— Porque me resulta detestable. Es espantosa.
Torlyri la miró extrañada.
— Jamás te había oído hablar así. ¿Matar por puro gusto de matar, Koshmar? No es propio de ti. Déjala vivir. Matar sin necesidad es un pecado contra el Dador. Deja tranquila a la criatura. — Algo perturbaba a Koshmar. Torlyri trató de distraerla —. Mira allí, qué castillo han construido esos insectos.
— Extraordinario… — comentó Koshmar, indiferente.
— ¡Lo es! Mira, han hecho una puertecílla, ventanas y pasadizos, y por aquí…
— Sí, maravilloso — la interrumpió Koshmar sin prestar atención. Dejó a un lado el cuchillo. Al parecer, también había perdido interés por la culebra —. Entrelázate conmigo, Torlyri.
— Desde luego. Aquí mismo, ¿te parece?
— Aquí mismo. Ahora. Me parece que ha pasado un millón de años…
— Sí. Ya lo creo.
Torlyri asintió. Con ternura, acarició la mejilla de su compañera y se tendieron juntas en el suelo. Sus órganos sensitivos se rozaron, se encogieron y volvieron a buscarse. Entonces, suavemente, enroscaron los órganos sensitivos uno alrededor del otro en los exquisitos e intrincados movimientos del entrelazamiento. Ingresaron en los primeros estadios de la unión.
Uno tras otro, fueron atravesando los niveles de contacto, fácilmente, con suavidad, con el arte que da el profundo conocimiento recíproco. Desde niñas habían sido compañeras de entrelazamiento; jamás habían deseado a nadie más, como si hubieran sido mitades innatas de una sola unidad. A algunos les resultaba difícil llegar a entrelazarse, pero no a Koshmar y Torlyri.
Y sin embargo, esa vez hubo pequeñas vacilaciones y desencuentros que Torlyri no esperaba. Koshmar se encontraba inusualmente alerta y tensa; su alma parecía rígida, como una barra de metal en un paraje helado. Tal vez se debe a que hace mucho que no nos entrelazamos, pensó Torlyri. Pero probablemente el problema fuera más complejo que la mera abstinencia. Se abrió a Koshmar y sus almas se fundieron. Torlyri trató de alejar del corazón de Koshmar esa negrura que parecía haber invadido su alma.
Era una comunión mucho más íntima que el apareamiento. Koshmar siempre había observado la cópula con desdén, y Torlyri la había intentado dos o tres veces a lo largo de los años sin encontrar mucho atractivo en ello. La mayoría de los miembros de la tribu copulaba raras veces, ya que el apareamiento provocaba la procreación, y la procreación por fuerza era un hecho infrecuente, dada la escasa necesidad de renovar la población que tenía el capullo. Pero entrelazarse… ¡ah, eso era algo distinto!
El entrelazamiento era una forma de amar, sí, y una forma de curar, y en algunos casos una forma de obtener conocimientos que no podían adquirirse por otros medios. Y además, era muchas otras cosas.
Sus cuerpos y sus almas se estrecharon, y juntas flotaron hacia las profundidades, progresivamente, por los incontables niveles que conducían a esa meta de oscura y plácida unión. Iban a la deriva, como plumas sobre tibias ráfagas, leves, transportadas sin esfuerzo… Recorrían sin dificultad los acantilados rocosos y las ásperas hondonadas del alma, eludiendo con pura simplicidad los cañones traicioneros y las emboscadas de la mente. Por fin, ambas se atravesaron por completo hasta encontrarse unidas, conteniendo y encerrándose mutuamente, cada una abierta en su totalidad al flujo y al rumor del alma de su compañera. Torlyri buscó el origen de la angustia de Koshmar, pero no lo encontró. Pero luego, en la dichosa unión del entrelazamiento, ya no pudo consagrarse a otra cosa que no fuera la unión misma.
Después permanecieron juntas, abrazadas en la tibieza de su plenitud.
— ¿Se te ha ido? — quiso saber Torlyri —. La sombra, esa nube que había dentro de ti…
— Creo que sí.
— ¿Qué era? ¿Quieres decírmelo?
Koshmar se mantuvo en silencio durante unos instantes. Parecía esforzarse por articular la angustia que había en su interior y que Torlyri había percibido durante el entrelazamiento como un apretado nudo de sombras, imposible de penetrar, de comprender, de desenredar…
Al cabo de un rato, Koshmar hundió los dedos con firmeza en la tupida piel oscura de Torlyri, y empezó, como desde muy lejos:
— ¿Recuerdas lo que dijo el hjjk, recuerdas sus últimas palabras?: «No hay humanos, mujer-de-carne».
— Sí. lo recuerdo.
— No puedo olvidarlo… Me quema, Torlyri. ¿Qué habrá querido decir?
Torlyri se dio media vuelta y acercó los ojos a los de Koshmar, brillantes e intensos.
— Sólo estaba desvariando. Deseaba perturbarnos, eso es todo. Estaba impaciente, molesto porque no lo dejábamos pasar. Por eso dijo algo al azar para herirnos. Fue sólo una mentira.
— Pero sobre los zorros-rata no mintió — señaló Koshmar.
— Aun así, eso no significa que todo lo demás fuera cierto.
— ¿Y si lo es? ¿Y si somos los únicos que quedan.
— Koshmar parecía arrancarse las palabras desde el fondo del pecho.
El escalofriante pensamiento resonó con las especulaciones que Torlyri había sopesado minutos antes.
— Lo mismo he pensado yo, Koshmar. Y he sentido la responsabilidad que recae sobre nosotros si somos los últimos sesenta humanos que hay en el mundo… si todos los demás perecieron durante las carencias del Largo Invierno — declaró con tono sombrío.
— Sí, qué terrible responsabilidad…
— ¡Cómo debe pesar sobre ti, Koshmar!
— Pero ya me siento menos preocupada. Ahora que nos hemos entrelazado, Torlyri, me siento más fuerte. — ¿Ah, sí? Koshmar se echó a reír.
Tal vez sólo necesitaba entrelazarme contigo, ¿eh? Me sentía muy angustiada. Tenía la sensación de haber cometido alguna insensatez. Y el castigo por la estupidez es siempre terrible. Sabía que era la única responsable, que había sido yo quien decidió abandonar el capullo, que Tahaggoran había albergado sus dudas y que tú…
— Sacudió la cabeza —. Como siempre me has alentado, Torlyri. Has compartido tu fortaleza conmigo y me has ayudado a seguir. El hjjk mentía, ¿eh? No somos los únicos. Encontraremos a los demás y reconstruiremos el mundo. ¿No es así? Desde luego. Desde luego. ¡Quién lo pondría en duda! ¡Ay, Torlyri, Torlyri! ¡Cuánto te amo!
La abrazó con exaltación. Pero Torlyri respondió a su gesto con reservas. En los últimos momentos había percibido que se producían ciertos cambios en su alma, oscureciéndola con una sombra densa y lúgubre. Las incertidumbres del día anterior habían regresado. La suerte del Pueblo otra vez parecía estar en precario equilibrio sobre un abismo infinito. Se hallaba perdida en dudas y cavilaciones, como si Koshmar le hubiese transmitido su angustia durante la comunión del entrelazamiento.
Al cabo de un rato, Koshmar se apartó y le pregunto:
— ¿Ahora eres tú la que está preocupada?
— Tal vez sí.
— No lo permitiré. ¿Has aliviado mi alma a costa de la tuya?
— Si te he alejado de tus temores, me siento feliz — dijo Torlyri —. Pero sí. Supongo que los miedos que te acosaban ahora hacen mella en mí. — Tomó un puñado de arena y lo arrojó con irritación. Al fin dijo —, ¿Y si fuéramos los únicos humanos, Koshmar?
— ¿Sí fuéramos los únicos? — repitió Koshmar con altivez —. Pues en ese caso heredaremos la Tierra. ¡Nuestro grupo! La convertiremos en nuestro reino. La poblaremos con nuestra especie. Debemos ser muy cautos, porque en caso de que no hubiera más humanos que nosotros, seríamos algo muy preciado.
La súbita vivacidad de Koshmar era irresistible. Casi al instante Torlyri sintió que las preocupaciones comenzaban a disiparse.
— Y, sin embargo — prosiguió Kohsmar —, poco cambia que seamos los últimos o que haya algunos otros más. En todo caso, debemos avanzar con cautela, a lo largo de todos los peligros que este mundo nos depare. Sobre todo, debemos resguardarnos y protegernos los unos a los…