y Thhrouk combatía contra dos a la vez. Lakkamai, lanzándose hacia delante, arrancó la avesangre del cuerpo de Delim y la partió en dos. La mujer se agachó, llevándose las manos al rostro. Tenía un ojo ensangrentado. Harruel hendía el aire con la espada, abatiendo a una tras otra. Koshmar gritaba palabras de aliento mientras luchaba junto a los demás. Todavía se oía el pesado retumbar de las criaturas lejanas, y por encima de él, los agudos chillidos de las avesangres.

La batalla duró diez minutos. Luego, los pájaros desaparecieron tan repentinamente como habían llegado.

Seis miembros de la tribu habían resultado heridos. De ellos, la más grave era Delim. Torlyri le vendó la herida, pero ya nunca mas volvería a ver por ese ojo. Harruel había recibido dos heridas en el brazo que utilizaba para manejar la espada. Konya también había sufrido daños. Todos se sentían exhaustos y desanimados.

Y ya estaba cayendo la noche. La última luz del sol moribundo arrojaba sobre la planicie un manto carmesí.

— Muy bien — anunció Koshmar —. Es demasiado tarde para continuar. Montaremos el campamento aquí.

Harruel sacudió la cabeza.

— Aquí no, Koshmar. Tenemos que alejarnos más de pesas criaturas — boca. ¿No las oyes? El sonido que emiten es peligroso. La gente se dirigirá hacia ellas durante la noche, avanzando como sonámbulos hacia las mandíbulas abiertas, si nos quedamos aquí.

— ¿Estás seguro?

— Casi perdemos a Hresh — señaló Harruel —. Se dirigía directamente a una de las bocas.

— ¡Yissou! — Koshmar contempló con el ceño fruncido las inmensas cabezas que se recortaban contra el horizonte. Al cabo de un rato escupió y dijo —: Muy bien. Avancemos.

Siguieron andando hasta que fue tan de noche que ya, no pudieron proseguir. Desde allí, el retumbar de las cabezas apenas se percibía. Doloridos, con los pies llagados, con el alma maltrecha, los miembros del Pueblo se dejaron caer con alivio en un lugar donde de la arena manaba una débil corriente.

— Fue un error — suspiró Staip en voz baja.

— ¿Te refieres a haber abandonado el capullo? — preguntó Salaman —. ¿Crees que tendríamos que habernos quedado? ¿Y arriesgarnos a luchar con los comehielos?

Harruel los miró con gesto hosco.

— No nos equivocamos al emprender la Partida — declaró con firmeza —. Sin lugar a dudas, es lo que debíamos hacer.

— Yo me refiero a haber venido en esta dirección — rectificó Staip —. Koshmar se equivocó al traernos por estas planicies miserables. Teníamos que habernos dirigido hacía el sur, hacía la luz del sol.

— ¿Quién sabe? — dijo Harruel —. Un camino es tan bueno como cualquier otro…

En la oscuridad se oían extraños sonidos nocturnos: susurros, cloqueos, chillidos distantes. Y siempre el lejano retumbar de las cabezas gigantes, que lanzaban su pregón hambriento mientras aguardaban al pie de las colinas que se acercaran sus presas indefensas.

Era la quinta semana de la travesía. Torlyri, despertándose al alba, como siempre, para hacer las ofrendas matinales, rodó, se desperezó y se puso en pie, El sol la bañó con su resplandor jubiloso. Silenciosamente, salió del campamento mientras los demás dormían y buscó, hacia el oeste, hasta dar con un sitio propicio para realizar las ofrendas. Parecía un lugar sagrado: un declive abrigado donde miles de pequeños insectos de lomo carmesí construían laboriosamente una intrincada estructura de tierra arenosa. Se arrodilló junto a la construcción, dijo las palabras, pronunció los Nombres y preparó las ofrendas.

La luz del alba era poderosa, tibia y benéfica. En los días pasados había comenzado a notar que el tiempo parecía hacerse más apacible. Al principio, todos los días había despertado entre escalofríos y temblores, pero últimamente el aire de la mañana era suave y agradable, aunque aún no llegaba a ser suave ni agradable.

Era un indicio que le infundía confianza. Después de todo, tal vez ésta fuera realmente la Nueva Primavera.

Torlyri nunca se había sentido segura de ello. Al igual que el resto de la tribu, se había dejado arrastrar fuera del capullo por el insistente optimismo de Koshmar. Por amor a Koshmar no había expresado ninguna oposición tenaz, pero sabía que en la tribu había quienes hubiesen preferido quedarse en el capullo. Partir representaba un paso gigantesco. Era un cambio tan grande que Torlyri apenas podía creer en lo que habían hecho. La tribu había vivido siempre en el capullo; o casi siempre, lo cual era lo mismo. ¡Durante ciento de miles de años, así lo había dicho el viejo Thaggoran. A Torlyri le resultaba imposible imaginar un periodo de cientos de miles de años, o incluso de miles… Mil años era la eternidad. Cien mil años era cien veces la eternidad.

Pero después de haber vivido cien veces la eternidad en el capullo, todos habían partido obedientemente. Como sonámbulos, habían seguido a Koshmar hacia el exterior, hacia un mundo de impensables peligros.