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Se alejó. Hresh lo miró con miedo, pensando que esto sólo traería problemas, si no peligros. Acarició el amuleto de Thaggoran con preocupación. Ese día comenzó a recorrer el cofre de libros para averiguar datos sobre los reyes, y lo que descubrió confirmó sus sospechas.

Tal vez deba contarle todo esto a Koshmar, pensó.

Pero no lo hizo. Ni tampoco transmitió a Harruel el resultado de sus averiguaciones. Harruel no volvió a interrogarlo sobre la cuestión de los reyes. La conversación quedó como un asunto privado entre ambos. Como una pústula secreta.

Koshmar sintió el comienzo de la derrota. ¡Ojalá estuviese allí Thaggoran para aconsejarla! Pero Thaggoran se había ido, y ahora su cronista era un niño. Hresh era despierto y ávido, pero carecía de la profunda sabiduría de Thaggoran y de su familiaridad con las épocas pretéritas.

Estaba comenzando a enfrentarse al hecho de que no podría sostener la migración durante mucho tiempo más. Las murmuraciones habían comenzado de nuevo, y esta vez de forma más encendida. Algunos ya decían que estaban viajando sin meta. Lo sabía. Harruel se había constituido como líder de esa facción. A espaldas de Koshmar, decía: «Asentémonos en algún paraje fértil y construyamos una aldea.» Torlyri había oído cómo arengaba a cinco o seis hombres. En el capullo era impensable que la tribu considerara siquiera la posibilidad de contradecir la palabra de la cabecilla, pero ya no estaban en el capullo. Koshmar empezó a imaginarse derrocada del poder, no como la artífice de un mundo nuevo sino como una cabecilla destronada.

Sí la apartaban del poder, ¿la dejarían vivir? Era una nueva situación. No había una tradición que dijera qué hacer luego con la líder derrocada.

En el capullo, Koshmar había dejado esa banda de piedra negra y lustrosa que contenía el espíritu de las cabecillas que la habían precedido. Sólo se había llevado consigo los nombres, que recitaba una y otra vez. Pero tal vez los nombres no tuvieran el mismo poder sin la piedra, así como probablemente la piedra careciera de toda fuerza sin los nombres.

Thekmur, pensó. Nialli, Sismoil, Lirridon. ¡Si aún estáis a mi lado, guiadme en este momento!

Pero sus predecesoras no se mostraron. Koshmar se dirigió a Hresh en busca de consejo. Con él, si bien con nadie más, había dejado de simular que seguía el claro mandato de los dioses.

— ¿Qué podemos hacer? — preguntó.

— Debemos pedir ayuda — replicó el pequeño.

— ¿A quién?

— Pues a las criaturas que encontremos a lo largo del camino.

Koshmar se mostró escéptica. Pero no se perdía nada con intentarlo. Así, a partir de aquel día, cada vez que se encontraban con algún ser que parecía dotado de inteligencia, por simple que fuera, hacía que lo atraparan y calmaran hasta que recuperara la serenidad, y luego, por medio de la segunda vista y del contacto con el órgano sensitivo, trataba de obtener el conocimiento que necesitaba.

El primero fue una criatura extraña, redonda y carnosa. Una cabeza sin cuerpo y con una docena de patas cortas y rollizas. Cuando Koshmar sondeó su mente en busca de imágenes de Vengiboneeza, el animal se sacudió con vívidas muestras de excitación, pero no obtuvo nada más de él. Cuando preguntó sobre las ciudades de Occidente a un trío de seres peludos, azules, desgarbados y de patas zancudas, que parecían compartir una única mente, le llegó un patrón de pensamiento parecido a un intenso zumbido y ronquido. Y una espantosa criatura silvestre con garras ganchudas, el doble de alta que un hombre, toda boca y nariz prominente, con un pelaje anaranjado de olor fétido, lanzó una risa salvaje y ronca y proyectó la imagen de unas torres elevadas envueltas en opresivas enredaderas.

— Todo es inútil — dijo la cabecilla a Hresh.

— ¡Pero, Koshmar, qué interesantes son estos animales…!

— ¡Interesantes! ¡Podríamos morir cien veces en estas tierras inhóspitas y seguramente todavía encontrarías algo que te pareciera muy interesante…!

Sin embargo, antes de liberarlos hizo que Hresh les diera nombre a todos, y que registrara los términos en el libro. Koshmar creía que nombrar las cosas era algo muy importante. Todos ellos debían de ser criaturas nuevas, bestias que habían cobrado existencia desde la época del Gran Mundo, razón por la cual en las crónicas no se las mencionaba. Al nombrarlas, iniciaban el proceso que los llevaría a adquirir poder sobre ellos. Seguía aferrándose a la esperanza de que ella y su tribu fuesen los amos del mundo en aquella Nueva Primavera, Por eso consideraba tan importante dar nombres. Pero incluso mientras Hresh los pronunciaba, tras mucho cavilar, ella sentía en el acto una cierta futilidad. Estaban perdidos en esa tierra. Carecían de toda meta o dirección.

Y así, el más hondo pesimismo invadió el alma de Koshmar.

Entonces, mientras la tribu rodeaba un enorme lago negro en mitad de una zona de tierras húmedas y cenagosas, las oscuras aguas se agitaron y bulleron salvajemente. De sus profundidades comenzó a emerger poco a poco un extravagante coloso. Era un ser de increíble altura, pero de constitución tan endeble que parecía ser una presa fácil para la menor ráfaga de viento. Los miembros de color pálido no eran más que delgados postes; el cuerpo era la interminable prolongación de un tubo membranoso. Y mientras esta criatura emergía hasta casi asomarse al cielo ante ellos, Koshmar se llevó los brazos al rostro, asombrada, y Harruel rugió al blandir la espada. Algunos miembros de la tribu, los más asustadizos, comenzaron a huir.

Pero Hresh, sin perder la compostura, gritó:

— Esto debe ser un aguazancos. Creo que es inofensivo.

Cada vez se remontaba más y más, hasta una altura que superaba diez o quince veces la del hombre más alto. Allí se detuvo, balanceándose muy por encima de ellos, bien asentado sobre la superficie del agua, a la cual apenas perturbaba. Los miró desde una hilera de ojos brillantes de color verde y dorado, escrutándolos de modo melancólico.

— ¡Eh, tú! ¡Aguazancos! — gritó Hresh —. ¡Dinos cómo encontrar la ciudad de los ojos-de-zafiro!

Y, sorprendentemente, la inmensa criatura respondió de inmediato con el mensaje silencioso de su mente.

— Está justo a dos lagos y un arroyo de aquí, en dirección a la puesta del sol. ¡Todo el mundo lo sabe! Pero, ¿de qué os servirá llegar hasta allí? — El aguazancos se echó a reír con un horrible estrépito. Era una risa chillona e histérica. Comenzó a plegarse sobre sí mismo, segmento sobre segmento, hacia el lago — ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué os servirá? — Volvió a reír, y luego desapareció bajo las negras aguas.

5 — VENGIBONEEZA

El mismo día en que se encontraron con el aguazancos, por la tarde, Threyne se acercó a Torlyri con los brazos en jarras y le anunció que había llegado el momento. Torlyri comprobó la verdad de lo que decía: el niño se retorcía ávidamente en su abultado vientre, y había otros signos de parto inminente.

— No podemos seguir — dijo Torlyri a Koshmar —. Threyne está a punto de dar a luz.

Durante un instante, el desconcierto asomó a los ojos de Koshmar. Sufría una especie de fiebre por llegar cuanto antes a Vengiboneeza, ahora que sabía que la gran ciudad estaba tan cerca. Torlyri era consciente de ello. Pero la cabecilla tendría que aguardar. El nacimiento de un niño era más importante que cualquier otro acontecimiento. Threyne debía estar cómoda, el niño debía llegar al mundo sin correr riesgos.

En los días del capullo, el nacimiento de cada nuevo niño no sólo representaba una fuente de alegrías, sino que albergaba un aspecto oculto más fúnebre, ya que sólo se permitía la incorporación de un nuevo ser a la comunidad cuando se acercaba la fecha en que algún otro debía abandonarla. Dentro del capullo no había lugar para la expansión, y el nacimiento se entrelazaba irremisiblemente con la muerte. Por ello existía el límite de edad, para que el Pueblo no se viera obligado a elegir entre una existencia intolerable y monótona, y una virtual prohibición de concebir hijos. En el exterior la situación era radicalmente distinta para la tribu. No había necesidad de precaverse contra la superpoblación. Más bien ocurría lo contrario: necesitaban producir todas las vidas que pudiesen. Y más aún: ya nadie debía morir para dar cabida a un nuevo vástago. Todas aquellas que fueran fértiles tenían el deber de engendrar un niño para la tribu. Así lo entendía Torlyri. Ella misma estaba comenzando a considerar la idea.