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Ansioso, Hresh lanzó las manos al cofre, manipulando los pomos redondeados y desplazando los sellos en uno y otro sentido. Los dedos le temblaban con nerviosismo, pero logró abrirlo en un instante. Dentro yacía el Barak Dayir en su estuche, y cerca de él, las piedraluces y los libros de las crónicas apilados como a Thaggoran le gustaba conservarlos: el volumen actual sobre los demás, y por debajo de ellos, el Libro del Camino.

— Muy bien — dijo Koshmar —. Toma el libro de Thaggoran y ábrelo en la última página. Escribe lo que te diré.

Cogió el libro y lo atrajo hacia sí, acariciándolo con respeto. Al abrirlo hizo la señal del Destructor, ya que era Dawinno quien dispersaba, quien arrasaba, y también quien conservaba el saber. Con cuidado, Hresh giró las páginas hasta dar con la última, donde Thaggoran había comenzado a escribir sobre la cara izquierda con su letra elegante la historia de la Partida. El registro de Thaggoran terminaba abruptamente, incompleto, a mitad de la página. La cara derecha estaba en blanco.

— ¿Estás preparado? — preguntó Koshmar.

— ¿Quieres que escriba sobre este libro? — musitó Hresh, sin dar crédito a sus oídos.

— Sí. Escribe. — Frunció el ceño y los labios —. Escribe esto: «Entonces, Koshmar, la cabecilla, decidió que la tribu debía ir en busca de Vengiboneeza, la gran ciudad de los ojos-de-zafiro, ya que allí tal vez hallaran cosas secretas que pudieran ser de valor para repoblar el mundo.»

Hresh se quedó mirándola, sin moverse.

— Vamos. Escribe eso. Sabes escribir, ¿verdad? No me habrás hecho perder el tiempo, ¿verdad? Escribe, Hresh, o por Dawinno que te haré desollar y con tu pellejo me haré un par de botas para las noches de frío. ¡Escribe!

— Sí — murmuró —. Así lo haré.

Oprimió las yemas de los dedos contra la página y se concentró con toda la fuerza de su mente. Envió las palabras que Koshmar le había dictado sobre la hoja sensitiva de pálido pergamino en un furioso y desesperado estallido de su pensamiento. Y para su asombro, los caracteres comenzaron a aparecer casi de inmediato, marrones y oscuros contra el fondo amarillo. ¡Escribía! ¡Realmente estaba escribiendo sobre el Libro de la Partida! Su letra no era delicada como la de Thaggoran, pero aparecía lo bastante inteligible. Era escritura auténtica, clara y comprensible.

— Déjame ver — ordenó Koshmar.

Se inclinó. Escrutó el papel. Asintió.

— Ah… Sí, sí. Sabías hacerlo, ¿eh? Pequeño travieso, pequeño preguntón, ¡realmente sabes escribir! Ay, ay — Frunció los labios y tomó los extremos del libro con firmeza. Aguzó la mirada y pasó los dedos por la página.

Al cabo de un rato, murmuró:

— Así, pues, Koshmar, la cabecilla, decidió que la tribu fuese en busca de la gran ciudad de Vengiboneeza, de los ojos-de-zafiro…

Se parecía mucho, pero las palabras que Koshmar leía no eran exactamente las que había pronunciado un instante atrás, y que Hresh había transcrito. ¿Cómo podía ser? El niño estiró el cuello y escudriñó el libro que Koshmar tenía entre las manos. Pero lo que él había escrito comenzaba así: «Entonces, Koshmar, la cabecilla decidió que la tribu…» ¿Era posible que Koshmar fuese incapaz de leer, que estuviera citando de memoria las palabras que había dictado? Era algo sorprendente. Pero después de reflexionar, Hresh comprendió que en realidad no lo era tanto.

Una cabecilla no necesitaba dominar el arte de leer. Para eso estaba el cronista.

Un instante más tarde, Hresh advirtió otro hecho sorprendente: acababa de enterarse del destino hacia el cual se habían dirigido durante todos esos meses. Hasta ese momento, la cabecilla se había mostrado reacia a divulgar la meta de su travesía. Tal había sido la concentración de Hresh para escribir, que las palabras de Koshmar habían perdido todo significado. Ahora se daba cuenta.

¡Vengiboneeza! Sintió que se le aceleraba el corazón.

¡Pronto partirían en busca de la ciudad más espléndida del Gran Mundo!

Tendría que haberlo sospechado, pensó Hresh, herido en su amor propio. Thaggoran había hablado de estas cuestiones; había dicho que en el Libro del Camino estaba señalado: al final del invierno, el Pueblo saldría de los capullos y entre las ruinas del Gran Mundo sus miembros encontrarían lo que necesitaban para erigirse en amos del planeta. ¿Qué sitio mejor para buscar que en la antigua capital del pueblo de los ojos-de-zafiro? Tal vez Koshmar también lo había comprendido así. O muy probablemente Thaggoran se lo había sugerido. ¡Vengiboneeza! Realmente, la vida se ha convertido en un sueño, pensó Hresh.

Levantó la vista hacia ella.

— Entonces, ¿soy el nuevo cronista?

Koshmar le estudiaba intrigada.

— ¿Qué edad has dicho que tienes? ¿Nueve?

— Todavía no.

— Todavía no tienes nueve años…

— Pero sé leer. Y escribir. Y ya he aprendido muchas cosas, y para mi esto es sólo el comienzo, Koshmar.

— Sí… Tal vez sea la única forma de tenerte bajo control, ¿eh, Hresh? Hresh, el de las preguntas. Leerás estos libros, y ellos darán respuesta a algunas de tus preguntas y te colmarán de interrogantes nuevos. Estarás tan ocupado con los libros que ya no andarás hurgando ni buscando cómo causar problemas.

— Yo descubrí a los zorros-rata aquella ocasión en que salí solo… — le recordó.

— Sí. Es cierto.

— Aparte de causar problemas, también puedo ser útil.

— Tal vez sí…

— ¿No estarás jugando conmigo? ¿De verdad soy el nuevo cronista, Koshmar?

Koshmar se echó a reír.

— Sí, muchacho. Lo eres. Eres el nuevo cronista. Hoy lo proclamaremos. Aunque aún no tienes edad para escoger tu propio nombre. Son nuevos tiempos, y ahora todo es distinto, ¿eh? O casi todo. ¿No lo crees, muchacho?

Y así se hizo. Hresh asumió su nueva función con gran celo. Prosiguió lo mejor que pudo el registro de la Partida, inconcluso por Thaggoran, hasta que lo puso al día e incluyó todas las, aventuras de la tribu. Intentó reconstruir el calendario para que se pudieran observar los rituales puntualmente, pero en la confusión posterior a la muerte de Thaggoran nadie se había preocupado por esa labor. Hresh sospechaba que no había hecho bien los cálculos, de modo que tal vez de allí en adelante las ceremonias de nombramiento y entrelazamiento no se celebrarían en el día preciso. Hizo cuanto pudo por remediarlo, aunque sin mucha confianza en que su trabajo fuese acertado.

Ahora, Hresh se dirigía cada día a la cabecilla y ella conversaba con él, y Hresh registraba en su inmenso libro los sucesos que le parecían de más importancia. Y siempre que tenía oportunidad, se zambullía con ansiedad frenética en los niveles más profundos del cofre, ávido de descubrirlo todo. Le deslumbró el tesoro desbordante de la historia. Tal vez le llevara media vida leer todos aquellos libros, pero su propósito era intentarlo. En una especie de fiebre de conocimientos, Hresh pasaba las páginas, las acariciaba, las asimilaba, sin permitirse leer más de unos renglones de cada una antes de pasar a la siguiente, y de ésta a la otra. Las verdades que contenían los libros se mezclaban y se confundían a medida que deambulaba por entre ellas, y se convertían en misterios aún más profundos que antes de que supiera nada sobre los libros. Pero eso no importaba, ya que tendría muchísimo tiempo para dominar todo ese saber más adelante. Ahora sólo quería devorarlo.

Lucía día y noche el amuleto de Thaggoran en el cuello. Al principio fue una presencia extraña que le golpeteaba el esternón, pero pronto se acostumbró a él, y luego terminó por considerarlo casi como una parte de él. Al llevarlo sentía la cercanía de Thaggoran. Al tocarlo, imaginaba que la sabiduría de Thaggoran lo traspasaba.