— Pero en realidad no se alejó del capullo — adujo con ternura — Solo avanzó unos pasos, y…
— ¡No! ¡No más desobediencias! ¡Pronuncia las palabras y arrójalo, Torlyri! — Una vez más se volvió hacia Thaggoran — Ven conmigo, anciano. Muéstrame los comehielos. Estaremos esperándolos con nuestras hachas cuando irrumpan. Por grandes que sean, los cortaremos en rebanadas a medida que asomen, una, y otra, y otra, y luego…
Se detuvo. Del extremo opuesto de la cámara provino un sonido ronco y extraño, un sonido ahogado, estrangulado, penoso:
— ¡Aaoouuuaaaah!
El aullido prosiguió, y luego concluyó en un silencio sorprendente.
— Yissou y Mueri! ¿Qué ha sido eso? — musitó Koshmar, azorada.
Jamás había oído un ruido semejante. Tal vez un gusano del hielo, agitándose y bostezando justo antes de disponerse a derribar la pared del recinto… Atónita, fijó la mirada en la penumbra.
Pero todo permanecía en calma. Todo parecía estar en su lugar. Allí estaba el tabernáculo, el cofre donde se conservaba el libro de las crónicas, allí estaba la Piedra, y los Prodigios en su nicho, y todas las viejas piedraluces a su alrededor, y la cuna donde Ryyig, el Sueñasueños dormía su eterno…
— ¡Aaoouuuaaah! — se oyó otra vez.
— ¡Es Ryyig! — exclamó Torlyri — Está despertando… ¡Oh, Dios! — gritó Koshmar. ¡Es él! ¡Es él! vaya si lo era. Koshmar sintió que el temor inundaba su espíritu y le aflojaba las piernas. Sobrecogida por un vértigo repentino, tuvo que aferrarse a la pared, reclinarse contra la piedra negra y murmurar una y otra vez: Thekmur, Nialli, Sismoil, Thekmur, Nialli, Sismoil. El Sueñasueños se había sentado, bien erguido — ¿cuándo había sucedido algo semejante anteriormente? —, tenía los ojos abiertos — nadie en la memoria de la tribu había visto jamás los ojos de Ryyig, el Sueñasueños — y gritaba. Él, que según la tradición nunca había proferido un sonido más vehemente que un ronquido. Arañaba el aire con las manos y movió los labios. Al parecer, estaba intentando hablar.
— ¡Aaoouuuaaah! — gimió Ryyig, el Sueñasueños, por tercera vez.
Luego cerró los ojos y se hundió de nuevo en su interminable sueño.
En la cámara de cultivos, de techos altos y luz intensa, cálida y húmeda, las mujeres se afanaban por arrancar las flores sobrantes de las plantas de las hojas verdes, Y por podar los zarcillos de las viñas de terciopelo. Era una labor tranquila, constante y placentera.
Minbain se enderezó de golpe y miró a su alrededor, con el ceño fruncido, inclinando la cabeza a un lado en ángulo. marcado.
¿Algún problema? — preguntó Galihine.
— ¿No habéis oído nada?
— ¿Yo? En absoluto…
— Un sonido extraño — dijo Minbain. Paseó la mirada de una mujer a otra: de Boldirinthe a Sinistine, a Cheysz, y nuevamente a Galihine — Algo así como un gruñido…
— Quizá sería Harruel, roncando mientras duerme… — aventuró Sinistine.
— O Koshmar y Torlyri, en mitad de un buen entrelazamiento — dijo Boldirinthe.
Se echaron a reír. Minbain tensó los labios. Era mayor que las demás, y por lo general se sentía distinta a ellas: en una ocasión había sido mujer — madre, y tras la muerte de su compañero, Samnibolon, había pasado a ser mujer — obrera. No era algo que sucediera con frecuencia. Sospechaba que las demás la consideraban algo extraña. Tal vez creyeran que por ser la madre de un niño tan insólito como Hresh, también ella debía de ser rara. Pero ¿qué sabían ellas de eso? Ninguna de las demás mujeres del recinto se había apareado en toda su vida, ni había concebido un hijo, ni sabía lo que era criar a un niño.
— Escuchad — insistió Minbain — Otra vez. ¿No lo habéis oído?
— Sin duda, debe de ser Harruel — replicó Sinistine —. Está Soñando que se aparea contigo, Minbain.
Boldirinthe contuvo una risilla.
— ¡Vaya pareja! ¡Minbain y Harruel! ¡Ay, Minbain, te envidio! Imagina cómo te estrecharía, y te lanzaría contra el suelo, y te…
— ¡Uff! — bufó Minbain. Levantó su cesta de capullos y la arrojó a Boldirinthe, quien apenas atinó a desviarla con el codo. La canasta se elevó, giró en el aire y la masa de florecillas pegajosas cayo sobre Sinistine y Cheysz.
Las mujeres se miraron. Semejante demostración de mal genio era algo inusual.
— ¿Por qué has hecho eso? — quiso saber Cheysz. Era una mujer menuda y de temperamento dulce. Parecía sinceramente asombrada ante el estallido de ira de Miribain — Mira, se me han quedado pegadas — se lamentó Cheysz, a punto de abandonarse al llanto.
— En efecto, los capullos amarillos, llenos de néctar espeso y brillante, se adherían a su pelaje en racimos y cúmulos, dándole un extraño aspecto moteado. Sinistine también había quedado cubierta de flores. Pero al intentar quitárselas, el pelo se arrancaba con ellas, haciéndola gritar de dolor. Sus ojos celestes destellaron con una ira helada, y aferrando un zarcillo de vid, duro y negro, que yacía a sus pies, avanzó hacia Minbain mientras lo sacudía a modo de látigo.
¡Deteneos! — exclamó Galihine — ¿Os habéis vuelto locas?
— Escuchad — interrumpió Minbain — Es ese sonido otra vez…
Todas guardaron silencio.
— Esta vez lo he oído — admitió Cheysz.
— Yo también — dijo Sinistine, con los ojos abiertos de estupor. Apartó a un lado el zarcillo de parra de terciopelo —. Sí, ha sido como un gruñido. Como tú decías, Minbain.
— ¿De qué puede tratarse? — se preguntó Boldirinthe.
— Tal vez es algún dios que está rondando por la salida — atinó a decir Minbain —. Emakkis en busca de alguna oveja perdida. O Dawinno, que quiere sonarse la nariz. — Se encogió de hombros —. Es extraño, muy extraño. Tenemos que comentárselo a Thaggoran. — Luego se volvió hacia Cheysz, sonriendo con aire de disculpa —. Ven aquí. Déjame ayudarte a quitarte estas cosillas.
Ryyig había permanecido despierto sólo un instante; el episodio había sucedido tan rápidamente que aun quienes lo habían presenciado no podían dar crédito a sus ojos y oídos. Y ahora el Sueñasueños se había sumido nuevamente en sus misterios, con los ojos cerrados y el pecho meciéndose tan lentamente que casi parecía tallado en piedra. Pero no podía negarse la importancia de ese grito, producido tan inmediatamente después de que Thaggoran descubriera la ascensión de los comehielos. Eran indicios indudables. Eran presagios indiscutibles.
Para Koshmar eran signos de que la nueva primavera del mundo se acercaba. Tal vez el momento no hubiese llegado aún, pero sin duda se aproximaba.
Ya antes de ese día tan ominoso, Koshmar había intuido que en el ritmo de vida de la tribu comenzaban a producirse cambios. Todos lo habían sentido. Algo se agitaba en el capullo, era como un alzamiento de los espíritus, como la sensación de que un comienzo inminente se cernía sobre ellos. Los viejos esquemas, los que habían regido durante miles y miles de años, se estaban resquebrajando.
Lo primero en alterarse había sido el turno del sueño. Minbain ya había llamado la atención sobre ello.
— Parece que ya no he de dormir más — comentó.
Su amiga Galihine había asentido.
— A mí me sucede igual. Pero no estoy cansada. ¿Por qué será?
Los pobladores del capullo habían compartido la costumbre de pasar más tiempo dormidos que despiertos, tendidos en grupos de dos o tres, acurrucados juntos en marañas peludas e intrincadas, perdidos en fabulosos sueños. Pero eso se había terminado. Ahora todos permanecían en un extraño estado de alerta, atribulados por la necesidad de llenar las horas ociosas del día.