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— Creo que estamos internándonos en una tierra de noches eternas — señaló Staip. Siempre había sido un hombre jovial, en quien la duda y el pesimismo eran rasgos desconocidos. Pero ya no —. Una tierra oscura también, será fría… — aventuraba.

— Y muerta — acotaba Konya, quien ya no reía ni cantaba. Su natural reserva había vuelto durante las últimas semanas y se había agravado notablemente. Ahora no parecía solamente discreto y solitario, como antes, sino lúgubre y perdido en algún rincón atroz de su alma — Nada puede sobrevivir en un sitio así — se lamentaba —. Deberíamos regresar.

— Debemos continuar — aseguraba Koshmar — Este fenómeno es normal y natural. Hemos entrado en una región donde la oscuridad es más fuerte que la luz. En cuanto la hayamos dejado atrás, las cosas mejorarán.

— ¿Tú crees? — preguntaba Staip.

— Tened fe — pedía Koshmar — Yissou nos protegerá. Emakkis proveerá. Dawinno nos guiará…

Y así continuaban.

Pero, interiormente, la cabecilla no estaba tan segura de que su confianza estuviera justificada. En el capullo, el día y la noche habían tenido idéntica duración. Aquí las cosas eran distintas, sin duda. Pero ¿qué significaba en realidad este cambio en las horas del día? Tal vez Staip tuviera razón y estuvieran internándose en un reino donde el sol jamás se asomaba y donde los aguardaba la muerte por congelación.

Deseaba poder consultar a Thaggoran, quien habría sabido la explicación, o al menos habría inventado algo tranquilizador. Pero Thaggoran ya no estaba allí, y su anciano era una criatura. Koshmar le mandó llamar de todas formas, y cuidándose de no revelar su desazón, le pidió:

— Necesito saber un nombre antiguo, cronista.

— ¿Y qué nombre es ése?

— El nombre que los ancianos daban al cambio de duración de luz y oscuridad. Debe estar en alguna parte de las crónicas. El nombre es el dios: debemos invocar al dios por su nombre correcto en nuestras plegarias, o la luz del sol jamás regresará.

Hresh partió en seguida para examinar los archivos. Revisó el Libro del Camino, el Libro de las Horas y los Días, el Libro del Frío Despertar, el Libro del Resplandor Equívoco, y Muchos otros volúmenes, incluso algunos que de tan antiguos no tenían nombre. Halló parte de la respuesta en un libro y parte en otro, y al cabo de tres días se presentó ante Koshmar.

— Se llaman estaciones. Hay una estación de días luminosos, tras la cual sobreviene una estación de sombras, y luego la estación luminosa vuelve una vez más — le informó.

— Pero claro… las estaciones — reflexionó Koshmar —. ¿Cómo he podido olvidar el nombre? — Y mandó llamar a Torlyri y le ordenó que orara al dios de las estaciones.

— ¿Qué dios es ése? — preguntó la dulce mujer de las ofrendas.

— Pues el dios que trae la época de luz y la época de oscuridad — respondió Koshmar.

Torlyri vaciló.

— ¿Te refieres a Friit? Friit es el Sanador. Él traerá la luz después de la oscuridad.

— Pero no seria propio de Friit provocar la oscuridad — caviló Koshmar — No. Debe ser otro dios.

— Dímelo, entonces, pues no sé a quién debo hacer mi ofrenda.

Koshmar había esperado que Torlyri lo supiera, pero ahora veía que la mujer la miraba aguardando su respuesta.

— Es Dawinno — dijo Koshmar concluyente.

— Sí, el Destructor — respondió Torlyri, sonriendo —. La oscuridad y luego la luz. Eso sí es propio de Dawinno. Él mantiene el equilibrio para que al final las cosas estén en armonía.

Así, cada mediodía, cuando el sol ocupaba el cenit, Torlyri hacía una ofrenda a Dawinno el Destructor, dios de las estaciones. Encendía unos restos de piel vieja y un poco de madera seca en un bello cuenco antiguo de piedra verde pulida, salpicado de vetas doradas. El humo que se elevaba hacia el cielo era su mensaje de gratitud a ese dios cuya sutileza excedía la comprensión humana.

Si bien los días siguieron acortándose, Koshmar ya no tuvo que enfrentarse a más discusiones sobre el fenómeno.

— Son las estaciones — decía, sacudiendo la mano imperiosamente —. ¡Todo, el mundo lo sabe! ¿De qué tenéis miedo? Las estaciones son algo natural, algo normal. Son el don con que nos obsequia Dawinno.

— Sí — musitaba Harruel, en voz baja, pero no lo suficiente para evitar que Koshmar lo oyera —, igual que las estrellas de la muerte…

La tierra también cambiaba. Durante un tiempo era llana, luego la superficie se quebraba para tornarse más inhóspita. Por las fisuras asomaban agudas hojas de piedra escarlata, como cuchillos. Tras ellas encontraron una vista extraña: un objeto inerte de metal, el doble de ancho que un hombre pero sin llegar a la mitad de su altura, de pie sobre una ladera rocosa y desnuda. La cabeza era una cúpula amplia de un solo ojo, y las patas mostraban complejas articulaciones. En alguna época debió de haber tenido una gruesa piel metálica y brillante, pero ahora la superficie aparecía herrumbrosa y horadada por las lluvias de incontables años.

— Es un mecánico — anunció Hresh, tras estudiar los libros —. Este debe de ser el sitio adonde acudieron para encontrar la muerte.

Y, en efecto, un poco más adelante, sobre unas tierras bajas, encontraron muchos más, cientos, miles. Era un bosque de criaturas metálicas agazapadas… un océano que cubría la tierra en todas direcciones. Cada una de ellas se erigía en una reducida zona de soledad, en un imperio privado. Y todas oxidadas y muertas. Era tal la corrosión que se derrumbaban con solo tocarlas, desmoronándose en un cúmulo de polvo.

— En la época del Gran Mundo — explicó Hresh con solemnidad —, estas criaturas vivían en las gigantescas ciudades de unos grandes reinos donde sólo existían máquinas. Pero cuando las estrellas de la muerte comenzaron a caer, ya no quisieron seguir viviendo.

— ¿Qué es una máquina? — quiso saber Haniman.

— Una máquina — replicó Hresh — es un aparato que realiza un trabajo. Es un objeto de metal con inteligencia, fortaleza e intencionalidad, con una clase de vida que no el como la nuestra.

Era la mejor explicación que podía ofrecer. Los demás la aceptaron. Pero no supo qué responder cuando alguien más preguntó por qué un ser con vida, aunque no fuera humana, prefirió renunciar a esa existencia sin luchar cuando llegaron las estrellas de la muerte. Eso de estar dispuesto a ceder la vida era algo que sobrepasaba la capacidad de comprensión de Hresh.

Koshmar recorrió la horda de mecánicos muertos, pensando que tal vez podría hallar alguno con restos de vida para que le indicara cómo llegar a la ciudad de Vengiboneeza, pero los rostros ciegos y oxidados se mofaron de ella con su silencio. Todos estaban más que muertos. Era imposible despertarlos.

Después de eso, entraron en una tierra atrozmente seca y arenosa, más que ninguno de los otros parajes que habían atravesado. Allí no había una sola gota de agua. La tierra se resquebrajaba y crujía bajo la mínima presión de una pisada. No se veía la menor brizna de césped; allí nada crecía. Los únicos animales que poblaban el lugar eran unos seres amarillos que se enrollaban, y que al arrastrarse por el suelo dejaban unas huellas tajantes como cortadas a navaja. Picaron a Staip y a Haniman, y en las piernas les dejaron dolorosas ronchas encarnadas que tardaron varios días en desaparecer. También se ensañaron con algunas reses, que no lograron sobrevivir. A estas alturas ya les quedaban muy pocas cabezas. Habían tenido que sacrificar a la mayoría de los animales que se habían llevado del capullo para alimentarse, y muchos otros se habían fugado o desaparecido, o bien caído víctimas de las criaturas que los acosaban durante la travesía. En este desierto, las gargantas se secaban y los ojos se hundían, y la tribu no cesaba de decir que aceptaría con gusto parte de la lluvia que tanto había maldecido poco tiempo atrás.