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Qué extraño, pensó. Muy extraño.

En este lugar sin muros, todos parecían transformarse bajo la presión de la vida. Descubría los cambios en sus ojos, en sus rostros, en la forma de mover el cuerpo. Algunos parecían estar beneficiándose con las adversidades. Konya, quien siempre había sido un hombre silencioso y reservado, ahora reía y cantaba de pronto en mitad de la marcha del grupo. O el niño Haniman, siempre tan rollizo y holgazán. Ayer había pasado corriendo a su lado y casi no le había reconocido, de tan vigoroso que se había vuelto. Pero otros parecían haberse debilitado y cansado durante la marcha, como Minbain, o el joven Hignord, quien avanzaba con los hombros caídos, arrastrando el órgano sensitivo por el polvo.

Y ahora Harruel, que la seguía para exigir que pronunciara la orden de levantar el campamento, se comportaba casi como si se considerara el cabecilla. Era alto y fuerte, pero nunca había revelado esa clase de ambiciones. Siempre se había mostrado cortés bajo su modo adusto, obediente, confiado. Aquí, en esta tierra sin muros, algo negro y amargo parecía haberse apropiado de su alma y últimamente apenas lograba ocultar su deseo de gobernar la tribu en su lugar.

Desde luego, eso no podía ser. La cabecilla siempre era una mujer: jamás había ocurrido lo contrario desde la fundación de la tribu, y eso nunca cambiaría. Un hombre como Harruel era más fuerte y grande que cualquier mujer, sí, pero la tribu no podía confiar en un hombre como líder, por muy corpulento que fuera. Los hombres no tenían ingenio; los hombres no sabían prever los acontecimientos a largo plazo; los hombres, al menos los hombres fuertes, eran demasiado bruscos, demasiado coléricos, demasiado apresurados. En ellos había demasiada ira, sólo Yissou sabía por qué, y eso les impedía pensar sobriamente. Koshmar recordaba a Thekmur diciéndole que la ira procedía de las bolas que tenían entre las piernas, y que constantemente se les subía a los sesos, incapacitándoles para gobernar. Eso había sido durante las últimas semanas de vida de Thekmur, poco después de que la hubiese designado su sucesora formal. Y Thekmur probablemente había obtenido su conocimiento de los mismos hombres, a quienes había conocido de cerca por haberse aproximado a ellos en condición de mujer, cosa que Koshmar jamás había sentido deseos de hacer.

¡Dioses!, pensó. ¿Será que Harruel me desea?

Era una idea que la horrorizaba y la dejaba perpleja.

Tendría que observarle de cerca. Sin duda, en la mente de Harruel había surgido algo que antes no estaba allí. Si él no podía ser cabecilla en persona, acaso proyectaba convertirse en el cabecilla de la cabecilla. Pero eso e Koshmar jamás permitiría. Sin embargo, a Harruel, necesitaba su portentosa fortaleza, su valentía. Incluso necesitaba su ira. Esta situación exigiría de ella toda su prudencia.

4 — EL CRONISTA

Hresh tuvo que armarse de todo su valor para acudir a Koshmr y pedirle que le nombrara cronista en lugar n. No es que temiera ser rechazado, ya que todo estaba pidiendo algo extraordinariamente inusitado. A lo que más temía era al desdén. Koshmar sabía ser cruel. Koshmar podía mostrarse dura. Y Hresh sabía que ella tenía motivos para sentir desagrado hacia él.

Pero, para su sorpresa, la cabecilla pareció recibir su insólito pedido con afabilidad.

— ¿Historiador, dices? Esa labor tradicionalmente ha recaído en el hombre más anciano de la tribu ¿no? Y tú tienes…

— Pronto cumpliré, nueve años — dijo Hresh resueltamente.

— Nueve. Casi eres el más joven… — ¿No estaba Koshmar ocultando una sonrisa?

— El hombre más anciano ahora es Anijang. Es demasiado tonto para ser cronista, ¿no te parece? Además, ¿qué importa mi edad, Koshmar? Todo ha cambiado nosotros ahora. Aquí se esconden peligros por todas partes. Los hombres deben patrullar constantemente las tierras. Ya nos hemos topado con los zorros-rata, con las avesangres, con los cardofuegos, con los pájaros de alas de cuero, casi todos los días aparece — una criatura nueva. Y esto seguirá así de aquí en adelante. Soy demasiado joven para poder pelear bien. Pero puedo llevar las crónicas.

— ¿Estás seguro? ¿Sabes leer?

— Thaggoran me enseñó. Sé escribir palabras y leerlas. Y también soy capaz de recordar cosas. Muchas de las crónicas ya las sé de memoria. Pregúntame lo que desees. Sobre la caída de las estrellas de la muerte, sobre la construcción del capullo, sobre…

— ¿Has leído las crónicas? — preguntó Koshmar, sorprendida.

Hresh sintió que enrojecía. ¡Qué disparate! Las crónicas estaban selladas. Nadie excepto el cronista podía abrir el cofre que las guardaba. Sin embargo, ya en los días del capullo, Hresh se las había ingeniado para estudiar algunas páginas que Thaggoran había dejado abiertas en su cámara. A veces el anciano se mostraba indulgente o descuidado, si bien jamás había dado muestras de estar al corriente de lo que Hresh hacía. Pero Hresh había realizado casi todas las investigaciones históricas después de la muerte de Thaggoran, subrepticiamente, mientras los demás miembros de la tribu partían en busca de alimentos. A menudo el equipaje quedaba sin guardia; ya no había cronista que vigilara sus tesoros con ojo atento; nadie parecía reparar en que el niño abría el cofre sagrado. O al menos, a nadie parecía importarle.

Hresh dijo débilmente, esperando que Koshmar no descubriera su burda mentira.

— Thaggoran me permitía verlas. Me hizo prometer que jamás se lo contarla a nadie, pero de vez en cuando, como un favor especial…

Koshmar se echó a reír.

— ¿Eso hacía? ¿Es que nadie cumple sus promesas en esta tribu?

Improvisando desesperadamente, Hresh atinó a contestar.

— Le encantaba hablar de viejas historias. Y yo estaba más interesa o que ningún otro, de modo que… él…

— Sí, sí. Ya veo. Bueno, ahora poco importa qué promesas se cumplieron o se dejaron de cumplir antes de nuestra Partida. — Koshmar le observó desde lo que al niño le pareció una altura impresionante. Se perdió en especulaciones privadas durante un rato. Luego, por fin dijo —: Así que cronista, ¿eh? ¡Y ni siquiera tienes nueve anos! ¡Qué idea tan sorprendente! — Entonces, justo cuando Hresh se disponía a alejarse cabizbajo y avergonzado, ella exclamó —: Pero ve, ve a buscar los libros. Déjame ver cómo escribes, y luego decidiremos. ¡Vamos, ve, te digo!

Hresh salió lanzado, con el corazón en la boca. ¿Hablaba en serio? ¿Realmente lo había escuchado en serio? ¿Le concedería su deseo? Así parecía. Desde luego, podía ser que estuviera divirtiéndose cruelmente a costa de él. Pero aunque Koshmar podía mostrarse inclemente, no solía bromear. En ese caso, debía de ser sincera, pensó. ¡Cronista! ¡Él!, Hresh! Apenas podía creerlo. ¡Él sería el anciano de la tribu, sin contar siquiera nueve años!

Ese día, Threyne estaba a cargo de los objetos sagrados. Era una mujer menuda, de ojos grandes, y llevaba en el vientre protuberante un niño por nacer. Hresh se arrojó sobre ella, barbotando que Koshmar le había ordenado ir en busca de los libros sagrados. Threyne se mostró escéptica, y se negó a entregárselos. Finalmente, ambos se dirigieron juntos hacía la cabecilla, transportando el pesado cofre de las crónicas entre los dos.

— Sí — explicó Koshmar —. Le he pedido que trajera los libros.

Threyne la miró atónita. Sin duda, para ella semejante acción equivalía a una blasfemia, pero no se opondría a Koshmar, ni siquiera en eso. Musitando, entregó el cofre a Hresh.

— Puedes retirarte — indicó la cabecilla a Threyne, haciendo un gesto Con la mano como si se quitara una mota de polvo. Cuando Threyne se perdió de vista, Koshmar dijo a Hresh —: Muy bien, ábrelo, ya que pareces saber cómo hacerlo…