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Le gustaba volver a los libros más antiguos, que apenas podía comprender, ya que estaban escritos en una grafía extraña que no armonizaba con su mente de modo sencillo. Pero recorría las rígidas páginas con la punta de los dedos y, al cabo de un rato, surgía en él una especie de sensación, sí bien siempre ambigua, siempre elíptica, elusiva. Eran registros fragmentarios del Gran Mundo: al parecer eran narraciones sobre el modo en que los Seis Pueblos habían vivido en armonía sobre la Tierra: los humanos, los hjjks, los vegetales y los mecánicos, los amos-del-mar y los ojos-de-zafiro. Era algo débil y difuso, el eco de un eco, pero incluso ese eco resonaba en su alma como un son de clarines procedente de la penumbra de los tiempos. Seguramente habría sido la más sorprendente de las épocas, la cumbre de esplendor de la Tierra, cuando todo el mundo era un festival. Temblaba con sólo pensar en el gentío, en las muchas razas, las ciudades fulgurantes, las naves surcando el espacio interestelar. Apenas podía llegar a comprenderlo. Sentía que el conocimiento, aunque fragmentario, le henchía casi hasta asfixiarlo. Y luego saltaba hasta el trágico final del Gran Mundo, cuando comenzaron a caer las estrellas de la muerte, tal como se había vaticinado largo tiempo atrás. ¿Por qué permitieron que sucediera? Ellos… que tanta grandeza habían alcanzado… ¿No habrían podido desviar la embestida de los astros? Tan grande era su poder que sin duda podrían haberlo impedido. Pero nadie hizo nada. No se registraba el menor intento: sólo la misma catástrofe. Fue entonces cuando perecieron los ojos-de-zafiro, cuya sangre fría no podía subsistir en un clima helado. Y también fallecieron los vegetales, evolucionados a partir de células de plantas, y por lo tanto incapaces de soportar los hielos. Hresh leyó la noble historia de la muerte voluntaria de los mecánicos, que prefirieron no sobrevivir en la era que se avecinaba aunque podían haberlo hecho. Lo leyó todo, intoxicándose con sorbos voraces.

También cogió las piedraluces, y las dispuso en configuraciones, y las acarició y frotó, y les murmuró, con la esperanza de poder extraer sabiduría de ellas. Pero permanecieron mudas: No le parecieron más que oscuras piedras resplandecientes. Por mucho que lo intentaba, no le proporcionaban el menor indicio. Con tristeza comprendió que el Pueblo ya no contaba con aquella guía, era algo que la tribu había perdido para siempre. Sean cuales fueran los secretos ocultos en las piedraluces, habían muerto junto a Thaggoran.

Lo único que Hresh no se atrevió a examinar fue el Barak Dayir, la Piedra de los Prodigios. La dejó en su estuche de terciopelo verde, sin siquiera osar tocarla. Sabía que le abriría las puertas a planos de conocimiento que incluso sobrepasaban a los que podía preverle la lectura, pero temió ir demasiado deprisa. La Piedra de los Prodigios era un fragmento de material estelar. Eso había dicho Thaggoran. También había explicado que entrañaba sus peligros. Hresh prefirió dejarla en su sitio hasta que tuviera algún indicio acerca de cómo usarla sin riesgo. En privado se alababa por su único acto de prudente renuncia, tan ajeno a su temperamento, para luego echarse a reír de su absurda jactancia.

Para el resto de la tribu, el ascenso de Hresh a la categoría de cronista era más cuestión de burla que de cualquier otra cosa. Habían escuchado la proclamación de Koshmar, y le veían cada día dando vueltas por el carro de equipaje donde se guardaban las crónicas, pero les costaba comprender que un niño ocupara el lugar del historiador. Minbain reía y le preguntaba:

— ¿Así que ahora debo llamarte anciano?

— Es sólo un título, Madre. Para mí es indiferente que se utilice o no.

— ¿Pero eres el cronista? ¿De veras eres el cronista?

— Sabes que sí — respondía Hresh.

Minbain se llevaba las manos al pecho, y entre oleadas de risa decía en un tono que revelaba amor sin cortesía:

— ¿Cómo es posible que una criatura tan extraña haya salido de mí? ¿Cómo? ¿Cómo?

Torlyri se mostraba más amable con él. Le decía que había sido la elección correcta, y que sin duda alguna él había nacido para ser cronista. Pero Torlyri era amable con todos. Orbin, quien antes fuera su amigo y compañero de juegos, ahora le miraba como si le hubiera crecido una cabeza más. Los miembros que tenían más o menos su edad nunca se habían sentido cómodos con Hresh, a decir verdad. Pero ahora mantenían esa distancia abiertamente. Todos excepto Taniane, quien no parecía dejarse impresionar por la nueva gloria. Seguía conversando con él y caminando a su lado durante la travesía como si nada hubiera cambiado, si bien últimamente pasaba más tiempo con Haniman que con el resto. A Hresh le costaba comprender qué interés hallaba en semejante gordinflón, si bien la marcha parecía estar despojándole, aunque muy lentamente, de parte de su torpeza proporcionándole a cambio algo de gracia y coordinación.

Anijang, quien en los viejos tiempos habría ocupado el lugar de Thaggoran debido a su edad, se limitaba a reír cada vez que Hresh pasaba a su lado.

— ¡De la que me has salvado, niño! ¡Qué fastidio habría sido para mí tener que aprender a leer!

Parecía sinceramente aliviado. Y los hombres más jóvenes, los guerreros, por lo general, optaban por ignorar a Hresh. Todos salvo Salaman, quien a veces se detenía a mirarle como sí no pudiera hacerse a la idea de que un niño incluso mas pequeño que él se hubiera convertido en el cronista y anciano de la tribu. Los demás guerreros no le prestaban atención. Para ellos el cronista era una figura que reverenciar, pero no pensaban venerar a Hresh, así que para ellos carecía de la menor importancia. De todos ellos, el único que se molestaba en conversar con Hresh era Harruel, que le contemplaba desde su inmensa altura y de alguna forma le deseaba éxito en su tarea.

— Eres muy joven, pero las costumbres cambian en tiempos como éstos, y si vas a ser nuestro cronista no voy a oponerme a tu nombramiento.

Hresh se lo agradecía, si bien prefería mantenerse lejos de él por tratarse de un hombre tan gigantesco y por estar de un humor tan extraño en esos días: al parecer, rumiaba amargura por cierta decepción, y constantemente andaba con la mirada torva y un gesto de desdén en los labios.

Como es natural, el deber de Hresh era mantener en secreto todo lo que le comunicara Koshmar hasta que la cabecilla decidiera divulgarlo a toda la tribu. Pero después de todo, el pequeño todavía no tenía nueve años. Así, un día, poco después de haber sido designado cronista, dijo a Taniane:

— ¿Sabes hacia dónde nos dirigimos?

— Eso es algo que sólo Koshmar sabe.

— Yo lo sé.

— ¿De veras?

— Y te lo diré, si lo mantienes en secreto. — Acercó la boca a su oído — Vamos a Vengiboneeza. ¿Puedes creerlo? ¡Vengiboneeza, Taniane!

Él pensaba que la revelación la dejaría sin habla. Pero en ella no encontró más que una mirada inexpresiva.

— ¿Adónde? — le preguntó.

Siguieron avanzando hacia el oeste, a través de terrenos cambiantes, cada día más tibios aunque aún inhóspitos.

Nunca se cruzaron con otros seres humanos, sólo con las bestias salvajes y extrañas de la región, En este sentido, Koshmar tenía claras preferencias. Le habría gustado encontrar alguna otra tribu para confirmar que no se había precipitado al guiar fuera del capullo al Pueblo antes de que el invierno terminara de verdad; a la vez, deseaba verse libre de la posibilidad de que sus sesenta almas fuesen cuanto había sobrevivido de la raza humana. Y en realidad, estaba ansiosa por unirse a otros grupos de viajeros con los cuales el Pueblo pudiera compartir los riesgos y adversidades de la travesía.

Pero, al mismo tiempo, la idea de hallar compañía no le era enteramente grata. Durante mucho tiempo había sido la dueña absoluta sin que nadie discutiera sus decisiones. Las miradas feroces y las murmuraciones airadas de Harruel no constituían una amenaza real para ella: el Pueblo jamás lo aceptaría a él en su lugar. Pero si encontraban a otra tribu y establecían cierta clase de alianza con ella, tal vez surgieran rivalidades, desacuerdos, incluso guerras. Koshmar no tenía deseos de compartir su poder con ninguna otra cabecilla. En cierto sentido — y se daba cuenta de ello — quería que su Pueblo fuera el único grupo de humanos que hubiese sobrevivido a la caída del Gran Mundo.